ARCADIO M.
Las hojas caían secas en los caminos, embarrados por las últimas lluvias. El abrumador ruido de los pequeños ríos que había causado la tormenta, impedía escuchar el silencio propio de aquel bosque centenario, que guardaba secretos inconfesables. Y al fondo, junto al río, estaba el molino, ya medio destruido, que encerraba el recuerdo eterno de aquella noche inolvidable, en la que, sin quererlo ni buscarlo, sus labios se habían rozado y se habían fundido en un beso interminable que duraba más de sesenta años.
Con los ojos aguados, observaba aquellas cuatro paredes, castigadas por el tiempo. La vida había sido inclemente con él y con ellos a la par. Era como si aquellas piedras fueran el reflejo inequívoco de sus propias vidas. Enamorados en el esplendor de la vida, habían luchado juntos contra todo tipo de inclemencias, y no había sido gratis. Ahora, en el ocaso de su camino, el destino había decidido que, en otro otoño tantos años después, debían separarse. Y ella, resignada a los designios del tiempo, no le quedó otra que llorar el dolor que aquel adiós producía. Porque sabía que era un adiós para siempre, injusto, quizás, pero inevitable e incontrolable. No había culpables más allá de la propia vida y, eso, hacía que todo fuera todavía más doloroso.
Enjugó los ojos, suspiró de tristeza, como tantas veces en los últimos tiempos, y continuó camino a casa. Sabía que aquel adiós le había abierto una herida que cicatrizaría, pero que jamás dejaría de doler. Una hoja seca cayó sobre las ruinas del molino. El viento arreció y la lluvia volvió a caer con fuerza. Miró atrás mientras abría el paraguas. «Hasta el cielo llora mi dolor», pensó.
Nostagia…vivencias…alegrías y tristezas…pero lo valedero… el Amor, prevalece-
¡ME GUSTÓ!
Shalom colega de la pluma
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