ISA HDEZ
Aquella mañana hacía frío. Sus manos estaban entumecidas y doloridas, apenas si las podía mover, pero ello no reprimió su empuje hacia sus quehaceres diarios. Las cabras balaban con las ubres llenas y había que ordeñarlas para después salir a pastarlas en la ladera donde tenía un pedazo de risco negro, que había heredado de sus padres, donde las grajas, negras como la lava, volaban en libertad. En las paredes negruzcas crecían verodes, bejeques, y helechos salvajes, que las cabras retrincaban a peligro de desriscarse, pero siempre escapaban del peligro de aquellos parajes. Casimira, siempre contaba que algún día regresaría sin cabras y su nieta sabía que eso no pasaría porque las cabras le obedecían y atendían a sus órdenes más que si de una persona se tratara. Dely se asombraba cuando las observaba encarapitadas en lugares inaccesibles a las personas. Se levantaba tempranito y se enfundaba en su abrigo de lana, y tras desayunar un tazón de leche, recién ordeñada, con gofio, se iba con su abuela a pastorear las cabras. Durante varios años repitió esas vivencias en las vacaciones de Navidad, y no le importaba la neblina, el frío del monte o la falta de confort. Cuando regresaban de nuevo a la escuela, Dely describía sus vacaciones como si hubiera estado en París. Se sentía afortunada por ello y hablaba con orgullo de su abuela Casimira que tantas enseñanzas le aportó, y, que marcó su vida y, la colmó de valores que no se compran con dinero, relataba henchida a sus compañeras. La luz pálida que se colaba por la rendija de la ventana, y los recuerdos de la infancia la despertaron con los ojos anegados. La invadió la nostalgia y un escalofrío la erizó, como si oyera la voz de Casimira cuando la peleaba para que no se alongara a la ladera ni corriera tras las cabras por temor a que le pasara algo insalvable. ©