ESTHER RGUEZ
Las galletitas de albaricoque caían de la bandeja y se esparcían por la mesa. Infinidad de dedos ansiosos se abalanzaron sobre ellas como las garras de una alimaña desesperada sobre su presa. La abuela insistía en que las comieran despacio, pero los niños las devoraban con impaciencia.
De pronto, la mamá de Ángel salió de la cocina, iba ataviada con su vestido estampado de volantes, el que solía ponerse en las ocasiones especiales. Portaba en sus manos atezadas una enorme tarta de chocolate en la que sobresalían ocho velitas que se erguían encendidas. María se dirigió al patio, se inclinó con cuidado sobre la mesa que habían colocado en el centro y la depositó junto a la bandeja de galletas vacía.
La algarabía estrepitosa de los niños se hizo patente. Entonces, Ángel se acercó a su madre, le cuchicheó algo al oído y, minutos más tarde, abrió la boca, inspiró profundamente y, con un gran soplido, apagó las velas. Todos comenzaron a aplaudir. El niño, emocionado, recibió innumerables besos de algodón. Rápidamente, se vio rodeado de regalos envueltos con papeles de diferentes colores: rojos, azules, amarillos…
De pronto, un gran rugido los sobresaltó. El monstruo, que había permanecido dormido, despertaba y se revolvía con furia. Poseía grandes bocas que escupían inmensas llamaradas de fuego que corrían montaña abajo como cascadas resplandecientes.
─Mamá, el monstruo ─grito Ángel.
En el suelo quedaron pisoteadas las guirnaldas de colores, los juguetes, la piñata, las risas, los recuerdos, la vida…