LOLA BARNON

Una vida que no es real

Santi Petri

(Vicky)

Es el cuarto día que pasamos allí. Hace una noche muy agradable, templada, con una ligera brisa de poniente que atempera esos días de verano. Ramón me abre la puerta del coche. Es un gesto que nunca me lo han hecho, por lo que me siento halagada. Durante el día, él ha pescado y jugado al golf con unos amigos, llegando a la hora de comer. No soy una gran cocinera, pero he querido hacerle algo, aunque me haya limitado a un gazpacho y un atún a la plancha que he comprado en el supermercado cercano.

El hecho de hacer la compra, una acción simple y anodina, rodeada de hombres, mujeres y niños en vacaciones, me ha trasladado a una sensación acogedora. Sé que es una vida irreal, que lo que estoy experimentando es tan absurdo, como que soy una novia de pago. Por un momento me vengo abajo, como si todos los que me rodearan supieran la verdad de mi presencia allí. Dicen que es el autoestima, que de vez en cuando te da zarpazos para recolocarte en la realidad. No lo sé. Ni soy sicóloga ni conozco conceptos o procesos de la mente humana. Pero me limito a sentir lo que me sucede.

—¿Me recuerdas quiénes son? —le pregunto a Ramón, aunque tengo buena memoria y no se me suelen olvidar los detalles. Pero en este caso, prefiero que lo haga. No quiero fallar.

—Él es Mario. Un buen amigo. Tiene varias gasolineras, una empresa de transporte por carretera con cinco o seis camiones, una veintena de furgonetas, varios conductores autónomos, y es como yo. O sea, un burro trabajando. No estudió carrera universitaria, pero es muy listo, se ha formado bien y tiene profesionales cualificados a su alrededor. Yo creo que quiere vender.

—¿Vender? —pregunto.

—La empresa —me responde Ramón.

—¿Es mayor?

Sonríe, mientras con la mano me empuja suavemente por la espalda, conduciéndome por los tres escalones de piedra que dan acceso al restaurante. El aparcacoches ya ha arrancado el vehículo de Ramón y se dirige a aparcarlo en las inmediaciones. Hace una noche realmente buena. Sigue soplando esa ligera brisa que apenas mueve levemente las copas de los árboles.

—¿Por qué te ríes? —le pregunto con un punto de sorpresa.

—No hace falta ser mayor para querer vender —me aclara acercando su cara a la mía—. Es suficiente con estar cansado.

—¿Del negocio?

—Del negocio o de no tener vida… Al final, ¿de qué sirve el éxito, si no lo puedes disfrutar?

No contesto. Quizá Ramón no sabe lo que de verdad es estar cansado de una vida como la mía. Desear salir de ella con toda la rapidez que se pueda, y alejarse para siempre. Obviamente, no le digo nada, porque ni creo que sea algo que le pueda interesar, ni posiblemente venga a cuento. Me acuerdo de Andrés mientras voy andando al lado de Ramón.

—Ella se llama Toñi. Es una mujer bastante maja. Trabaja con él en todo lo que no es el transporte, combustible o supermercado de las gasolineras. Como sabes, ahora se venden en ellas muchas cosas. Se franquicia el alquiler de coches, bombonas de gas, máquinas de vending, túnel de lavado…

Siento un poco de envidia porque no soy capaz, ni creo que seré nunca, de ver ni plantear un negocio de esa manera. Tan aparentemente sencilla como hace Ramón. Mientras camino a su lado, entrando al restaurante, pienso si una franquicia de esas nos serviría a Andrés y a mí. Me gustaría preguntárselo a Ramón, porque, además de un buen tío, me parece que sabe de todo esto. Pero obviamente, no lo voy a hacer. Soy su novia de alquiler y eso es justo lo que voy a hacer esta noche.

En la mesa nos espera ya una pareja madura. Ella, de unos cuarenta y bastantes, con una sonrisa amplia, pelo corto, de media melena y cara redondeada. Es un poco regordeta, aunque graciosa y bajita. Para disimularlo, lleva pantalón de verano, una blusa amplia de color blanco y un buen tacón de cuña. Me sonríe y me da dos besos. Tiene los ojos azules, pero no son excesivamente bonitos. Por cómo mueve las manos, me imagino a una persona algo nerviosa, que no para de hablar.

Él tiene una mirada inteligente. Me da la impresión de que es de esos hombres que observan y te estudian, aunque lo hagan de una forma no invasiva. Me da también dos besos y me ofrece la silla de su derecha. Lleva una camisa remangada de color azul y un pantalón beige de verano, algo anticuado. Le falta pelo en la coronilla y se le riza por los lados, dejándose ver algunas canas. Le calculo alrededor de cincuenta. Está en buena forma, o al menos, no muestra esa barriguita cervecera y madura de los hombres a su edad.

Viendo a Ramón, que tampoco es que vaya a la última moda, pienso si no le gustaría que fuéramos un día de compras. Aunque sea a un mercadillo. No le vendrían mal un par de camisas más modernas o pantalones con menor abertura en los bajos. Incluso, me digo a mí misma, que podría cambiar el bañador que le he visto esta mañana.

—¿A qué te dedicas? —me pregunta Mario, el amigo de Ramón.

Me he debido quedar un momento sumida en mis pensamientos, porque no me he percatado de que me estaba hablado. Según hemos convenido Ramón y yo, debo decir que soy azafata de congresos y comercial de productos de cosmética. Que eso, según me dice, es bastante sencillo de explicar y no compromete. A fin de cuentas, se trata de acudir a casa de amigas, montar reuniones y vender maquillaje, bases, lápiz de labios… A mí me ha parecido bien. Incluso, cuando me lo dijo, pensé en si aquello se me daría bien. El único problema que encontré fue que no tengo amigas de verdad a quien venderles aquellas cosas. Bueno, en realidad, no tengo amigas ni de verdad ni de mentira. En nuestro mundo es muy complicado tener alguna relación que no sea de tipo sexual, de conveniencia o cobrada.

—Soy azafata de congresos y vendo cosméticos en reuniones y eso… —digo con una sonrisa.

—Pues bien, ¿no?

—Sí, no me quejo.

En ese momento llega el camarero y nos pregunta qué queremos beber. A mí me apetece una cerveza, pero Ramón me pide un vino blanco y yo le dejo hacer. No es porque yo no quiera o sepa hacerlo, pero prefiero que sea él quien lleve las riendas. No me olvido de que me paga por acompañarlo y que, en realidad, me es indiferente beber una cosa que otra.

La cena transcurre en bastante buen ambiente. Nos reímos de alguna anécdota de ellos dos, así como Toñi, que me cuenta lo mayores que se hacen los hijos. No puedo seguir esa conversación, pero muestro interés y hasta le pregunto por alguna cosa en concreto de las muchas que me cuenta.

Me he pedido un pescado a la plancha que está bastante bueno. De picar, al centro de la mesa, Ramón y Mario se han encargado de elegir unas cigalas, algo de jamón y unas tortitas de camarones que, según dicen, «en este sitio es donde mejor las hacen». Tocamos a dos cada uno, pero yo solo me como una. Están buenas, pero llevan bastante aceite y como no paro de acordarme de Andrés, también me viene a la memoria sus enseñanzas nutricionales. Así que, he decidido seguirlas.

La cena ha sido amena. Ramón es un hombre de mundo. Habla de casi cualquier tema y no resulta pesado ni cargante. Más bien, al contrario. Se muestra entretenido y hace porque todos los de la mesa participemos.

Yo he preferido mantenerme en un segundo plano. He opinado y comentado cuando se me ha requerido o he notado que no podía zafarme. Hay cosas de las que no tengo opinión. Más que nada, porque no las he vivido, o directamente, no tengo conocimiento del tema. Aun así, por lo fluida que ha resultado la conversación, Ramón, y Mario, que también ha tenido su parte de responsabilidad, ha hecho que la velada haya resultado bastante animada.

Hemos llegado al chalet y nos vamos directamente al dormitorio. Noto en las miradas que Ramón está excitado, deseando tener sexo conmigo. Mientras subimos la escalera voy sonriendo, con una mezcla de coquetería y picardía. Nada más entrar, me descalzo y seguidamente, lo abrazo. Nos besamos con cierta fuerza, jugando con las lenguas de modo algo más brusco que en ocasiones anteriores. Me percato de que tiene prisa o que las ganas le pueden. Intento calmarlo con alguna caricia y roce sensual. Lo consigo en parte, pero sin tardar, me desabrocha la camisa con algo de rápida torpeza.

Mientras me sigue besando, Ramón me acaricia con lentitud el vientre y los pechos. Me deshago de la camisa y cuando le dejo caer al suelo, me besa los hombros. De inmediato, se desabrocha el cinturón y me contempla con una mirada de aprobación.

—Eres preciosa… —me dice en voz baja.

Yo atraigo su cabeza hacia mi cuello y dejo que me lo bese y acaricie. Notos sus manos deslizándose en mi piel con cierta pericia y tranquilidad.

Al día siguiente llegan sus hijos. Además de todas las que me ha dicho, es la razón escondida, pero muy real, para que yo aparente ser una novia casi común y corriente. Los hijos son pequeños y no preguntan. Por nada del mundo quiere Ramón que un comentario sobre mí o las novias de papá pueda ser malinterpretado, o que los niños se hagan una idea que puedan transmitir a su madre, y esta utilizarla en su contra.

—Bastante es que me critica delante de ellos por tener… tantas novias —me dijo riéndose cuando me explicó lo que quería de mí el primer día que llegamos a Sancti Petri—. Es preferible que piensen que eres… pues eso, mi novia. Ya se encargará mi ex de ponerte a parir y a mí a caer de un burro. Y sí, antes de que me lo preguntes, te contesto. Claro que he pensado en que podría estar solo con mis hijos. Lo hago, no te creas. Cuando os vais me quedo con ellos unos días más. Y ha habido veranos en que he estado únicamente con ellos. Pero tengo necesidades…

—No creo que sean solo necesidades… —vuelvo a acariciarle el pelo. Él empieza a besarme otra vez por el cuello—. Te gustaría tener una familia normal. Y te creas una de pega… Y posiblemente, lo haces incluso por tus hijos, para que no tengan esa sensación de que falta algo o alguien… ¿Es así?

—Sí… —de detiene un instante y se queda pensativo mientras me mira—. Eres inteligente —dice en voz baja, un punto distraído, todavía pensando en lo que le acabo de decir—. En serio —se recompone y me mira con los ojos abiertos de cierto asombro—. Y muy intuitiva. Sabes ver en las personas.

Mañana, pienso mientras Ramón vuelve a besarme el cuello, debo ser simpática y agradable con sus hijos. No tengo manía a los niños y me gustaría ser madre un día. Así que, me digo, me servirá de entrenamiento. Y él, me digo a mí misma, se merece tener estos días de tranquilidad y relajación.

Me vuelvo a concentrar en Ramón que poco a poco va ascendiendo en sus ganas de poseerme. Ya voy conociendo sus reacciones y gestos, por lo que le desabrocho algunos botones de la camisa. Le beso en el pecho con suavidad. Él se la quita, arrojándola al suelo, mientras que yo le desabrocho el pantalón y toco su abultada entrepierna. No es mayor, pero tampoco un jovenzuelo, y no parece que le cueste tener una erección con bastante facilidad. Eso me sorprende y, en cierto modo, me halaga porque creo que le excito.

Le noto más animado que otras veces. Más dispuesto a tener sexo y no a hacer el amor. No sé si es el vino, la escena o el simple hecho de que le excito con mi forma de desnudarme o de besarlo. En ese momento dudo si tener sexo con él de forma más procaz y dura, o continuar en el papel de novia de alquiler, con tendencia al mimo y a la suavidad. Decido ir probando, tanteando el tema.

Lo primero que hago es seguir dejándome hacer. Ramón me besa los pezones y me aprieta las tetas. No es un gesto tosco ni bruto, sino de simple excitación. Me recuesto en la mesa de escritorio que tiene en el dormitorio a modo de mueble decorativo. Es de anticuario, me dijo el primer día. Así, en esa postura, le dejo hacer. Sube hasta mi cuello, pasa por mis senos de nuevo y desciende hasta el ombligo. Me baja el tanga, junto con los pantalones. De suerte, ya me había descalzado, porque si no, no hubiera podido quedarme desnuda completamente.

Emite un ligero gemido. Un suspiro de deseo que capto inmediatamente. Le acaricio el pene, pero esta vez con algo más de fuerza. Sonrío ligeramente y le paso la lengua por sus labios, despacio, sinuosa y lasciva. Vuelve a respirar pesadamente y me abraza por la cintura, hundiendo sus dedos, un segundo después en mis glúteos.

Se arrodilla y me besa el ombligo, pero baja hasta mi pubis. Primero me lo masajea ligeramente con sus dedos de la mano derecha. Luego, unos segundos después, acerca su boca. Me pasa la lengua despacio por los labios vaginales y ahora soy yo la que suspiro. No es que me haya dado un gran latigazo de gusto, pero es la costumbre con los clientes. Es mejor que se sientan poderosos, dominantes, hombres en el sentido más animal, y buenos amantes.

Noto de nuevo su lengua y sus dedos que me abren un poco más mi sexo. Apoyo el culo en la mesa y me pongo de puntillas para facilitarle la entrada. Ramón no lo hace mal. No es un experto como Andrés, que en ese momento me viene a la cabeza, y tengo un segundo de malestar por estar teniendo sexo con otro hombre diferente del que quiero. Respiro varias veces de forma pausada y consigo alejar su imagen de mi cabeza. «Es solo trabajo», me repito mientras cierro los ojos y me concentro en Ramón.

Experimento un ligero temblor en la vagina, cuando accede a mi clítoris y lo lame varias veces de forma repetida y constante. Vuelvo a suspirar y esta vez sí es de gusto. Sin ser un gran amante, Ramón no es malo, supera la media y tiene un ritmo que me gusta. Y lo mejor, se esfuerza por agradar y busca tus reacciones y movimientos para acompasarse. No todo es meter y sacar, ni empellones furiosos y acelerados. El sexo es multidimensional, poliédrico, y cada cual tiene sus fortalezas y ventajas. La de Ramón, es la de ser un hombre que acompaña con mimo e interés la excitación de la pareja. Y eso, es importante a la hora de alcanzar el éxtasis.

Le postura es incómoda para ambos, porque no podemos aguantar el equilibrio de forma natural. Le dejo que me penetre durante unos segundos y con una sonrisa le llevo a la cama, mientras termino de desnudarme.

Sin dilación, y también tras quedarse completamente desnudo, vuelve a metérmela. Tiene un punto de ansia, de necesidad animal. Yo quiero que disfrute, que tenga algo más que un mero orgasmo. Eso, sinceramente, se puede conseguir con muy poco. Lo que es verdaderamente complicado es alcanzar esa especie de sintonía que fusiona deseo, cuerpos y disfrute. Pero tampoco quiero hacer algo que le moleste. A fin de cuentas, es un cliente. Vuelvo a decirme la frase de «es solo trabajo» mientras intento acoplarme a sus movimientos.

Opto por intentar ralentizar aquello de una forma natural y simple. Le acaricio el pecho y con la suavidad del roce de la araña de mis manos, consigo que sus caderas terminen moviéndose a un ritmo menos vigoroso. Con mi pelvis, adelantándola unos centímetros, consigo a la vez, que alcancen una profundidad mayor. Creo que acierto, porque aquello le retrasa el orgasmo, pero le aumenta el deseo por conseguirlo. Tras un par de minutos así, Ramón vuelve a agitarse y a acelerar un poco cuando se ve cercano a conseguir la explosión de placer. Pero yo ya sé cómo calmar esa excitación, y de nuevo, con suaves besos y mi lengua, que le roza el lóbulo de la oreja, hago que disminuya otra vez la fogosidad de sus embestidas. Vuelve a decrecer el ritmo de sus caderas y yo escucho sus gemidos, su respiración agitada, deseosa de alcanzar el clímax. Me besa y me muerde la oreja, mueve sus manos por mi pecho, mis caderas, mi vientre. Yo le atraigo hacia mí, apoyando una pierna en su espalda y mi mano izquierda en la nuca. Vuelve a respirar y a suspirar de gusto.

Me arqueo un poco, echando mi cuerpo hacia atrás, mostrándole mis tetas. Él, con premura y excitado, se lanza a chuparme un pezón con ansia. De inmediato cambia al otro. Una vez más, he conseguido calmarlo sin necesidad de palabras o movimientos más allá que la insinuación. Se revuelve dentro de mí y yo aprieto mis paredes vaginales sintiendo cómo se estremece ligeramente y emite un ligero gemido de gusto. Nos besamos despacio y con mi mano derecha le acaricio sus testículos, durísimos y apretados, prestos a explotar.

Abro un poco más mis piernas y con mis manos en sus caderas le incito de nuevo a continuar. Esta vez, no detengo sus movimientos que van acelerando y empujando con avidez. Cierra los ojos y gime con un sonido algo ronco, de mandíbulas apretadas y respiración entrecortada. Su cuerpo se tensa y tras dos o tres empellones más vigorosos y profundos, suelta un pequeño grito al que acompañan unos espasmos de placer.

Se deja caer sobre mí. Ligeramente sudoroso, con el pecho subiendo y bajando en un vaivén acelerado y continuo. Sale de mí y se recuesta boca arriba respirando con profundidad. No dice nada, pero me mira satisfecho.

—No sé qué tienes, pero haces que me corra de una forma brutal…

Veo sus sonrisa y su pelo ligeramente despeinado. Le observo durante unos segundos y veo a ese hombre que, en realidad, no busca sexo, sino conexión. Le acaricio la cara.

—Soy una profesional —le digo con una sonrisa, pero transmitiendo que soy exactamente eso.

Se me queda mirando y mantiene la media sonrisa. Vuelve a respirar y me besa la mano.

—Tienes alma… Se nota —me contesta con suavidad.

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