ANTONIO LÓPEZ VALLEJO
Hoy el día ha amanecido fresco y nublado, contrastando con los soleados días anteriores, que invitaban a salir, a callejear, a mirar y a dejarse ver.
Tuca, la gata blanca que desde hace un par de inviernos decidió que mi casa era su casa y que las sobras de mi despensa serían su comida en los días que no encontrara fuera nada que llevarse a la boca, maúlla y se revuelve restregándose contra la puerta, queriendo entrar a tumbarse sobre el viejo sofá que reina en el salón, junto al brasero y frente al televisor. Desde dentro, con el olfato en la calle y la mirada en la maniqueta de la puerta, Tuco, el veterano perrillo que siempre me acompaña en mis excursiones por los alrededores de este pueblo que nos cobija a los tres, se regodea en silencio sabiendo que Tuca, su eterna enemiga, soporta el frío y la humedad de fuera, acrecentados por la ansiedad de querer estar dentro.
Abro la puerta para dejar entrar a Tuca y me encuentro con el comienzo de este día, que es el día de San Valentín, el día escogido para festejar el privilegio de amar y ser amado. A esta hora habrá ya enamorados vaciando las floristerías y las pastelerías, comprando libros y reservando mesa en los restaurantes de moda de la ciudad.
Ajeno a todo este trajín, a todo tipo de compromiso y a ese amor que hoy se celebra, salgo a la calle seguido por Tuco, que mueve el rabo con la alegría de saberse vivo, en la calle, y libre de correas y cadenas.
El suelo está mojado por una ligera lluvia que ha debido de caer durante la noche y que continúa pegada al suelo gracias a las nubes, que mantienen a distancia al sol, a la vez que ayudan a la melancolía a abrirse paso y trocar el animo festivo de este día.
Se escucha, amortiguado por la humedad, el ruido de algunos motores arrancando. La mayoría de los vecinos parten, o han partido ya, a cumplir con sus obligaciones laborales. Pronto el pueblo estará vacío de coches y las calles, armonizadas por un coro de pájaros multirraciales, serán de Tuco y de los abuelos, que cada día, con sol o sin él, con más o menos ganas, sacan a pasear sus desgastados huesos por las calles de este pueblo que les ha visto nacer, crecer y labrar sus vidas, y que ahora recibe amablemente su caminar de pasos cortos y lentos.
Alargo mi paseo, sin prisa, sintiendo el fresco de la mañana en mi cara, sabiendo que no me espera en casa el amor que hoy se celebra, y que apenas, arriba, en la terraza, aguardando a que termine mi paseo con Tuco, me esperan las plantas, confiadas en que recibirán de mis manos los cuidados diarios que tanto reconfortan a ellas como me satisfacen a mi.
Luego habrá que poner la comida para Tuco y Tuca y, después de abrir una botella de vino, pensar en preparar la mía propia. Cada día la cocina se lleva la mitad de mi mañana y la mitad de mi botella, que apuraré junto a la comida que dará paso a la siesta.
La tarde de este día de los enamorados, igual que todas las tardes, me llevará hasta mi mesa junto a la ventana, donde descansan, esperando su momento, la tinta y el papel. Y al igual que todas las tardes, mirando a través de la ventana, por donde entran los olores y los colores del campo, esperaré paciente, con el bolígrafo en la mano y la vista en el horizonte, a que las musas, siempre coquetas, vengan a sentarse junto a mi, a susurrar las románticas historias que les gusta contar, mientras Tuca se acurruca sobre el teclado de mi ordenador y Tuco descansa tumbado a mis pies, con la cabeza enterrada entre sus patas delanteras, tal vez pensando, tal vez imaginando, tal vez solo mirando sin mirar.
Y así la tarde de este día de los enamorados irá pasando, lenta y armoniosa, entre los bostezos de Tuco, el ronroneo de Tuca y el delicado sonido que la punta de mi bolígrafo arranca a mi cuaderno mientras trato de plasmar con acierto los cuentos que me dictan las caprichosas musas que hablan tanto como callan. Y así, aún sin amor, acabará para mi este día de los enamorados, sin flores, sin bombones y sin mesas para dos.