TANATOS 12
CAPÍTULO 33
María, con la melena alborotada y con su cara sonrojada, emitía un último resoplido, un “Ufff… ” plácido y calmo, y que mostraba también cierto cansancio, y después se sirvió de los puños de su camisa para limpiarse los restos de semen de su mejilla, y se salió del todo del cuerpo de Rubén, y yo maldije que su falda tapara entonces un coño que yo me moría por ver… y que me imaginaba enrojecido y deshecho.
Se puso en pie y la polla de Rubén cayó hinchada y enfundada hacia un lado, y mis ojos fueron al depósito de la punta de aquel condón que lucía colmado de líquido blanco, y mis sospechas de que su orgasmo, aparte de largo, había sido denso y abundante, se confirmaron.
Rubén no se reponía, y María, en silencio, lanzaba su tanga hacia el sofá, cerca de él, y después se quitaba la falda… y entonces sí pude ver su coño, que no decepcionaba, con sus labios hacia fuera y con su vello púbico mojado, con toda la zona enrojecida e hinchada, y sufrí por no poder verlo durante más tiempo, pues pronto la parte baja su camisa lo tapaba. Y después ella dejó caer la falda junto al tanga, y se llevó las manos a la corbata, que aflojó un poco y sacó por su cabeza, y también la lanzó, con desaire, al sofá, y desabrochó el último botón de su camisa, el más cercano al cuello, y Rubén respiraba agitadamente, mirándola, pero sin mirarla, con su pecho y su abdomen arriba y abajo, en respiraciones cortas y rápidas, y con su polla aún hinchada y extenuada.
Yo, en manos de María, como siempre, no sabía qué pretendía, y entonces, con sus mocasines, sus calcetines, y su camisa abierta, con una teta enrojecida y con la otra digna e irreprochable, se acercó a un Rubén que no reaccionaba, y se sentaba de nuevo a horcajadas sobre él.
Yo estaba inquieto e intrigado, y Rubén se sobresaltó al sentir cómo ella se sentaba otra vez, colocándose justo igual que antes, solo que ahora su polla no la invadía sino que descansaba. Y él alzó un poco la vista, y tembló, quizás por ver cómo los pechos de María caían por su torso y repuntaban hacia arriba, y por ver sus areolas, que parecían más rosadas y extensas que nunca… y por verla con su camisa abierta que permitía ver casi todo, y por ver su cara dulce y satisfecha… Él veía, como yo, que María estaba guapísima, y hasta radiante.
Y entonces ella llevó sus manos a la polla de él… y comenzó a quitarle el condón… y él se estremeció, y ella cogía aquel látex por la base, y lo sujetaba de tal manera que todo el semen caía hacia el depósito de la punta, colmando mucho más que el espacio preconcebido. Y entonces alargó su brazo, hacia mí, sin mirarme, mirándole a él, en una orden implícita, que ella sabía que yo apreciaría. Y yo cogí aquel condón caliente, pegajoso y empapado, que había estado en contacto con la polla de él y con el coño de ella.
Pero María se retiró entonces, torturándonos y desalentándonos a los dos. Se bajó de él y después, de pie, frente a aquel hombre que parecía no saber nunca qué hacer, se tapó un poco los pechos con la camisa, despegó su melena de su cuello, levantó su pelo para ventilar su nuca, y susurró:
—Bueno… ya me has follado… ¿A que no ha sido para tanto?
—¿No… seguimos? —preguntó él, incorporándose un poco.
—No, no. Ya está. Cuéntale a Edu lo que quieras —dijo ella, seria, mientras seguía alzando su melena desde atrás con sus manos, y se colocaba un poco los cuellos de la camisa, y de sus pezones ya solo se podía ver su relieve a través de la prenda blanca.
—¿Y ya está? ¿No se repite? —insistió él.
—No.
—Es que no entiendo nada —masculló él incorporándose hasta quedarse sentado— … Es que no entiendo… ¿Qué soy…? ¿Una… muesca más en una pistola?
María negó con la cabeza, como sin entender su infantil protesta y su extraña expresión mal formulada.
—Es que no me lo puedo creer —seguía él quejándose—. Es que no pareces la misma.
—¿La misma de qué? —sonrió irónica, ya indignándose—. Si no me conoces de nada. Venga, vístete y ahí tienes la puerta.
Rubén se puso en pie de forma abrupta y buscaba su camiseta, y se subía los pantalones y guardaba allí una polla que apenas había actuado tres… o cuatro minutos, a lo sumo, y que seguro maldecía no haber sido utilizada mucho más.
El chico farfulló algo, quizás algún insulto, a ella, y después también algo mí, y María se apartaba y le dejaba protestar, sin hacerle caso. Y yo era testigo de sus protestas mientras me mantenía con aquel condón colgando de mis dedos.
Esperaba una última protesta, un último intento, quizás hasta un último ataque, pero aquel hombre me decepcionaba, y quizás a María también, pues antes de que me pudiera dar cuenta él se marchaba sin decir nada, y se escuchaba en un portazo un orgullo que no se había visto cuando verdaderamente procedía.
Se hizo un silencio y yo revisé mi teléfono y no había novedades de Edu, y entendía el mensaje de María a él, un mensaje que consistía en que dejara de enviarle a gente como Marcos, como Carlos o como Rubén, y que se presentara él mismo, pues solo con él aparecía esa María y solo con él todo tenía sentido.
—Trae —dijo entonces María, despertándome de mis pensamientos.
—Qué.
—Trae. Dame eso y trae el arnés —decía ella, casi solemne, y alargaba su mano hasta hacerse con el pringoso, arrugado y caliente preservativo.
No sé si pude disimular mi alegría, o si esta venía soterrada por mi sorpresa y mi incertidumbre, pero el caso es que, complacido por su última petición, la dejé allí y enfilé el pasillo, y en seguida caminaba sintiendo mi miembro gotear en mi calzoncillo, que era todo él un pegajoso charco. Y llegué a nuestro dormitorio, pensando en lo rápido que había sucedido todo y en que tenía que descubrir si, que María hubiera aceptado a Rubén, obedecía a un pacto con Edu, y, de ser así, si María había cumplido su parte, o si a Edu no le gustaría lo finalmente sucedido.
Me hice con el arnés y caminaba de vuelta, pero de golpe asaltado por cierta desconfianza, pues sabía que María no había conseguido su orgasmo, y por tanto sabía que su calentura tenía que estar llameando una intranquilidad, sofoco y agobio asfixiantes, y me extrañaba que pretendiera buscar su calma conmigo, aunque fuera con el arnés. Si bien Edu parecía no dar señales, por lo que seguramente seguía en compañía de la pelirroja, o se encontraba volviendo a Madrid, pero fuera por la causa que fuera, no parecía disponible para aliviar a María con sus palabras o mensajes.
Cuando llegué al salón la vi recostada sobre el sofá, con los mocasines, los calcetines y la camisa abierta y ahora remangada… Pero había algo más, algo que me hizo tragar saliva de forma brusca y casi en un espasmo… algo que me hizo agitarme y temblar… y es que… el arrugado y pegajoso preservativo yacía posado sobre su torso, y ella escribía en su teléfono.
Me acerqué, impactado, intrigado, y cuando iba a decir algo, ella susurró:
—Apaga la lámpara, por favor, y deja la luz del pasillo.
Yo obedecí y se creó una penumbra cálida, pero a la vez sórdida, y le dije:
—¿Te escribes con Edu?
—Sí, que está conduciendo.
—Ah —respondí sin saber si aquello zanjaba todo o nada, al tiempo que ella posaba su teléfono a su lado, dando la impresión de que descartaba más interacción.
—¿Me lo pongo? —pregunté, refiriéndome al arnés.
—No, no. Trae —me dijo y le di aquella polla enorme de goma, y la posó a su lado.
Y yo sentía que ella esperaba algo, que pasara algo, o que iba a decir algo, y, de golpe, susurró:
—Mira si quieres… pero… no me hables, ¿vale?
—Vale —respondí, sin entender nada.
Y entonces ella, recostada sobre nuestro sofá, en la penumbra de nuestro salón, con aquella polla de goma a su lado, separó las piernas, se abrió más la camisa… y comenzó a hacer porque el semen depositado en aquel condón abandonase aquel plástico arrugado… y se desparramara por su torso… por sus pechos exuberantes, sudados y calientes.