ITZIA L.P.
Va y viene entre las penumbras de un bosque rumoroso. El crujir de las hojas se acentúa con cada paso que da, de su marcha lenta pero incesante.
El cielo de un gris intenso, está oculto por el follaje, centenas de árboles que se enmarañan, que apenas permiten distinguir el día de la noche y por las que el viento gélido se abre camino con dificultad, vaticinando calamidades para todo aquel que como tú, ronde por la zona.
Lo buscas sin parar, con la esperanza de terminar el martirio. El crujiente sonido se hace más presente, ya no lo soportas, y esas hojas ahora se escuchan como huesos crujiendo debajo de una pesada bota. Tú bota.
Bajas la mirada, pero sólo te encuentras con el suelo, húmedo, tapizado de un forraje otoñal y de piñas del tamaño de una manzana.
Tus pensamientos se distorsionan, ¿Cuánto tiempo he caminado?, ¿qué hora es?, ¿dónde está él?, y tú ansiedad va en aumento, pero no te preocupes, él ya te encontró.
Sigues y sin darte cuenta, marchas lentamente con movimientos lánguidos, mientras tu mirada se pasea en busca de algo más, pero no sabes qué es exactamente. Tu ritmo cardíaco, antes desbocado por el miedo, ahora no es más que un repiqueteo lejano, alojado en tu pecho, casi imperceptible.
El tiempo ya no existe, no para ti, y los cráneos resquebrajándose bajo tus pies ahora son un suave murmullo. Tu conciencia, mente e ideas las sientes ajenas a ti, como si fueras alguien más; los recuerdos de otras vidas te atormentan, y ya no sabes quién eres o qué fuiste, solo tienes la certeza de que necesitas encontrar a otra persona, frágil y vulnerable, tan perdida como tú y abrazarla hasta hacerla tuya.
Tu marcha lenta parece eterna, pero ya no te molesta.
Sigues avanzando, y al notar un lago a tu izquierda, posas la mirada sobre la superficie. En el reflejo del agua descubres a un ser, casi humano, vagamente familiar, de proporciones exageradamente delgadas e incorpóreas, y al mirar sus ojos, hundidos y deslumbrantes como farolas, me veo. Lo encontré, el caminante soy yo.