PATRICIA TORRES
El miedo se origina en un pequeño órgano escondido en alguna parte obscura y
desconocida del cerebro. Al activarse, la amígdala cerebral puede despertarlas más
alucinantes sensaciones físicas y mentales. Puede paralizarnos o poner en marcha
nuestro instinto de sobrevivencia.
Tenía 7 años cuando lo experimenté por primera vez. Íbamos a casa de los abuelos;
cuatro interminables horas en medio de la nada. De pronto, un gigantesco y
destartalado tráiler se asomó entre los cerros y nos bloqueó el paso. El imponente
bus en el que viajaba se volvió un enclenque juguetito que zigzagueaba sin control
por la carretera. Los gritos de mamá estallaban mis oídos y la mirada de pavor de
papá cubriéndonos, me generaba escalofríos. Aún sin ver nada y bajo sus cuerpos,
escuchaba con claridad la explosión de gritos cada vez que el bus parecía acercarse
al borde del río. Eran como bombardas, una tras otra, sin cesar. Luego, cuando por fin
el bus parecía volveral camino, los rezos y súplicas en diversas tonalidades. Una más
angustiante que la otra.
La sensación de terror me recorría. Me sujeté a los brazos de papá con
desesperación, tomé la mano de mi hermano menor con fuerza y sus pequeños
dedos se perdían entre los míos; seguro también sentía mucho miedo. Fueron
minutos interminables, quizá segundos, no lo sé. El tiempo parecía detenerse en
instantes eternos y mi cerebro se divertía llevándome a lugares desconocidos.
Imaginaba a mamá con un vestido negrode vuelo, llorando sin consuelo junto a una
tumba con flores blancas frescas alrededor y, sobre el pasto amarillo de otoño, una
lápida gris con mi nombre. Logré ver mi rostro dentro del ataúd. Mi expresión era de
dolor, mis dedos estaban anudados y amarillos, tan semejantes a las raíces secas
de las enredaderas en la casa de la abuela. Miles de pensamientos venían a mi mente.
Las imágenes pasaban frente a mis ojos sin control.
Quizá al caer al río papá trataría de salvarme y yo, torpe en el agua, en un esfuerzo
inútil por salir a flote, le impediría hacerlo y entonces, cansado, dejaría de luchar.
Mi cuerpo flotaría días y días antes de ser hallado. ¡Cuánto dolor les causaría a
todos! ¿cuánto tiempo me buscarían?; una semana, un mes,un año. Mamá de seguro
viviría esperándome el resto de su vida.
Tras el impacto lateral del bus, el ruido ensordecedor de las ventanas hechas trizas
me sacó del trance. Luego, un silencio aterrador seguido de gemidos y gritos de
dolor interminables lograron despertarme. Me negaba a imaginar los rostros que
emitían esos gritos. Mi cerebro, terco, volvía a jugar uniéndolos como un
rompecabezas. El olor a miedo lo invadía todo.
El grito más chirriante seguro sería el de una niña. La pequeña de sonrisa pícara dela
fila para abordar que mostraba orgullosa el espacio entre sus dientesy que brincaba
entre la gente con una felicidad descomunal. Sin duda, el grito más débil sería de
aquel hombre alto, encorvado y extremadamente delgado que iba sentado frente a
nosotros. Ese hombre nos había observado durante todo el viaje. Quizá le
recordábamos a su familia o quizá ya no tenía familia y por eso nos miraba con
nostalgia.
¿Los gritos entrelazados a quiénes les pertenecerían? Sentía pavor que fueran de
papá y mamá.
Cada grito o cada silencio me volvían a la realidad. Yo permanecía bajo los cuerpos
rígidos de mis padres y abrazando de la misma forma a mi hermano, sin soltar su
mano, apretando como si fuera la única manera de mantenerlo a salvo. Entonces, la
voz agitada de mamá susurró mi nombre y la luz tenue y cálida entró a ese pequeño
refugio que armaron para nosotros. Papá, con la voz entrecortada, preguntó si
estábamos bien. En medio de un llanto contenido, nos abrazamos con desesperación.
Las lágrimas se mezclaban consudor en nuestros rostros. Estábamos vivos. Muchos
ya no lo estaban. El hombre y la niña tampoco lo estaban.
Muy bien descripta la situación imprevista, El miedo más temido, la cercanía de la muerte, juega un papel imprescindible en el relato.
Mis felicitaciones, colega de la pluma.
Van abrazotes, Patricia
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