JOSÉ MANUEL CIDRE

Los colmillos del enorme animal parecían estar a punto de clavarse en los barrotes que le separaban de sus no deseados compañeros humanos. Varios domadores se movían a un lado y a otro agitando y golpeando repetidamente sus látigos.

-Nada. No veo manera de que se calme. Por eso te he llamado. Por favor, profesora ¿Puedes ayudarme? La expresión del joven científico reflejaba verdadera angustia. Cruzaba y descruzaba los brazos a la vez que se apretaba las manos una contra otra.

Su mentora le miraba con una ligera sonrisa de displicencia.

-Dices que el ejemplar acaba de llegar al laboratorio ¿Verdad? ¿Y lo habéis traído todo el trayecto a base de latigazos?

Pues claro. -pensó que estaba bromeando. -¿Conoces otra forma de domesticar a un orangután gris gigante?

La mujer sonrió con más ganas mientras se quitaba las gafas para limpiarlas un poco con un pliegue de su bata blanca.

-Albert, no saques conclusiones precipitadas. Acompáñame por favor a la sala de al lado.

Ambos abandonaron la estancia en la que se encontraban. Los rugidos y golpes de la bestia aderezados con los latigazos contrastaban con la monotonía del blanco brillante de las paredes y la frialdad de las luces led del techo.

Al entrar en la sala las luces parpadearon unos segundos. Al fondo, de nuevo los gruesos barrotes de acero indicaban la inerte presencia de una gran jaula. En su interior una criatura, al principio informe, daba muestras de empezar a moverse.

-¡Otro orangután gigante! Albert se encontraba francamente sorprendido. -¡Y también gris! El volumen de su voz había bajado en virtud del temor que le invadía.

-No te asustes, Albert. Ponte cómodo. Vas a ver cosas que te van a sorprender.

El gran animal nada más ponerse en pie acudió hacia la derecha de su habitáculo donde se encontraba una prominente barra de hierro anclada en el suelo. Agarrándola, al tiempo que miraba hacia arriba abría sus imponentes fauces.

-Mira Albert. Este ejemplar sabe bien lo que tiene que hacer.

Comenzó a mover la barra una y otra vez sin parar de forma que en su boca iba cayendo un líquido brillante y espeso que Albert no acertaba a identificar del todo.

-Prueba y verás.

Metió el dedo en el tazón que le acercaba la profesora. -¿Miel?

Exactamente. Este ejemplar ha sido condicionado con miel desde el principio, desde aquellos primeros años en los que vivía en su hábitat natural. Los investigadores fuimos colocándole muestras de miel aquí y allá de manera que se ha ido, primero adaptando y luego acostumbrando a la miel; en este segundo período fue cuando lo introdujimos en un vehículo hasta que una vez aquí en el laboratorio, se ha convertido en un dependiente. Si quieres, en un adicto…feliz.

-¿Feliz?

-Claro. Es él el que, de buen grado, se dirige hacia la palanca. Sin látigos y sin gritos.

-Desde luego, los movimientos son frenéticos.

-¿Sorprendido? Pues vas a ver ahora algo que te va a impactar.

Con su sonrisa de suficiencia, la profesora se dirigió hacia el centro de la sala. Destapó el protector de seguridad de un gran botón negro y lo apretó con decisión.

Al punto, la miel dejó de manar. El mono continuó con su ahora inútil labor. Los tenebrosos golpes de la palanca se hicieron más intensos a la vez que los fuertes gruñidos de la fiera se entremezclaban con ellos. El frenesí se fue convirtiendo en rabia hasta que el animal pareció detenerse por un momento.

-¡Fíjate ahora Albert!

Un rotundo cabezazo contra la palanca provocó que el mono elevase el volumen de sus gruñidos. Acto seguido empezó a dar saltos y a golpear el suelo alternando los puños y la cabeza.

Albert no pudo disimular un gesto de lástima. Las quejas de la criatura evocaban los lamentos de la bestia herida y el llanto del bebé abandonado.

Fue el momento en que la profesora dio una voz que resonó en la sala a la vez que se acercaba a unos pasos de la jaula con el tazón que había ofrecido a Albert. El orangután se detuvo y acudió raudo. Estirando el brazo por los barrotes todo lo que podía, aún continuaba gimiendo a la vez que su sangre caía por las rejas hasta el suelo. Se diría que de la fuerza que empleaba para estirarse podía llegar a lesionarse el hombro.

-Mira Albert. Este desgraciado nació y vivió en libertad. Fue creado para la libertad. Y ahora está aquí, hecho un guiñapo, suplicando ¿Y todo ello por qué? Por un poco de miel. Ya ni se acuerda de ser libre....Está completamente a mi merced, y sin un solo latigazo.

La conmiseración y la perplejidad se amalgamaban en el interior de Albert de la misma forma que la miel y la sangre caían por el brazo del animal.

Albert decidió llevar a cabo con su ejemplar, el mismo proceso que la profesora había realizado con el suyo, aunque ésta mostraba dudas sobre la efectividad que pudiera tener el ensayo sobre individuos adultos. Al mes llamó a la científica refiriendo dificultades. Su orangután se cruzaba de brazos ante las ofertas de miel. La respuesta estuvo plena de convicción.

-Si el ejemplar rechaza la miel es como si el pez rehúsa el cebo. Tendremos problemas entonces para domesticarlo.

https://habitantedelanoche.wordpress.com/

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