ALICIA RGUEZ

La gotita rezumaba de la piedra volcánica, se deslizaba por el menudo culantrillo y caía en la talla con suavidad. La dulce melodía acompañaba a Mónica en las horas solitarias de la madrugada en las que se refugiaba en el patio para coser. Sus únicos amigos en la noche eran el viejo farol de la abuela Rosario y el canto de los grillos. Al día siguiente, por la mañana, vendrían las señoras adineradas a recoger los vestidos que habían encargado para lucir en la Verbena de San Juan.

Mónica pasaba horas y horas sin parar: introducía la aguja en la tela, la volvía a sacar, cortaba los hilos… hasta que, rendida por el sueño, su cuerpo se desplomaba encima de la vieja mesa de costura.

            ─¡Mónica, despierta! ─ decía Marta mientras la zarandeaba.

            El calor era insufrible durante la noche y su hermana se había levantado para beber un jarro de agua fresca de la destiladera.

            ─¡El remate del vestido, debo acabarlo!

            ─¡Venga, a dormir! Te ayudaré por la mañana.

            Las hermanas subieron las escaleras de madera, se dirigieron a su habitación y se introdujeron en la cama. Pronto vendría el día.

            Los primeros rayos del sol se colaron por las rendijas de la puerta de la alcoba, estaba amaneciendo. El canto de los pájaros que revoloteaban en los laureles de indias de la plaza y el aroma del café espabilaron a Mónica. Se levantó de inmediato y bajó al patio. Aún permanecía el vestido azul encima de la mesita. Lo cogió y terminó de rematar la manga. Ahora sí, ya había finalizado todos sus encargos.

            Su madre apareció en el patio caminando entre las azucenas. Vestía de negro, con pañuelo negro y con un delantal de cuadros grises. Llevaba en sus manos temblorosas una bandeja de cristal con tres tazas nacaradas que depositó en la mesa.

            ─¡El café! ¡Se enfría!

            Inmediatamente, las hermanas se acercaron, se sentaron en las sillas que estaban situadas alrededor de la máquina de coser y se llevaron a sus labios la taza de café.

            ─Gracias, madre.

            En ese momento, comenzaron a invadir el patio multitud de señoras que venían a recoger sus vestidos. Mónica las atendió con cortesía, a pesar de que estaba agotada. Había envuelto los encargos en papel de seda de diferentes colores, para no confundirlos, y en el exterior había escrito el nombre de cada una de las clientas en unas tarjetitas blancas que había adjuntado.

            ─Si tienen algún problema con las mangas, con los largos… no duden en venir. Lo arreglaremos en un santiamén ─dijo Mónica.

            Las señoras fueron desfilando hasta que el patio quedó en silencio, con la única presencia de los gatos y el encargo envuelto con papel violeta.

            Le resultaba extraño que doña Carmen no hubiese recogido el vestido.

            Eran las cinco de la tarde cuando los primero voladores estallaban en la inmensidad del cielo. Anunciaban el inicio de la fiesta. Dos horas más tarde, se celebraría la misa y, a continuación, daría comienzo la verbena.

             De pronto, alguien golpeó con fuerza la puerta de la vivienda y Mónica abrió. Unos ojos de color avellana se clavaron en los suyos.

            ─¿Qué desea, señor?

            ─Vengo a recoger el vestido de mi madre. Soy Berto, el hijo de doña Carmen.

            ─No sabía que doña Carmen…

            El joven terminó la frase.

            ─Sí, sé que le parecerá extraño. Nunca he vivido aquí. He sabido que mi madre no andaba bien de salud y he venido a visitarla.

            ─Muy bien, le entregaré su vestido. Salude a su madre y dé recuerdos a su padre.

            ─No es mi padre. Lo siento, no podré saludar al alcalde de su parte.

            Mónica se quedó desconcertada. ¿Cómo que el alcalde no era su padre? ¿De dónde había salido aquel joven?

            Llegó la noche y las hermanas se acicalaron para ir a la verbena.

Marta estrenaba un falda azul y Mónica lucía un ligero vestido de vuelo de color vainilla con cuello en V y manga tres cuartos. Se había recogido el pelo en un moño bajo y lo había adornado con diminutas florecillas blancas.

Al llegar a la plaza, la orquesta tocaba una animada pieza y se colocaron cerca del escenario. Inmediatamente, apareció Juan, el novio de Marta, y comenzaron a bailar.

Unos minutos más tarde, alguien tocaba suavemente a Mónica en su espalda, ella se giró y unos enormes ojos de color avellana se encontraron con su mirada.

─¿Me permite, señorita? ¿Le apetece bailar?

Mónica se ruborizó y no atinó a decir palabra. El joven cogió su mano y como dos expertos bailarines comenzaron a danzar al son de la melodía.

A continuación, el muchacho la invitó a dar un paseo por los ventorrillos y la invitó a un refresco de cola.

            Al día siguiente, Berto marchó del pueblo.

            El calor sahariano se colaba furtivamente en el patio y no había forma de trabajar. Mónica prefería coser en la soledad de la noche, se sentaba  cerca de la destiladera y comenzaba a escuchar la dulce melodía: la gotita rezumaba de la piedra volcánica, se deslizaba por el menudo culantrillo y caía en la talla con suavidad. Una y otra vez, una gotita, dos, tres… Su mente se perdía recordando su aroma, el tacto suave de sus manos, el tono de su voz… Nadie sabía quién era, nadie lo recordaba.

            Ocho meses después, doblaban las campanas. Fallecía doña Carmen. En el cementerio, a lo lejos, Mónica divisó unos ojos de color avellana que observaban. Cuando desapareció la gente, Berto se acercó a su tumba y rezó. Después, recordó su dura niñez y cayó desplomado en la tierra apelmazada.

            Doña Carmen había dado a luz cuando era muy joven y sus padres entregaron el niño a una institución. Nadie podía enterarse de aquel suceso inesperado que los avergonzaba. Ella siempre cargó con la culpa del abandono, pero no lo desatendió ni perdió el contacto con él. Se trasladaron de provincia y se instalaron en el pueblo. Pasados los años, la niña Carmen se casaría con Joaquín, un joven de buena familia, que nunca supo de la existencia de Berto. En ocasiones, doña Carmen viajaba con la excusa de visitar a un médico  especialista, siempre visitaba a su hijo.

─¡Berto! ─gritó Mónica mientras mojaba su rostro con un pañuelo.

El joven reaccionó y abrió sus ojos.

─¿Estás bien?

El joven se incorporó, salieron del cementerio y se apoyaron en un muro de piedras que bordeaba el camino. Hablaron toda la tarde y al anochecer caminaron juntos hasta la plaza.

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