TANATOS 12

CAPÍTULO 1

Lunes, 2 de agosto.

23:45 de la noche.

Recostado sobre una vetusta y chirriante silla de playa admiraba las estrellas. Sentía el césped acariciando la planta de mis pies descalzos mientras me culpaba por no ser apenas capaz de ubicar Venus, Júpiter y un punto de luz nítido que quizás fuera Arturo.

A mi lado, y sobre similar mecedora, mi cuñado David degustaba un gin-tonic con una calma solemne. De fondo canto de grillos y chicharras; sonidos varios que me daban la paz que a él le daba su bebida. Sobre nosotros un aire espeso que solo por momentos permitía apreciar y no maldecir.

—Mañana salimos con el barco. Va a haber buena mar —dijo él, como en una propuesta cerrada, sabedor de que yo siempre me iba a adherir a su plan, pues ambos éramos conocedores, un año más, de que mi estancia de dos semanas en la casa de la familia de mi mujer se caracterizaría por un dolce far niente, en mi opinión, más que merecido.

Se alternaban momentos de largos silencios con otros de cháchara incorregible de mi interlocutor. Yo alzaba la vista, en una mezcla de cansancio y de paz, y mis ojos se perdían en la piscina, iluminada por sus focos sumergidos, y si oteaba más allá mi mirada alcanzaba la casa. “La casa”, siempre llamada así por mis suegros, y en herencia de término y disfrute también por sus cuatro hijas.

“Cuatro hijas. Nada menos”, reflexionaba yo mientras David me hablaba de cómo le había ido a su empresa aquel año: “Siempre beneficios, más o menos, menos o más, pero siempre hacia arriba”, se repetía casi más para sí. Y mientras yo pensaba en las cuatro hijas de aquella casa, precisamente una de ellas, Belén, nos obsequiaba de pronto con su presencia, de manera súbita y fugaz.

Era como si no hubiera pasado el tiempo, un año entero desde mis últimas vacaciones allí, y es que casi podía saber con exactitud qué pasaría en aquella casa en cada momento. Los automatismos. Y es que Belén, la mayor, la más esbelta, con su pelo oscuro y rizado, no demasiado largo, se deslizaba por el borde de la piscina en unos shorts y una camiseta sin mangas que lucía con gracia juvenil a pesar de pasar ya de los cuarenta, y dejaba caer un par de frases, para después posar un pico en los labios de su corpulento marido, el cual apenas se inmutaba, impertérrito, como una especie de rey león frente a su dominio.

Ella iniciaba el camino de vuelta, presta para dormir, cuando David masculló algo que tardé unos segundos en comprender:

—Está demasiado delgada —quedó finalmente resonando en mi cabeza.

—Bah, está estupenda —respondí, utilizando una palabra que me sonó extraña en mí.

—El culo aún lo aguanta, por el gimnasio, pero se está quedando sin tetas —analizaba él a su mujer, como si tal cosa, y a mi mente venía la imagen de sus brazos fibrosos, reveladores de un invierno de bastante ejercicio.

—¿Ana viene el viernes, entonces? —prosiguió él, preguntando por mi mujer.

—Sí, bueno, intentará escaparse el jueves, pero no creo…

—¿La tienen puteada o qué?

—Bueno. Agosto. Inmobiliaria. Imagínate.

David se mantuvo en silencio. Yo sabía que despreciaba el trabajo de Ana y que se mordía la lengua por no sacar el tema. No tenía, digamos, una gran relación con mi mujer. Yo lo asumía. Él era mi cuñado, tampoco mi amigo. Y no llegaba al punto de constituir mayor problema.

—No sé qué pinta ahí —dijo finalmente, sucumbiendo a la tentación de su propia esencia—. Es una conformista. Mira tú, te estaban jodiendo en aquel curro y te montaste… el…

—El estudio de arquitectura.

—Eso, joder.

Se hizo otro silencio. Yo no me veía en la necesidad de defender a Ana. Tampoco había nada que defender: a su anterior empresa le había ido mal y llevaba unos años en una inmobiliaria, nada que ver con su carrera, ni con su formación, pero una vez fuera de la rueda de la consultoría no le estaba resultando fácil volver.

—Hay que emprender, joder. Mira yo —insistía, casi enervado—. Ni estudié ni nada. Todo con mis manitas. De cero —decía, mirándose las manos como si no hablara en sentido figurado y hubiera construido su empresa de logística ladrillo a ladrillo.

—Bueno, te pudo haber salido mal… No digo que hayas tenido suerte, pero…

—Al menos es la que está más buena —soltó entonces, sin haber escuchado mi anterior frase siquiera, y haciendo contonear los hielos de su copa ya vacía de líquido.

Lo miré. Allí. Sentado a medio metro de mí. En casi idéntica posición. Frente a la piscina. Frente a la casa. En bañador y camiseta.

—¿Qué? ¿Te parece mal? —preguntó encogiéndose de hombros.

—No. ¿Por qué me lo iba a parecer?

Él estiró entonces sus piernas, clavando un talón en la hierba y montando un tobillo sobre el otro, y prosiguió:

—Es que incluso la gemela es, pero no es. No sé si me explico.

—Bueno, es que Marta es muy dejada. Son el día y la noche —respondía yo, refiriéndome a la gemela de mi mujer, que se parecía bastante a ella: alta, con pelo rizado, oscuro y largo, poderosa si bien grácil a la vez; pero tan cabra loca, en su forma de ser, en su forma de vestir, que uno quizás no las vincularía si no fuera conocedor de su parentesco.

—Eso es. Justamente… El día y la noche. La pija y la hippie. Mira, la cuarta en discordia —dijo entonces mi cuñado, cruzando y descruzando las piernas.

—¿Qué? —pregunté intrigado, al tiempo que comprendía a qué se refería, y es que nuestra paz se veía alterada entonces por la presencia de Lucía y de su recién estrenado novio.

—¿Cómo se llama ese?

—¿El novio de Lucía? —inquiría yo con una obviedad, mientras ellos, cada uno con su toalla al hombro, y sin saludar, pues ya lo habían hecho horas antes, parecían dispuestos a darse un baño nocturno.

—Sí, el surferito ese.

—Albert.

—¿Albert? ¿Se llama Albert? Pues Alberto para mí entonces —dijo, lleno de razón, y a los pocos instantes le llamó, en un grito contenido, pronunciando una “o” final impecable.

El chico, ya sin la camiseta puesta y con las manos en las escaleras de la piscina, miró hacia nosotros, con cara asustadiza, mientras Lucía ya se metía en el agua con un sigilo obligado, por la hora, derivado de los usos y costumbres.

—Ven. Alberto. Ven —dijo David, serio, pero yo sabía que sonreía por dentro.

El chico abandonaba a su novia y a la piscina y caminaba hacia nosotros, sumiso y expectante.

—Le doblo la edad y es mi casa. Qué cojones —susurró mi cuñado.

—En tal caso será la casa de Belén —le dije mientras aquel chico de pelo rubio y ojos azules, moreno, esculpido y en la plenitud que solo dan los veinte años, se cuadraba ante dos hombres, uno borracho y otro cansado.

—Chaval. Alberto. ¿Sabes hacer un gin-tonic? —le espetó.

—Sí. Claro —respondió con seriedad y con una sorprendente voz varonil.

—Pues hazme el favor, anda —decía David, alargando su brazo para que se hiciera con su vaso.

El chico no exteriorizó malestar alguno, ni por la orden ni por la sorna, y se hizo con la copa de David, dispuesto a entrar en la casa y cumplir con el cometido. Mientras, Lucía, la menor de las hermanas, un claro y entre comillas error, pues era dieciséis años más joven que Marta y Ana y veinte más joven que Belén, observaba la escena plasmando su propia personalidad en aquella conducta: desidia, silencio y apatía.

—Coño, Sergio. No te pregunté si querías algo.

—No, no, qué va. Me iré a dormir en seguida. Estoy cansado del viaje.

—¡Hostia! ¿has visto eso? —preguntó interrumpiéndome, bastante exaltado, pero en un susurro.

Y yo entonces le miré, y vi que sus ojos iban hacia la casa, y solo vi que Albert entraba y que Belén salía.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —cuestioné extrañado.

—Joder, que qué pasa. Que menudo repaso le acaba de pegar a mi mujer. ¿Y esta no se iba a dormir?

Yo le miraba. Y después miraba a Belén que se agachaba al borde la piscina y le decía algo a Lucía.

—¿Repaso? La habrá mirado. Yo qué sé —dije entonces.

—No, no. Hazme caso. Uff… qué bueno —resoplaba David, de golpe inquieto como un niño.

—¿Pero qué bueno el qué? —casi reí de la curiosidad y por verle así.

Belén volvía entonces a la casa y mi cuñado maldecía, hablando para sí:

—No, no… quédate… joder… quédate, Belén, que te mire otra vez… —susurraba y aquello ya me empezaba a dar un mal rollo extraño.

—Estás mal de la cabeza, David.

—Ya… ya… Mira, cuando Albertito el salido me traiga la copa… igual me vengo arriba y te cuento mi… nuestro… último añito. Vas a alucinar. Pero es secreto. No me jodas y me descubras que Belén me mata.

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