Mi playa no existe más.
Se quedó desierta, devastada.
Mis huellas, y las de alguien más,
fueron arrastradas, borradas
por una tormenta implacable,
inesperada.
Los arbustos ya no existen, las flores tampoco:
Una rosa blanca y otra roja,
gardenias y jazmines ya no exhalan su aroma,
ya no habrá guirnaldas que poner en mi cabeza.
Mi playa no existe más.
Todo destruido quedó, la calma se fue,
y las quimeras se alejaron gozosas,
al ver la playa desierta, destruida;
escondidas y satisfechas están.
La tormenta arrasó con todo.
Mi playa no existe más.
Ya no volverán mis pisadas
a dejar sus huellas, porque a mí
también me arrastró la tormenta
inclemente, fría, como algunos
corazones que no saben del perdón.
Mi playa no existe más.
Ya no escucharé el rumor del mar
entrando y saliendo de mi playa al atardecer,
con esas suaves olas de una marea embriagante.
Fui tirana, sí, que no dejó huella
en los corazones fríos, duros, irascibles,
de una humanidad perfecta, pero
insensible.
Mi playa no existe más.
Ya no habrá ese espacio de alguien
que, sin estar, estaba en mi playa;
la tormenta destruyó todo.
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