LOLA BARNON

Prólogo

Las chicas como yo nunca

besamos en la boca

(Vicky)

Las putas no besamos en la boca nunca. O casi nunca. Y si lo hacemos con un cliente, mentimos. Lo cierto es que muy pocas veces decimos la verdad. Aunque con quien estemos esa tarde o esa noche sea agradable o nos caiga bien. Es inevitable pensar en un sentido estrictamente monetario y evitar contactos que puedan significar, aunque sea mínimamente, otra cosa. Y un beso, en ocasiones, es mucho más íntimo que acostarse con alguien.

Un cliente es lo mismo que un fajo de billetes. Nada más. Ni tampoco podemos permitir que traspase esa línea. Una hora, una noche. Sexo, conversación, paseos por la playa, cenas… Lo que sea, pero monetizado.

No somos mujeres normales, aunque tengamos como todo el mundo, sentimientos o ilusiones. En mi caso, todo lo que yo considero como el inicio de mi vida en la prostitución, viene de mi familia. O de lo que a duras penas puedo llamar así. No conocí a mi padre. Las pocas veces que mi madre me contó algo sobre él, siempre me dijo que era un hombre muy apuesto, de una gran familia y que no podía hablar porque se formaría un escándalo mayúsculo. Tonta de mí, yo me lo creí… Hasta que, con doce años, supe la verdad. Mi padre era parecido a mi madre. Alguien sin futuro y un pasado turbio. Al parecer, con alguna condena en firme y una huida a algún país sudamericano. Ni siquiera lloré cuando lo supe. Creo que fue tanto el impacto de conocer la realidad, que me dejó absolutamente noqueada, impactada. Incapaz de reaccionar.

Las malas noticias y el mal fario me han perseguido siempre. Nunca he dejado de tener mala suerte o, muy posiblemente, mi pasado es el que me persigue sin descanso. Seres como mi madre, mi padre o Marcelo, han marcado mi vida. Y lo siguen haciendo…

Fui su puta preferida. A la que más ayudaba y protegía. Me pagó las tetas, me vistió y consiguió meterme en fiestas y en buenos clientes. Es cierto que le pagué con información y su parte de mis tarifas. Pero él, tengo esa sensación, siempre quiso más. Follamos tres o cuatro veces. A mí no me gustaba, pero sentía que le debía aquello. Sin esas tetas, sin el acceso a las fiestas y a los clientes de pasta y a los palos que dábamos, hubiera ganado menos dinero. Lo malo es que no ahorré nada. Igual que el dinero entraba, se iba en ropa, vicios, juergas de noches eternas, gastos interminables y absurdos…

Pero había salido del barrio y a mis ojos, esa vida viciada de crápula, parecía suficiente. Para mí, constituía un triunfo. Mi madre, ya adicta a casi todas las sustancias ilegales que uno se pueda pensar, tal y como yo me imaginaba, nunca ha sido capaz de salir de ese pozo. Siendo yo muy pequeña, unos ocho o nueve años, ya tenía que hacerme la cena. Un bocadillo con lo que pillara por casa y un vaso de leche si aquel día había en la desvencijada y destartalada nevera que teníamos. Otras veces eran los vecinos los que me ayudaban y entonces, cenaba o comía mucho mejor.

A los trece, un chico de diecisiete, me penetró. No era consciente de lo que hacía, y me sentí muy sucia por dentro. A los catorce, lo hice con otro chaval mayor que yo. Sentí lo mismo que ser una mercancía. Un polvo y nada más. Yo no lo sabía entonces, pero ahora sé que buscaba una especie de novio que me sacara de las cuatro paredes y de la mierda que me rodeaba.

Iba al colegio, como todos los chicos y chicas de aquel marginal barrio. Y recuerdo que me gustaba, más que nada porque salía de aquel infierno de cincuenta metros cuadrados, sucio y miserable, que era el apartamento donde vivíamos mi madre y yo.  

Tuve que ver a muchos hombres en el dormitorio que ella ocupaba. Entraban o salían subiéndose la bragueta, con prisa lasciva y suciedad en las pupilas. Vi muchas veces a mi madre extender la mano y coger los billetes arrugados y sórdidos, que le tendían con la mirada esquiva. Pero ni así salíamos de aquel agujero porque todo el dinero que caía en sus las manos, se lo esnifaba, pinchaba o fumaba.

Yo, mientras aquellos hombres sacudían el cuerpo de mi madre con embestidas y bufidos, me concentraba en ver la televisión, porque así se amortiguaban los gemidos y el sonido del somier de aquel dormitorio. Veía a gente que presentaba los deportes, los programas de variedades, los concursos… Y decidí con esa edad, que debería haber continuado siendo infantil, pero que en mi caso se había endurecido como la lápida de un cementerio, que yo también saldría por la televisión. Un día, recuerdo, vi a unos reporteros haciendo una entrevista a un vagabundo al que conocíamos del barrio. Luego salió doña Maruja, la que regentaba el bar que puso su marido, un día desaparecido en un camión, camino de algún lugar de Europa. También Matías, el del supermercado, o Rogelio, el taxista. Y entonces fue cuando quise ser periodista, aunque no supiera bien que aquella palabra encerraba unos estudios y una formación.

También me acuerdo de que otro de aquellos días vi a Saray, una chica del barrio, vestida con ropa cara. Era algo mayor que yo. Tendría unos dieciocho años y se dejaba ver con un macarra de discoteca poligonera y coche tuneado, pero que al resto de miserables del vecindario nos parecía algo parecido a un marqués. Caminaba delante de nosotras, vestidas todas de mercadillo y ropa de la beneficencia, como si fuera una modelo de pasarela. A mí me parecía que aquella chica estaba cerca de su primer ascenso social, y la envidiaba.

—Joder, lo que hace ser guapa, tener un buen cuerpo y chuparla bien…

Las palabras de mi madre me supieron a suciedad y a envidia. Le comenté a mi madre mis impresiones sobre Saray y ella me contestó con ese comentario grosero y despectivo. Aquellas palabras me dieron que pensar. En mi cabeza ya bullía salir de allí, de ese piso, del barrio, de mi mísera vida, de los sonidos del somier cuando mi madre se encerraba con aquellos hombres o de cuando se drogaba delante de mí sin apenas ya vergüenza. Quería irme en cuanto pudiera.

No soy tonta y entendí inmediatamente que aquella frase de mi madre hacia Saray, significaba optar a unos beneficios monetarios extras a través del sexo. Ella los usaba para seguir drogándose y bebiendo. Saray, en cambio, para vestir a nuestros ojos de barriada mísera, como una princesa. Y esa era la diferencia. Saray, yo me decía a mí misma, terminaría marchándose del barrio —como así fue— mientras que mi madre, seguiría puliéndose el sueldo de los muchísimos empleos a los que se iba reenganchando, y los billetes sacados de acostarse con multitud de hombres, en venenos que se metía al cuerpo. Ella, como en efecto sucedió, nunca saldría de aquellas calles de mierda…

Así que, incluso animada por el ejemplo de mi madre, me dije que el fin justificaría cualquier medio para salir de allí. No me pareció tan mala idea lo de chupársela o follarme a alguien. Al menos, me parecía útil para mis propósitos.

Mi primer cliente fue un repartidor de cerveza de los bares de la zona. Quince euros por una mamada, y con ellos me compré la camiseta de marca más bonita del mercadillo —aunque falsa, por supuesto—. Yo estaba feliz, pero no me duró mucho. A los doce o quince días, me la quitaron en un descampado unos navajeros de poca monta del barrio adyacente al nuestro, tan pobre y mustio como el que vivíamos. Intentaron violarme, pero, por fortuna, pude escaparme corriendo. Al día siguiente, cuando lo conté en el bar, hubo un conato de venganza provocado por mis conocidos, para ir al barrio rival a buscar pelea. Tenía diecisiete años recién cumplidos…

Mi madre, por aquel entonces, había vuelto a recaer de forma absoluta en la cocaína y el crack que se fumaba casi a diario. Vivíamos con un camello de poca monta y chulería inmensa, que le cambiaba dosis por polvos. Una tarde que mi madre estaba muy colocada, aquel hijo de puta intentó violarme, quizá también puesto hasta las cejas. O no, daba igual. Me escapé como pude a la calle, llorando de rabia y de fatalidad. Era ya la tercera vez que intentaban abusar de mí. La primera fue con trece años. Una pareja —ocasional como todas— de mi madre, que cuando esta bajó al supermercado a por leche y pan, me intentó penetrar. Solamente el ruido de mi madre entrando por la puerta y abriendo con las llaves, me libró. Tuve suerte, pero mi existencia ya quedó marcada. Luego, los quinquis del descampado y, finalmente, aquel chuloputas.

Pocas semanas después de aquel nuevo intento de violación, me fui de casa, abandoné el colegio y me juré que no volvería nunca más por allí. Vagué por Madrid y tuve que dejarme follar por los euros necesarios para poder alquilar una habitación en una vivienda llena de sudamericanos, marroquíes, chinos y chinches.

Al final, harta de que me robaran lo poco que conseguía en trabajos de miseria, yo misma me presenté en los servicios sociales para que me buscaran una casa de acogida. Cuando la juez me preguntó si quería volver con mi madre, dije que no. Además, en ese momento, ella estaba pendiente de juicio por un robo con violencia en un piso. Pasó seis meses en la cárcel cuando dictaron sentencia, unas semanas más tarde. Y así, fui encadenando casas de acogida. Padres ficticios buenos, malos, preocupados y atentos, o simplemente, neutros a mi existencia.

Así estuve hasta los diecinueve años, viviendo falsas navidades y sintiendo que siempre sobraba. Por lo que, un día que podía haber sido cualquiera, me fui por mi cuenta y busqué trabajo. Hice de todo: repartidora, reponedora en un supermercado, comercial de pisos… Incluso con veintitrés años colaboré en una revista digital haciendo fotos y escribiendo algunas chorradas. Siempre se me dio bien la ortografía porque leía mucho. Todo lo que caía en mis manos y que me hacía olvidar mi mundo de mierda.

Pero el dinero nunca era suficiente, por lo que recurrí, como hacía mi madre, y en una estúpida pirueta grotesca y malvada del destino, a utilizar mi cuerpo de forma regular, y así completar el dinero para vivir. Intenté matricularme en periodismo, pero por algunas razones administrativas, de currículum, de edad… no lo conseguí. Así que, olvidé mis sueños de ser reportera de televisión o periodista de redacción, y me metí a lo único que sabía hacía bien y que los hombres buscaban. Soy guapa y tengo un cuerpo al que la naturaleza ha dotado de una genética espectacular. Empecé a cuidarme, a no comer a deshoras, a tener tranquilidad con los porros, el alcohol y alguna raya cuando salía de fiesta. Me obligué, en definitiva, a que, si aquella carrocería era mi salida hacia ese ansiado mundo mejor, debía esmerarme en tenerla siempre a punto.

Con veinticinco años, cuando ya podía haber optado a entrar en la universidad y estudiar eso que tanto me atraía, ya estaba atrapada por el dinero fácil y constante que me venía por ser puta. Y poco a poco, lo fui olvidando, perdiéndome en camas ajenas, sonrisas falsas y folladas mercenarias.

Hasta que llegó Andrés a mi vida.

A él, sí lo besé en la boca.

Lo primero que me llamó la atención fue que era muy guapo y que tenía una mirada azul limpia y cercana. Yo me acababa de mudar a un apartamento de dos habitaciones en un bloque residencial. El alquiler era asequible y el dueño se dejaba hacer alguna mamada que me descontaba del pago. Hubo meses en que me debería haber debido dinero, pero me compensaba. A mí, en realidad, no me costaba nada y él, un viudo de cincuenta y siete años, le bastaba para poder tener una vida sexual a sus propios ojos satisfactoria, aunque en realidad fuera defectuosa y de pago.

Andrés, como digo, es un hombre muy guapo. De personalidad tranquila, sosegada y con seguridad en sí mismo. Recuerdo cuando me confesó que era escort, lo mismo que yo. Fue el día que me habló de su hijo, enfermo y sin solución. Cómo debía trabajar a destajo para pagar los tratamientos y análisis que desde Estados Unidos le enviaban muchas semanas. Un tratamiento caro y experimental al que se agarraba con la esperanza del náufrago en una tabla solitaria.

El caso es que, poco a poco, nos hicimos cercanos. Él entendía mi vida, las necesidades y características de nuestra profesión, y así ambos nos ayudábamos. Yo sabía también el sufrimiento que padecía por su hijo y lo hundido que estaba cuando ya se fueron acercando los últimos días de aquel pequeño.

Andrés no conoce todos los rincones oscuros de mi vida. Algunos sí he sido capaz de contárselos, pero otros, no. Sobre todo, cuando estaba con Marcelo. Porque aquella etapa me persigue y tengo el presentimiento de que un día, tarde o temprano, me alcanzará. Robé, engañé, me aproveché y en alguna ocasión fue una verdadera hija de puta. Hoy, lamento mucho haber actuado así, pero no puedo borrar mi pasado. Y siento que, a veces, me sigue detrás de mi nuca. Tengo la extraña premonición de que un día volverá y me atrapará de nuevo.

Miro a Andrés que está dormido en la cama. Ayer regresó de Italia e hicimos el amor. Como dos adolescentes enamorados. Se me escapa una lágrima cuando pienso que no sabe todo de mí. Pero no me atrevo a decírselo porque tengo miedo a que me rechace.

Hace tiempo que no sé nada de Marcelo. Hasta ahora me he librado porque él está en la cárcel, condenado por dar una paliza a un camello de poca monta que le había engañado. En realidad, aquel veterano camarero que me ayudaba y yo, se lo dijimos a la policía. Mi pretensión era, simplemente, librarme de él. Ni siquiera fue quien golpeó a ese chico, pero todos, aunque de forma protegida, testificamos que sí, que en efecto había sido él. Además de eso, le encontraron droga suficiente como para que no pudiera alegar consumo propio. Se la metimos en el coche, aquel veterano barman y yo.

Pero, si mis cuentas no están mal, le queda poco para salir. Muy poco…

Y tengo malos presentimientos.

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