ALBERTO MORENO
Eran ocho peones, cada uno escardaba un arroyo quitando las malas yerbas del sembrado.
El amo en la linde del campo vigilaba.
Iban acompasados, ninguno quería quedarse rezagado.
Ambrosio sintió ganas de cagar, serían las once de la mañana, habían empezado a las ocho, era uno de los peones.
- ¡Don Juan tengo ganas de “dar de cuerpo”, es un momento!
- ¡Espérate a la hora de comer, solo faltan dos horas!
- ¡Es que no puedo aguantar más! contesto el hombre.
- ¡Pues, cágate en los pantalones!
El Amo tenia esas formas de tratar a los peones.
Ambrosio se lo hizo encima. Se retrasó un poco para que sus compañeros no olieran la mierda.
Pararon media hora para comer, después siguieron hasta las siete. Las jornadas duraban lo que los amos decidían.
Cuando terminaron, Don Juan les dijo que pasaran después por el cortijo para cobrar la peonada.
Eran las ocho y media de la tarde y El Amo todavía no había salido a pagarles, el portón del cortijo estaba cerrado a cal y canto.
Sus mujeres, les esperaban para poder ir a la tienda y comprar la comida de la cena.
Siempre igual, era costumbre de los amos tener esperando a los peones hasta las tantas.
Por eso las tiendas de comestibles no cerraban hasta las diez de la noche. Conocían las costumbres del pueblo.
El padre de Don Juan tuvo tres varones, se quedó viudo pronto. A los tres los mando a Madrid en régimen de internado a los maristas.
- ¡Hágame un abogado, un médico y un economista, que entienda de negocios!, le dijo al padre al prior.
- Ya veremos que hacemos…. contestó el cura.
- ¿El dinero de las clases y de la manutención se lo mando por correo o por transferencia?
- Cómo le venga mejor, volvió a contestar el prior.
Seis meses después, le devolvieron al mayor, a Juan.
- ¡Este no tiene dotes para estudiar, mejor lo enseña de capataz del cortijo y de los campos!
Era el prior, el que hablaba por teléfono con el padre.
Juan llego al día siguiente en el autobús y su padre empezó a explicarle sus menesteres.
Había pasado el tiempo, los otros dos hermanos se hicieron abogados, montaron un bufete en Madrid y se especializaron en los litigios de los campesinos y de los terratenientes.
De esta dedicación, el padre adquirió a precio de saldo el doble de campos de los que labraba alrededor del cortijo.
- Los que están lejos, no te preocupes, ¡los venderemos por el doble!, era uno de los hermanos, que le comentó al padre en uno de las visitas que hacían al cortijo.
Al menos dos veces cada año, venían los abogados de Madrid.
Cuando falleció el padre, Juan se hizo cargo del cortijo y de las tierras. En los tratos, cuando compraba o vendía siempre sacaba tajada. Al personal del cortijo y a los peones que contrataba, siempre mala cara y si encartaba, un insulto.
Era, “hablando en plata”: un cabrón con mala “leche” y sin ninguna educación ni respeto con los trabajadores.
Bebía poco y a las tabernas iba de higos a brevas. A donde si iba era a la misa mayor de las once, los domingos.
A la salida, en los corrillos que se formaban en la plaza, en la puerta de la iglesia, si platicaba con las “fuerzas vivas” y con las autoridades del pueblo. Tendría dos o tres amigos, algún terrateniente como él, el alcalde y poco más.
Tenía una afición que le dominaba: le gustaban las mujeres. Daba igual si eran solteras o casadas. A la hija mayor de Ambrosio, el que se lo hizo en los calzones, una preciosa muchacha de apenas veinte años, la coloco en la cocina del cortijo, de ayudanta de la cocinera.
Pronto empezó a cortejarla. Para hacer fácil el asedio a su padre siempre le contrataba y procuraba que la faena fuera más liviana.
La muchacha termino por dejar que abusara de ella.
En los corrillos de la misa mayor, conoció a la mujer del sargento de la guardia civil, era Jefe de Cuerpo en el pueblo. A sus órdenes tenia a seis números y un cabo.
La mujer no tardó en percatarse que a Don Juan le gustaba, se mantuvo distante, pero no le disgustaba la situación. Empezó a manejar la relación “una de cal y otra de arena”. Mercedes, era la presidenta de la cofradía del patrón del pueblo: San Cecilio, nacido en el Sacromonte de Granada. El pueblo donde transcurre esta historia era de la misma provincia, estaba a unos escasos quince kilómetros de la capital.
Mercedes, todos los meses, iba a comprar velas y otros abolorios para la iglesia. Iba en autobús.
En uno de los viajes coincidió con Don Juan en el mismo autobús. Se saludaron y comenzaron una conversación trivial, que poco a poco fue ganando complicidad.
- ¿Tenéis hijos?. Le pregunto Don Juan.
- No, estoy yendo al ginecólogo, a ver que dice, contesto Mercedes.
- ¿Y tú?, le preguntó ella.
- Yo no estoy casado y no tengo compromiso con ninguna mujer.
- ¿Y vienes a la capital todos los meses?, le pregunto Juan.
- Si, la Iglesia necesita velas y el párroco siempre me hace algún encargo, vengo el primer lunes de cada mes – contestó Mercedes – cojo el autobús de las diez y así me da tiempo de ir también de tiendas, a mi marido le dejo la comida hecha y algunas veces vuelvo por la tarde.
La información era muy provechosa.
Lo que vino después es fácil imaginarlo, el primer lunes del siguiente mes, Juan cogió el autobús de las nueve, cuando llegó Mercedes en el siguiente, después de las compras que hizo ella, se fueron a una pensión cercana a la parada de autobuses. Hicieron el amor y se les olvido almorzar, estuvieron retozando en la cama tres o cuatro horas.
- Podemos vernos cada lunes- dijo Mercedes – tú te vienes en otro autobús, para que nadie sospeche nada.
En el pueblo, nunca hablaban, incluso en los corrillos después de la misa de los domingos.
La casa cuartel donde vivía el sargento y Mercedes, estaba contigua al acuartelamiento donde estaban los guardias civiles.
Habían transcurrido seis meses y en la pensión, habían cambiado al recepcionista, este, que era nuevo, les pidió el carnet de identidad.
- ¡Es para rellenar la ficha, me lo dejan y luego se los devuelvo!
Nunca salían juntos de la pensión, primero salía Juan y a los diez o quince minutos salía Mercedes. Ésta, con los nervios olvido recoger su carnet, se quedó en el casillero de la recepción.
Una semana después, en el buzón del sargento había una carta, éste la recogió, inspecciono el sobre y le extrañaron dos cosas:
Una venía a nombre de Mercedes y otra el membrete del sobre era de una pensión de la capital, traía el nombre y la dirección.
Lo abrió y dentro venia el carnet de identidad de su mujer con una nota manuscrita:
- “Se dejó usted el pasado lunes su carnet olvidado, el señor que le acompañaba si lo recogió, saludos”.
El sargento, no daba crédito a la carta, volvió dos o tres veces a releer todo. No sabía que hacer, de momento la guardo en el cajón de su oficina, echo la llave, cogió el carnet de Mercedes y ya en casa, no dijo nada. En un momento de descuido puso el carnet en el bolso de Mercedes. Así, esta no lo echaría en falta.
Después de varios días decidió visitar la pensión. En la recepción hizo un paripé bien montado.
- Va a venir un familiar de visita y necesitara una habitación, una señora del pueblo me ha recomendado su establecimiento, ella dice que es limpio y tranquilo.
- ¡Habrá sido doña Mercedes!, que viene los lunes de cada mes, le suele acompañar un señor, que será su marido. El pobre e ingenuo recepcionista termino con nota la metedura de pata.
- Ya le aviso, déjeme su teléfono y dirección para mi pariente.
El sargento se marchó sin más.
Su relación con Mercedes cuido muy mucho que ella no le notara nada raro.
Cuando llego el primer lunes del mes, alegó un servicio especial en otro pueblo vecino, cogió el primer autobús que iba a la capital. Se quedó en la estación vigilando la llegada de los siguientes.
En el de las nueve llego Don Juan, venia solo. Le siguió con absoluta discreción hasta la pensión y se aposto detrás de un quiosco, simulando leer un periódico, que le tapaba la cara. Venía vestido de paisano. Como media hora después apareció Mercedes, sigilosa entro en la pensión.
- ¡El misterio había sido descubierto!
Regreso a su casa, se vistió con el uniforme y se acomodó en su oficina.
Al cabo le preguntó por novedades y este contesto que la mañana había estado tranquila.
Empezó a urdir la venganza. A Don Juan lo ahorcaría en la encina próxima al cortijo, para Mercedes todavía no se le ocurría nada, pero la mataría como al cabrón del Amo. Dos semanas después, una coincidencia le dio la idea.
En la taberna principal del pueblo tomaba un vino con el farmacéutico. Estaban de pie, en una esquina del mostrador, Don Juan, con el alcalde y dos concejales en otro extremo del mostrador hablaban de sus cosas.
Entro Ambrosio, a comprar medio litro de vino blanco. Beberlo en casa era más barato y le servía para la cena.
- ¡Ambrosio!, le gritó Don Juan, tenemos que podar la encina que hay detrás del cortijo, el sábado te traes un hocino para los maderos más viejos, unas cuerdas para hacer haces con las ramas y un cordel de cáñamo más grueso para los troncos, quedamos a las doce, ¡había que haberlo hecho el año pasado!
- ¡Vale Don Juan, allí estaré!, respondió Ambrosio y se marchó con su botella de vino.
- ¡No la pagues, lo hago yo! – dijo Don Juan, en voz alta para que lo oyera en camarero.
- ¡Gracias, Don Juan! Ambrosio se marchó,
El cerebro del sargento comenzó a maquinar el plan.
Primero debía hablar con Ambrosio en privado, le contaría que la honra de su hija era la comidilla del pueblo. Todo el mundo sabio que era la “querida” de Don Juan, ningún muchacho iba a querer pretenderla.
Después y de manera muy confidencial le contó que también a su mujer la estaba seduciendo, de hecho incluyó la historia de la pensión.
- ¡Voy a matarlo y necesito tu ayuda!
Ambrosio se cago en los muertos del amo.
- ¡No, déjeme a mí, lo voy a ahorcar en la encina cuando vayamos a podarla!
El sargento había conseguido lo que quería.
Cuando Don Juan y Ambrosio se pusieron mano a la obra, Ambrosio, lo derribó al suelo, le ató primero las manos con una cuerda, con la otra le ató los pies, le colocó el cordel con un nudo corredizo en el cuello, lo enlazó en una rama corpulenta y comenzó a izarlo hacia arriba.
El sargento observaba en las inmediaciones la escena. Se acercó raudo y con sus brazos ayudo a Ambrosio a continuar colgando al Amo. Lo tuvieron un cuarto de hora, hasta que el cuerpo dejo de retorcerse. Lo bajaron al suelo. El Amo estaba muerto.
El sargento, sacó su pistola y sin mediar palabra, dio dos tiros en el pecho a Ambrosio, este cayó muerto también. No quedaban ni testigos ni evidencias de su participación.
Le colocó el hocino en la mano y se marchó corriendo a la Comandancia. Allí, al cabo y a dos guardias les dijo a trompicones, que había presenciado como Ambrosio ahorcaba a Don Juan, que corrió en su ayuda, pero ya era tarde, Ambrosio cuando vio al sargento se abalanzo hacia él con el hocino en la mano y no tuvo más remedio que dispararle en legítima defensa.
Aquella versión se recogió en informe que fue enviado por fax a la Comandancia de la capital, el forense inspeccionó los cadáveres y su acta coincido con la versión que el sargento había dado de los hechos.
El pueblo entero ardía con la noticia, solo se hablaba que a Don Juan le había dado su merecido por lo que hacía con la hija de Ambrosio. Al sargento, lo exculparon por repeler el ataque de Ambrosio. El entierro fue al día siguiente, a los difuntos les acompañó poca gente al cementerio.
La misa solemne de difuntos la señaló el cura párroco para dentro de dos semas.
Los hermanos abogados de Juan vinieron de Madrid, asistieron al entierro y comenzaron a dilucidar qué hacer con el cortijo y las fincas.
- Mejor poner todo en venta, dijo uno, pero no debemos mostrar prisa, sería una venta a la baja. Esperamos unos meses, mientras encargamos a alguien el gobierno del cortijo.
Llego el domingo previsto para la misa de difuntos, la iglesia estaba abarrotada, el sargento y Mercedes, ocupaban el banco del alcalde y de las fuerzas vivas.
La hija de Ambrosio, su familia y amigos ocupaban el banco siguiente.
En un momento de la ceremonia, Mercedes, ahuecando la mano en tono muy silencioso, en el oído del sargento le dijo:
- Cuando termine la ceremonia, subiré al campanario para tocar la campana mayor, la tradición dice que los difuntos serán mejor recibidos en El Mas Allá.
Mercedes, aparte de beatona y puta estaba llena de supersticiones.
El sargento, asintió.
- Yo te acompañaré, esperaremos a que la iglesia se quede vacía, o volvemos, algo más tarde, tu tendrás llaves de la iglesia.
- Si, mejor volvemos más tarde, yo tengo llaves.
La maquiavélica mente del sargento estaba urdiendo otro plan.
Sobre las tres, después de la comida, Mercedes y el sargento se dirigieron a la iglesia, aquel día después del protocolo de la misa de difuntos, tenía el resto del día de permiso y se vistió de paisano, el uniforme y el tricornio destacan demasiado, la ropa de civil pasa más desapercibida.
Mercedes abrió la puerta con su juego de llaves, cruzaron la nave central y a la izquierda estaba la escalera que subía al campanario.
Arriba, Mercedes no alcanzaba la campana, se puso de puntillas y tampoco, el sargento la cogió con los brazos y la elevó medio metro. Cuando la mujer lo consiguió inicio una plegaria rogando por las almas de los difuntos.
No le dio tiempo a terminar, el sargento ladeo su cuerpo hacia la barandilla del campanario y con una furia indescriptible grito:
- ¡Por puta!
Y la lanzó al vacío. El cuerpo de Mercedes veinte metros más abajo cayó sobre el suelo asfaltado de la plaza.
Murió en el acto.
La plaza estaba vacía. Raudo, el sargento bajo los peldaños y por la puerta trasera de la sacristía salió a la calle.
No había sido visto por nadie.
Como estaba en su día libre, se marchó a su casa. En el acuartelamiento, el mando lo tenía asumido el cabo.
El cuerpo de Mercedes lo descubrieron unos niños que pasaban por allí. Fueron a la casa del cura que estaba enfrente de la iglesia.
- ¡¡Padre Dimas, hay una mujer muerta en el suelo frente a la Iglesia!!, estaban muy nerviosos y alborotados.
El cura salió de inmediato de su casa y vio el cuerpo. No había reconocido a Mercedes, solo supo que era una mujer.
Corriendo fue al acuartelamiento de la guardia civil, a trompicones, informó al cabo.
Tres guardias y el cabo fueron de inmediato al lugar de la tragedia.
- ¡Es Mercedes, la mujer del sargento!
Estaban desconcertados, no sabían que hacer. Un guardia fue al consultorio médico y
explicó lo ocurrido. El médico de guardia de inmediato se puso en camino, antes pidió una ambulancia.
El hombre solo pudo certificar su muerte.
- Debe haberse caído del campanario, añadió.
El cabo fue en persona a la casa del sargento, no sabía cómo explicar lo ocurrido, al final consiguió comunicarle el suceso.
El sargento, con dotes de actor, reaccionó como era de esperar.
- ¡No es posible, no es posible!
Pasaron los días, una vecina amiga de Mercedes dio una versión:
- Mercedes tenía muchas supersticiones, una era que si después de una misa de difuntos, se toca la campana principal de la iglesia, los difuntos serán mejor recibidos en El Mas Allá. Posiblemente, cuando terminó la misa, Mercedes subió sola al campanario, como la campana mayor está un poco alta, resbalaría y cayó por la baranda.
Aquella versión fue aceptada por la gente. El propio sargento confesó, que Mercedes, durante la misa le dijo que subiría al campanario.
El Mando de la provincia de la Guardia Civil, consideró conveniente trasladar al sargento a otro lugar.
Le enviaron a otra provincia que estuviera lejos del lugar de los hechos.
Le dieron un destino burocrático para evitarle actuaciones que requirieran riesgo.
Los hermanos de don Juan acordaron vender todas las propiedades que tenían en el fatídico pueblo donde ocurrieron los hechos relatados.
Pasaron los años, el sargento fue ascendido a teniente, vivía solo en la nueva casa cuartel de la otra provincia, nunca volvió ni visitó su antiguo destino.
En el pueblo los hechos se habían olvidado.
El día de su jubilación, el general jefe de la región, organizo el acto de despedida.
Delante de la tribuna, que habían montado en la Escuela Militar del cuerpo, él, el general y dos coroneles, pasaron revista a dos compañías de guardias, que luego desfilaron, realizando un saludo marcial, cuando pasaban delante de la tribuna.
El general, hizo un pequeño pero emotivo discurso alabando las virtudes del antiguo sargento y al final le condecoro, poniéndole en el pecho la medalla al mérito profesional.
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En este relato de ficción se condecora a un asesino que tenía a sus espaldas tres asesinatos.
En la realidad, también se condecoran a asesinos que tienen a sus espaldas cientos y miles de asesinados .
-Fin-