ROSA LIÑARES
Le llamaban Rolex, pero no porque tuviese uno o fuese un entendido en la marca. Era por su don.
Una tarde de agosto estaba sentado con sus amigos en la terraza de uno de los bares de la plaza, cuando una mujer con paso apurado se acercó a preguntarles la hora. Nacho se remangó haciendo un giro de brazo, se observó la muñeca izquierda en la que lucía un cordón rojo deshilachado, vaciló unos instantes, miró al cielo, volvió a mirar a la mujer y respondió: – las siete y diez. Y siguió charlando con sus amigos, que lo habían observado con curiosidad. Todos fueron rápidamente a mirar sus respectivos relojes y móviles. Eran las siete y diez exactamente.
-¿Cómo has acertado la hora si no llevas reloj?
-No sé. Simplemente, la sé.
Hubo un estallido de carcajadas. No había sido casualidad. No era la primera vez. La situación se había repetido varias veces y siempre acertaba. Con la precisión de un reloj suizo. De ahí su apodo.
Siempre había sido así. Hasta que conoció a Marta. El día de su primera cita falló la hora tres veces. El ansia que sentía por encontrarse con ella era tan fuerte que a las tres pensaba que eran las cuatro, a las cuatro le parecían ya las cinco y media; y no le daban llegado las ocho de la tarde, que era cuando habían quedado.
Rolex dejó de ser preciso en su afinación horaria. Incluso empezó a ser imputual.
En su primer aniversario, Marta le regaló un reloj. Y cuando se le acabó la pila, a él también se le acabó el amor.
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