ALICIA RGUEZ
Subimos los peldaños de la guagua, una Studebaker de color amarillo, nos dirigimos hacia el asiento que estaba más próximo al conductor y nos acomodamos en el desvencijado sillón rojo. El cochero era un señor menudo y con una inmensa cicatriz en su ceja derecha. Tenía los ojos vivos y alegres como dos pequeños luceros. Llamaba la atención un espeso bigote canoso, corto y con las puntas recortadas. Era un señor muy amable. Inmediatamente, nos ayudó con nuestros bultos y los colocó en el portaequipajes situado en la parte superior externa de la guagua.
De repente, se oyeron sus gritos nerviosos.
─¡Señores, nos vamos!
El vehículo partió con furia y los viajeros que permanecían de pie, asidos a la barra de madera cilíndrica, prorrumpieron con improperios dirigidos al conductor.
Irene, rendida ante los primeros traqueteos del vehículo, quedó dormida rápidamente.
No paraba de pensar en las instrucciones que me había dado Andrés: recuerda la contraseña del guía, salid de la casa después de las doce, comprueba que no haya intrusos… Me retumbaban las órdenes en la cabeza. Sentía punzadas agudas que no me dejaban pensar con claridad. Por un momento, quise bajar del vehículo y echar a correr. Solo quería volver a casa.
─El plan es perfecto, no tengas miedo.
Andrés había pronunciado esas palabras la noche anterior.
Después de dos horas de viaje, llegamos a la parada prevista. Llovía. El cielo estaba cubierto de inmensos nubarrones plomizos y la niebla lo inundaba todo. Pude distinguir, a través de los cristales empañados, un enorme árbol, un inmenso paraguas verde que cobijaba a una mujer que estaba bajo su abrigo.
─El Drago Milenario ─susurré.
Una vez que el vehículo se detuvo por completo, la mujer, que permanecía resguardada en una oquedad del tronco de aquella descomunal planta, se dirigió hacia donde estábamos nosotras. Llevaba una gabardina tres cuartos de color verde oscuro, unas botas de caña alta, negras, y un paraguas del mismo color. Sus pasos eran rápidos y firmes, tenía la cara completamente mojada. Al acercarse, descubrí una enorme mancha violácea que ocupaba parte de su mejilla izquierda.
─¡Hola! Debes de ser Esperanza, te he reconocido por la niña ─decía atropelladamente aquella mujer de ojos azules diminutos y mirada piadosa.
─Sí, conviene que nos vayamos de aquí, no quiero que la niña se enfríe. Estamos caladas ─le respondí desazonada.
Pronto llegamos a la casa, cruzamos un pequeño jardín exterior en el que pude distinguir: tabaibas, brezos, palmeras, además de otras plantas ornamentales. La vivienda estaba situada a escasos metros de la parada, era una mansión señorial de dos plantas con una imponente balconada cerrada con cristalera. En la segunda planta destacaban las cuatro ventanas de guillotina que presidían la fachada. Rápidamente me percaté de un escudo que estaba al lado de la puerta principal.
─¿Qué significa?
─Es el blasón de la familia, ya Andrés te explicará con más detalle. Ahora cenarán, les espera una noche dura ─ordenó sin dar más explicaciones.
─Aún no me has dicho tu nombre, Andrés me comentó que eras una vieja amiga, que confiara en ti ─añadí con un tono más relajado.
─Me llamo María, soy el enlace y no quiero problemas. Las órdenes son claras. A las doce y cuarto vendrán a recogerlas, llamarán a la puerta, dirán la contraseña y abrirás. Las acompañarán hasta un tubo volcánico peligroso, no debes adentrarte demasiado, hay una red de galerías laberínticas y puedes perderte. Allí habrá más gente. Permanecerán en el lugar hasta que el patrón avise. Bajarán hasta la ensenada y, una vez en la playa, la falúa las llevará hasta la balandra. Saldrá bien. Andrés ha organizado hasta el más mínimo detalle.
Muy buen relato.
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