IRENE DE SANTOS
Todos los vecinos del pueblo buscaron refugio cuando vieron un enorme camión descender despacio la cuesta hacia la plaza principal una espléndida mañana de abril. Pensaron que su dueño, Avelino, había olvidado asegurarlo con una piedra y que la gravedad había obrado su magia desplazándolo calle abajo, pero cuando tomó la última curva del camino con suavidad, se detuvo frente a la tienda y se apagó corrieron hacia la iglesia buscando la protección divina, pensando que aquello tenía que ser obra del demonio, como no podía ser de otra forma en la encantadora villa rural de Santa Ana del año 45.
Sin atreverse a acercarse demasiado, los policías aguardaron hasta que la puerta se abrió y del habitáculo descendió un niño, quien cerró la puerta y echó a andar decidido hacia la tienda. Buscaba a su padre, que había ido al pueblo temprano a comprar suministros. El niño se llamaba José Silva, tenía 11 años, y pensó que su padre no podría regresar a casa cargando las compras sin su camión, entonces, decidió llevárselo.
No llegó a entrar a la tienda, antes fue interceptado por uno de los policías que, sin dejarlo pronunciar palabra, lo llevó hasta la puerta de la escuela y se lo entregó a la maestra. En vano intentó el pequeño explicar que tenía que ir a la buscar a su padre a la tienda para entregarle las llaves, todo lo que recibió por respuesta fue un buen jalón de orejas y una visita guiada a la oficina del Director, quien tampoco se compadeció de sus lágrimas ni mucho menos de sus explicaciones, limitándose a tomar una vara de madera, pedirle que extendiera las manos con las palmas hacia arriba y soportara como un hombre su castigo impartido en cinco sonoros golpes. Luego lo mandaron a pararse de cara a la pared hasta que su padre viniera a buscarlo.
Mientras, la maestra había ido a buscar a los policías para pedirles que le avisaran al padre del niño, quien ausente de los eventos matutinos se encontraba aún en la tienda, y le dijeran que las llaves de su camión estaban en la oficina del Director de la escuela.
Avelino no lograba entender lo que le decían los policías, ¿cómo podía ser su camión el que estaba estacionado frente a la tienda si él lo había dejado en casa asegurado con una piedra para evitar que rodara cuesta abajo? Cuando acompañó a los agentes del orden afuera y lo vio se limitó a darles las gracias y se dirigió a la escuela. Sospechaba lo que había ocurrido y no podía evitar que una sonrisa indiscreta acudiera a sus labios. En ese momento era el padre más orgulloso del mundo.
Cuando entró a la oficina recorrió el lugar buscando a José. Lo encontró en una esquina y por los espasmos de su cuerpo adivinó que estaba llorando. Se acercó a él ignorando al resto de los presentes, se inclinó para quedar a su altura mientras buscaba alguna lesión. Le habló con ternura.
-¿Estás bien? –le preguntó, pero el niño estaba tan asustado que no podía hablar, se limitó a asentir con la cabeza. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo entregó mientras añadía –no te preocupes, tú espérame aquí, en un momento nos vamos.
Cuando Juan tomó el pañuelo Avelino vio que tenía las manos enrojecidas. No fue necesaria ninguna explicación. Desde sus casi dos metros de estatura y con la cara contraída en un rictus de desprecio se dirigió al Director.
-Me dijeron que usted tiene las llaves de mi camión.
-Así es, siéntese, por favor. Verá, su hijo vino conduciendo hasta el pueblo, poniendo en peligro las vidas de todos. Le exijo que lo castigue severamente.
-Lo que necesita es una buena paliza –acotó la maestra, quien había seguido los pasos de Avelino.
-Pero no ocurrió ninguna desgracia que lamentar, gracias a Dios –respondió Avelino mientras fijaba la vista en la vara de madera que descansaba olvidada sobre el escritorio.
-Pero ha podido pasar lo peor. Su hijo está expulsado toda la semana, que no venga hasta el próximo lunes.
-Descuide, así se hará. Ahora, ¿me puede entregar mis llaves, por favor? –pidió mientras se levantaba dando por terminada la conversación.
El Director le devolvió las llaves. Cuando las tuvo en la mano, Avelino añadió.
-No le vuelva a pegar a mi hijo nunca más, ni a este ni a ninguno de los otros, ellos tienen un padre y una madre para reprenderlos.
Fue hasta donde José lo aguardaba temblando como una hoja, puso una mano sobre su hombro y lo guio hacia la puerta. Antes de salir le dirigió unas palabras a la maestra.
-No me diga cómo criar a mis hijos y yo no le diré a usted como criar a los suyos.
Salieron de la escuela, se dirigieron hacia el camión, se subieron a él y cerraron las puertas. José ya no lloraba, estaba más tranquilo, pero su expresión denotaba confusión, no entendía lo que había pasado.
-¿Tú trajiste el camión hasta aquí? –preguntó Avelino.
-Sí, papá –respondió bajando la mirada.
-¿Por qué lo hiciste?, ¿pasó algo en la casa?, ¿mamá está bien?
-No pasó nada, mamá está bien, es que yo salía para la escuela y oí a mamá decir que usted había venido a la tienda y vi el camión en el patio y pensé que usted no iba a poder llevar la compra para la casa y le quise traer el camión para que usted pudiera regresar con todas las cosas.
-Mi José, así eres tú, siempre pensando en los demás. ¿No te dio miedo venir tú solo manejando?, ¿cómo hiciste para alcanzar los pedales?
-No, no me dio miedo, no pensé en eso. Tuve que ponerme de pie, porque si me sentaba para pisar los pedales no veía la carretera, pero parado podía ver el camino y pisar los pedales –respondió con una chispa de genialidad en la mirada.
-¿Pero quién te enseñó?, ¿alguno de tus hermanos?
-No, papá, yo solo hice lo que hace usted.
-Y lo hiciste muy bien, yo no lo hubiera hecho mejor –respondió el padre orgulloso. –Mira, tu no hiciste nada malo, pero es mejor que no lo vuelvas a hacer más, porque ahora no vas a poder venir a la escuela hasta el lunes. Además, es mejor no buscar problemas, porque todavía no tienes edad para llevar el camión, aunque sepas cómo hacerlo necesitas ser mayor y tener un permiso.
-Sí, papá, lo que usted diga.
-En cuanto a la semana de expulsión, vas a tener que venirte conmigo a trabajar hasta que puedas regresar al colegio, no queda más remedio –añadió con un guiño cómplice.
Y la cara de José se iluminó como si le acabaran de hacer el mejor regalo del mundo, y en cierto modo así fue, no solo lo excusaron de ir a la escuela -que no le gustaba-, sino que además acompañaría a su padre, eso, para él era lo mejor que le hubiera podido pasar en la vida.
Ya las manos no le dolían.
Mibitácoradigitalirenedesantos.com
Tierno y comovedor
La simpleza enaltece tu relato, colega de la pluma
Shalom
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