LOLA BARNON
Justificaciones
Positano
(Andrés)
Cuando llego a la villa, Eva y Macarena ya están despiertas. Ambas sentadas en la mesa de la terraza con sendos cafés y un par de tostadas con aceite y tomate. He bajado con otro ligero trote, cuidando que la rodilla no sufriera. Quizá debería haberlo hecho andando, pero me gusta hacer ejercicio físico, la verdad. Y es una manera de probarme. O quizás, de convencerme de que aún puedo hacer deporte en condiciones. En el fondo, me digo a mí mismo, no deja de ser que la vanidad me vence y hace que me pruebe continuamente.
—Hola, ¿dónde estabas? —me pregunta Macarena tras sus gafas de sol de reflejos espejados.
—He ido a correr un poco —digo sentándome entre las dos.
—¿Has corrido todavía más? —me dice con una ligera sonrisa. De inmediato se carcajea y niega con la cabeza repetidas veces, divertida—. Sí, ya sé que es un chiste malo, pero no lo he podido evitar —añade al momento, dando el último mordisco a la tostada y sacudiéndose las migas de las manos.
Yo también sonrío. No me cuesta nada y, la verdad, es mejor tener a la cliente satisfecha. No solo en la cama. Es importante que para ella no sea únicamente un empotrador. Mi experiencia me ha demostrado que cuanto más amable, divertido o simpático me muestre, mejor. Y no me refiero a meramente en la relación, sino también a la hora de valorar mis servicios. El dinero es algo que, aunque parezca mezquino, no se debe olvidar que también es necesario.
—Hace un día magnífico —comento mirando al cielo y al mar que también se extiende majestuoso desde la terraza.
—Me quedaría aquí… —dice Eva atusándose la melena y estirando las piernas, rozándolas con las mías.
No sé si ha sido algo casual o premeditado, pero en el fondo me da igual. Sé que tendré que atender a las dos en alguna otra ocasión. Para eso me paga Macarena. Y tampoco sé si entre ellas tienen algún tipo de acuerdo, o no. No es de mi incumbencia. Haré lo que tenga que hacer. Es mi trabajo y quiero sacar el máximo rendimiento posible a este que, en mi cabeza y planes, pasa por ser el último.
—¿Estás cansado? —me dice Macarena descalzándose y apoyando sus piernas en las mías. Creo que lo hace como un gesto que significa propiedad o mando sobre mí. Incluso dejándoselo claro a la misma Eva. Es posible, y así lo creo, que no lo hace con malicia. Aunque en realidad, no puedo discutirlo ni evitarlo. Soy, en cierta medida, su mercancía, su pasatiempo. Por lo menos, hasta el día convenido. Le sonrío como si nada y le acaricio los pies. Son sueves, cuidados, de uñas rojas.
—Pues un poco sí, qué quieres que te diga… —me recuesto también en el respaldo de la silla estirando mi cuerpo—. Ya no soy un crío.
Las dos sonríen en silencio. Eva mira al mar, pensativa pero con el gesto amable y algo risueño. Macarena a mí, con cierto descaro, mientras me acaricia mi muslo con su pie derecho de cuidada pedicura. Tiene unas piernas esbeltas, torneadas y que muestran el evidente gimnasio.
—Jorge, cielo… ¿nos podrías ayudar a hacer ejercicio? Y no me estoy refiriendo al de por la noche, que ese ya sé que sí… —me dice con una sonrisa y, aunque no lo puedo ver, me imagino una mirada pícara tras sus gafas de espejo azuladas.
—¿Te refieres a algo para tonificar, estirar o…?
—Sudar y quemar calorías, encanto… —me vuelve a sonreír, esta vez quitándose las gafas de sol, cerrando los ojos y moviendo la cara hacia el mar.
La brisa le mueve el pelo. Eva nos mira divertida, pero callada. Es evidente que acepta ese segundo puesto que Macarena le ha concedido sin reservas.
—Claro que puedo ayudaros.
—Eres un sol —me contesta Macarena con afabilidad.
Durante parte de la mañana estuvimos haciendo algunas tablas de ejercicios. Casi todo de estiramientos y algo aeróbico, pero sin mucha carga de trabajo. Ninguno de los tres estábamos para muchos trotes, aunque creo que también lo agradecimos. Ellas, además, o al menos Macarena, hacen ejercicio de gimnasio. Con un monitor que, en realidad, les manda hacer cosas que para ellas son accesibles. Seguramente no les incita a hacer ejercicios en donde el esfuerzo sea añadido o mayor al habitual.
Después, una vez que hemos terminado, nos vamos a la playa de la Marina Grande de Positano. Alquilamos tres hamacas y sombrilla, y nos tumbamos con la pretensión de dejar pasar el día con tranquilidad y algo de charla.
Macarena se pone un bikini negro, que realza el moreno de su piel. Eva opta por uno floreado, más juvenil. Ambas, a pesar de haber alcanzado la cuarentena o estar cerca de ella, lucen buenas siluetas. Vientres planos, piernas largas y bien delineadas. Macarena un pecho generoso de quirófano y Eva otro, bastante menos voluminoso, y natural.
Nos bañamos en las aguas cristalinas de aquel mar tan azul. Nos reímos y comemos en un coqueto restaurante unos platos de pasta, bastante sencillos, pero sabrosos. Me defiendo bastante bien con mi italiano de no mucho recorrido, y a eso de las tres de la tarde, nos echamos en las hamacas a descansar.
Macarena se queda dormida casi de inmediato, mientras yo me distraigo con un libro electrónico sobre un asesinato en una ciudad española. Eva, entonces, me mira durante unos segundos. A su vez, yo hago lo mismo, cuando me percato de que ella lo hace. Ambos sonreímos.
—Pensarás que soy una… una golfa. —Cuando dice esto retira la vista de mis ojos, sin duda avergonzada.
Yo, pensara lo que pensara, no iba nunca a decirle nada. Ni en un sentido ni en otro. En mi trabajo, aquel tipo de opiniones no tienen ningún tipo de valor.
—Lo único que me preocupa es si te lo pasas bien —le contesto—. El resto no me inquieta.
Ella sonríe tímidamente, casi como una adolescente a la que acaban de piropear.
—Esto es nuevo para mí —me dice en voz baja—. No acostumbro a… —mueve la cabeza, como si negara ligeramente.
—Eva, no tienes por qué justificarte, de verdad…
—No sé… —se encoge de hombros y abraza las piernas con las manos—. Necesito decirlo. —Vuelve a mirarme.
Ambos nos quedamos en silencio. Yo esperando si ella se atreve a continuar. Eva, dudando si hacerlo o no.
—Mi marido me dejó… —Dice aquello mirando al mar. Con la barbilla un poco erguida y, sin duda, aún ofendida por el suceso—. Se fue con una compañera de trabajo… Bueno, con la secretaria joven que había cogido un par de años antes. Me enteré de sus cuernos poco antes de que nos separáramos.
Se detiene unos segundos. Respira y vuelve a apoyar la espalda en la tumbona, estirando las piernas. Piensa en la siguiente frase con el ceño un poco fruncido, recordando o molestándose en hacerlo.
—Me quedé sola. Con dos niños pequeños, de cinco y siete años. Sin haber trabajado desde que tuve al primero y con una pensión ridícula porque mi exmarido sabe cómo esconder ganancias en negro o mediante facturas de la empresa y no de él. Gracias a Macarena me he podido colocar… pero, bueno —se aclara la garganta—, puedes entender que no tengo un puesto importante. No está mal, ni me quejo. Al contrario… Me ha servido para salir, conocer gente… En fin, ver que hay vida después de un fracaso.
—No me quiero meter en lo que no me corresponde… —empiezo a hablar tras unos segundos—. Pero el fracaso no es tuyo. Es de tu exmarido que te dejó.
Me mira con una sonrisa triste.
—Sí… lo sé. Pero eso no quita que cuando veo a mis hijos y me preguntan por su padre, tenga esa sensación de fiasco y decepción. No te creas —añade con un momentáneo tono más jovial—, que en el fondo ha sido una bendición que me dejara. Ahora sé que es un completo cabrón… Pero tengo la decencia de no decírselo a mis hijos.
Vuelvo a callarme. En mi profesión es conveniente no conocer demasiado, y a saber escoger los momentos en los que puedes hablar un poco más profundamente. Este, quizás es uno de ellos, pero Eva, en realidad, no es quien me paga.
—Le debo bastante a Macarena… —continúa—. Aunque parezca una mujer… no sé… altiva, arrogante… y también libertina y despreocupada, es mucho más madura y sensata de lo que aparenta. Conmigo se ha portado muy bien —añade un segundo después.
—No tengo queja de ella… —sonrío ampliamente.
—Bueno… —se aclara la garganta—, lo que te quiero decir —obvia mi último comentario, sin apartar su vista, muy fija en el mar—, es que no… no había hecho nunca lo de ayer.
Sonrío de nuevo para demostrar que no es importante si ayer fue su primer trío o no. Aunque tengo la sensación de que se ha quedado tranquila, sosegada, como si soltara un peso muerto.
—Te repito que no tienes que decirme nada, Eva…
—… Macarena me pidió que viniera. Yo, te prometo que me negué. Ella y su marido hacen vidas paralelas. Bueno, que no tienen exclusividad… Supongo que te lo habrá contado. Pero yo…, bueno, que… nunca había estado con… —hace un gesto con la mano, tras acariciarse los brazos en un movimiento nervioso, torpe y algo forzado.
Me resulta curioso que, a pesar de haber estado conmigo follando, algunas mujeres no se atrevan a llamarme lo que soy, un prostituto, un puto, un escort, si se quiere suavizar. Es como si de esa forma redujeran la culpa o el sentimiento de vergüenza.
—… No sé si te molestó mi presencia… Y si es así, en fin, que no volveré… —me dice de forma algo atropellada.
—Me encanta que estés con Macarena y conmigo—le corto con una nueva sonrisa.
No miento. Eva me cae bien y, de alguna forma, humaniza a Macarena, en ocasiones demasiado afilada en sus conversaciones y expresiones.
—No sé si me dices la verdad… —me dice meneando ligeramente la cabeza en un gesto divertido. Luego, niega levemente—. Tampoco sé si debería estar aquí… —murmura.
—No suelo mentir.
Vuelve a quedarse callada. Sigue mirando al mar, sin atreverse a enfrentar mis pupilas de forma directa o más allá de un escaso segundo.
—Macarena me pidió que viniera porque me vio bastante jodida… —Añade de pronto y muy seguido. Lo ha dicho en voz baja, como si de alguna forma mostrara una debilidad—. Sé que es algo estúpido, y que, bueno, que ella y tú… Pues eso, que veníais a los que veníais. Y me parece bien. Que cada cual haga lo que quiera, mientras no joda o traicione a nadie… —Resopla ligeramente—. En fin, que estaba jodida —se pasa la mano por el pelo, evidentemente algo nerviosa por la declaración—, porque mis hijos se han ido con su padre, que me está haciendo la vida imposible y… en fin, que necesitaba alejarme un poco de Madrid —termina acelerando la última frase.
Ahora sí se gira hacia mí, pero se toca la frente y luego tapa su cara con ambas manos.
—Vaya coñazo te estoy metiendo…
—No, de verdad. Es interesante lo que me cuentas.
Se ríe de una forma bastante natural y niega con la mano y la cabeza.
—Ahora sí que estás mintiendo… —Vuelve a reírse y a señalarme con el índice de su mano derecha.
Permanecemos unos instantes sin decir nada. A nuestro alrededor se suceden otras conversaciones, gente que va y viene al agua, varios niños pasan rápidos persiguiéndose unos a otros, una pareja de adolescentes camina por la arena de la mano…
—Siento que algunos hombres sean tan cabrones —le digo.
—Hay de todo. No te creas… hay tantas mujeres como hombres sin ninguna vergüenza y con ganas de joder al otro a costa de los niños. De forma gratuita y sin demasiadas razones. Eso de que las mujeres somos las sufridoras de las separaciones, no creo que sea verdad. —Se detiene durante unos segundos y respira—. Es extraño cómo los humanos queremos y odiamos en poco tiempo. Hay un momento en que todo lo que has vivido con esa persona, antes adorable, ahora te parece malo y quieres borrarla de tu vida. Y cuando digo borrar es que preferirías que no estuviera ni en las fotografías… A mí me ha pasado, sin ir más lejos. Las separaciones demuestran lo cretinos que somos los mayores y lo estúpida y egoístamente que nos comportamos muchas veces con nuestros hijos. Es absurdo, pero sucede. Hombres y mujeres que se pelean por unos niños que solo quieren estar tranquilos y, a ser posible, vivir con sus padres sin que se separen. Pero a través de ellos somos vengativos y crueles… Hombres y mujeres… El ser humano saca lo peor de sí mismo con las personas a las que ha querido. De la misma forma que mi ex me putea, he visto a compañeras de trabajo sablear a sus respectivos, incluso pavoneándose de ello. Poner mil problemas a la hora de marcar las fechas de verano solo por fastidiar, crear imposibilidades los fines de semana para que no se lleve el padre a los hijos, denunciarlos falsamente… —Niega con la cabeza un poco apesadumbrada—. Hay canallas hombres y canallas mujeres. Mismo número, mismas putadas, misma mierda…
Asiento. Sí, conozco casos de ambos lados.
—Vaya chapa te estoy metiendo… Perdona, Jorge —me dice negando de nuevo con la cabeza—. En realidad, solo quería decirte que lo de ayer fue… no sé, algo espontáneo que nunca lo había hecho. No tengo por qué justificarme, pero… por… no sé, por pudor, prefería decírtelo.
—Tranquila, no te preocupes. Es interesante lo que me dices. —Me encojo un poco de hombros y miro al mar. Es curioso cómo las personas nos construimos barreras mentales y excusas de todo tipo para justificarnos sin necesidad alguna. Anoche estuvo conmigo y con su amiga. Los tres follando, los tres riéndonos y dándonos placer. Eso es lo que debería figurar, nada más.
En realidad, poco le importa a nadie lo que Eva haga o no en sus vacaciones. Ni está casada, ni tiene por qué avergonzarse de nada. Sin embargo, los hijos, las amistades, la sociedad en general, nos mueve a buscar justificaciones y tratos mentales con uno mismo y su conciencia para no caer en la desaprobación propia.
—¿Por qué me cuentas esto? No tienes necesidad. —No puedo evitar preguntarlo.
Ella se queda unos instantes callada. Seguramente, pensativa. Pero, como yo, también encoge sus hombros y niega despacio otra vez.
—No lo sé. Supongo que es para que no pienses que soy una… —se detiene en su contestación. Seguramente iba decir puta, y creo que le da una especie de vergüenza decírmelo a mí, que sí que soy un verdadero puto con el que se ha acostado hace algunas horas—. En fin, que por alguna razón, quería decirte que no soy una mujer que suele hacer esto a menudo —dice ahora de corrido y con rapidez.
—Y aunque lo hicieras… No te juzgo.
Tras decir eso, Eva vuelve la cara y con una escueta sonrisa, me mira unos instantes. Se toma unos segundos para contestar.
—Al final, yo creo que todos, de una forma u otra, juzgamos. Es inevitable en el ser humano —sentencia con suavidad pero en un tono convencido.
—Puede ser. Pero de verdad que no pretendo decir quién hace bien o mal —me reitero encogiéndome otra vez de hombros y mirando a los ojos de Eva que me sonríe de nuevo.
—Eso te lo compro —afirma quitándose las gafas de sol por un instante. Las limpia con una pequeña gamuza.
Ambos nos quedamos un momento en silencio. Eva aprovecha para ponerse las gafas otra vez y a recostarse en la hamaca.
—Macarena es distinta… —Me dice sin mirarme—. No juzga. Hace… actúa. En eso la envidio. Tiene coraje y decisión. Yo en cambio…
—Cada uno somos como somos…
—Sí, es verdad. Pero hay veces que me gustaría tener los ovarios de mi amiga.
Yo me callo. No es que me caiga mal Macarena, porque si fuera así, no estaría con ella, pero es una persona que debes saber cómo tratarla. Y enfrentarte a ella, o, al menos, no colocarla continuamente en la posición de protagonista; generalmente, termina siendo cargante y soberbia.
—¿Qué piensas de ella? —me dice de pronto.
No pienso contestar a eso. Es mi cliente y me paga. Solo ya por eso, me hace desistir de emitir juicios de valor sobre ella. Pero el semblante de Eva me dice que espera una respuesta. Pienso en el regate que debo dar.
—Sé que no vas a ponerla a parir… Te paga, soy consciente de ello —se me adelanta, haciendo que yo me detenga y deje un gesto inconcreto a medias—. De todas formas, no pensaba decirle nada si me la criticabas —añade riéndose.
—Macarena es una mujer… interesante —contesto con claro ánimo de no querer decir nada.
Eva me mira, sonríe escuetamente y tras mirar al mar de nuevo, vuelve a hablar.
—Macarena es mucho mejor persona de lo que aparenta. Tenlo por seguro. Y tú tienes algo que a ella le gusta. No sé qué es, ni por qué. Pero apostaría a que le pareces un buen chico.
—¿Un buen chico? —pregunto sinceramente extrañado.
—Sí. Macarena tiene necesidad de estar con gente buena, que no sea tóxica —me dice finalmente con una expresión que me sorprende de lo seria y concentrada que es.