TANATOS 12

CAPÍTULO 25

Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para controlarme y dejar de atosigarla, pero era consciente de que ya no tenía sentido insistir, y volví a sentir la injusticia de que ella tuviera que ser la que aguantara sus envites. Llegué a pensar en escribir yo algo allí, por primera vez, pero tampoco conocía mi nivel de autorización para tal cosa.

La tarde de trabajo fue un suplicio. Miraba el teléfono compulsivamente. Y llegué a casa y María aún no estaba. Sentía un sofoco constante. No sabía nada de ella. No sabía si había hablado más con Edu. Suponía su negativa, pero todo iba tan deprisa que hasta me costaba descartar nada.

Me metí en la ducha para no pensar y sucedió lo contrario. Y mi mente volvía a que María era la que soportaba todo, la que había soportado el peso de todo el juego en realidad, si bien también era cierto que la decisión final siempre era suya, de tal manera que la presión venía acompañada de autoridad, cosa que yo, por el contrario, era un espectador sin poderes… lo cual no entrañaba tantos riesgos, pero quizás me hacía vivir en una incertidumbre mayor.

Salía de la ducha cuando escuché unos ruidos. Tacones. Tacones y nada más. Era María que llegaba. Escuchaba cómo entraba en nuestro dormitorio y yo hacía tiempo encerrado en mi cuadrilátero vaporoso, como si no tuviera el valor de enfrentarme a su decisión final.

Me sentía ciertamente acobardado, y la escuchaba trastear en el armario, cambiándose de ropa. Y yo me lavaba la cara, y mi corazón bombeaba sangre, mientras los sonidos me indicaban que ella se iba al salón.

Y yo me planteaba qué quería yo. Y no lo sabía. Quería todo y nada. Quería a María abrazada a mí en nuestro sofá. Y la quería… con Víctor, con Edu o… realmente casi con quién fuera. Y sentí que si bien había evolucionado en ciertos aspectos derivados de aquella locura, no había avanzado nada, o no había cambiado nada, mi sentimiento de culpa por saber que la quería entregada.

Salí finalmente del cuarto de baño y fui hacia el dormitorio. Me vestí con un pantalón corto y una camiseta y me armé de valor para ir al salón y hablar con María.

Caminaba por el pasillo y llegué a pensar que el lenguaje corporal y hasta la ropa que vistiese María podrían ser suficientes para indicar el veredicto.

Aparecí por la puerta y María vestía un camisón negro lencero y finísimo. Me alarmé.

Caminé hasta el otro sofá. María seguía levemente pintada, pues no había pasado por el cuarto de baño. Veía la tele, desganada, con sus piernas cruzadas. Aún no habíamos pronunciado ni media palabra.

Todo constituía un presagio que era positivo y negativo. Miré mi teléfono y no había noticias de Edu y pasaban un poco de las nueve de la noche. Con mi corazón bombeando sangre de tal manera que me afectaba a la respiración, dije:

—¿Has hablado con Edu?

—No —respondió, sequísima.

—¿Entonces…?

—Entonces nada, Pablo —contestó aún más cortante.

De golpe me vi, nos vi, mirando hacia un televisor que no nos importaba lo más mínimo. Y pensé que igual había errado, y su camisón era simplemente su camisón, y seguir pintada simplemente obedecía a que el cuarto de baño había estado ocupado. Y no sabía si me alegraba o no.

Pasaban los minutos, como si constituyeran cada uno un cubo de aire denso que no dejaba respirar, y yo no sabía qué hacíamos, pues era como una espera, pero cómo si no hubiera nada que esperar.

Pero entonces, de repente, la espera de la nada pareció cobrar sentido, y el teléfono de María se iluminó, allí posado sobre la mesa de centro, y el mío, que tenía en mi mano, también cobraba vida.

Edu había escrito en nuestro grupo de tres. Y ni me dio tiempo a ponerme más nervioso, y leí:

—María, como no me des la dirección todo esto a tomar por culo, te lo digo en serio.

Alcé la vista y la vi, súbitamente acalorada, inclinada hacia adelante. Y disimuló un resoplido, y me mató que le temblaran un poco las manos mientras le respondía. Me dolía tremendamente verla así.

Ella, con la melena tapándole parte de la cara, escribía con aquellos dedos largos que le fallaban y yo veía entonces su texto plasmado en mi pantalla:

—No voy a hacerlo con Víctor, te lo he dicho mil veces.

—Vale. Tú verás. Pues se acabó —respondía él inmediatamente.

Se hizo un silencio desolador. Yo no la miraba para no hacerle daño, a ella, o para no hacérmelo a mí. Y entonces, tras unos instantes vacíos, María se ponía en pie y con voz seria me decía que se iba a la ducha, y después a la cama, y que no le apetecía cenar.

Me quedé quieto y escuché desde la distancia su rutina, y miraba de vez en cuando en mi móvil si ella se conectaba, pero no lo hacía.

Cené algo. Me fui también pronto a la cama. Me tumbé a su lado. Sentía que ella aún no dormía. Pero no me atreví a abrazarla.

Al día siguiente, en el trabajo, intentaba concentrarme, pero sentía una tremenda inquietud, y la pregunta “¿y ahora qué?”, rebotaba en mi mente constantemente. Repasaba mentalmente lo vivido, sobre todo para intentar entender a Edu, y tenía la impresión de que Víctor venía a ser su obra maestra; conseguir que María se entregara a él parecía ser su máxima aspiración, su triunfo final. Lo que no sabía era si la negativa de ella había hecho saltar todo por los aires, como él había rematado, o si su respuesta no había sido más que un simple farol.

Por otro lado, la posible desaparición de Edu me abría a mí la puerta de plantear otros horizontes, otros candidatos, menos potentes, pero al fin y al cabo menos peligrosos… Si bien en mi contra jugaba que ella había negado dicha posibilidad con aquella especie de “Edu o nada”, y aquel “Edu hasta lo que dure y después volver a nuestra vida anterior”.

Si me había dolido verla teclear con sus manos temblando… más me dolió verla apagada aquella tarde de viernes. Y yo no quería sacar el tema… y ella daba la sensación de sí creer que el remate de Edu no había sido un farol.

Fuimos de compras, hablábamos de cualquier cosa… pero el elefante en la habitación y el apagón de María constituían un combo inhóspito que me envolvía a mí, arrastrándome… y yo le culpaba a él, en silencio… por su necesidad absurda de forzar siempre las cosas hasta romperlas.

El sábado fuimos a la playa. A una playa normal. Y allí las cosas mejoraron un poco. Nos bañamos. Paseamos. María leía una revista en la arena y yo notaba su pesadumbre, pero al menos no tan extrema como la tarde anterior, y de golpe me llegué a enfadar por la dependencia que habíamos creado de él, y pensé en Álvaro, en Guille, en Roberto, en aquel hombre de Estados Unidos… y maldecía que María plantease aquel “Edu o nada”.

Dimos otro paseo por la orilla, ya al atardecer, y recordé aquel paseo de ella con Edu, con la camisa, comprada para excitar a Víctor abierta, y con sus pechos imponentes expuestos… Y, justo en el momento en el que pensaba aquello, vi a una pareja que estaba cerca de cruzarse con nosotros, y yo veía que el hombre, a cada paso que daba, se sentía más tentado de mirar a María, y lo quería disimular… pero finalmente acababa cayendo, y su mirada brotaba sucia, sucísima, y me impactó; sus ojos acabaron yéndose con lascivia hacia aquel bikini azul, hacia aquellas piernas… hacia aquellos pechos… hacia aquel rostro dulce a la vez que serio… y yo me sentí incómodo, y a la vez afortunado, y a la vez incompleto… y… entonces, saltándome todo el orden, toda la lógica, y todo mi autocontrol, exploté:

—Estabas increíble paseando con la camisa de Víctor abierta.

—No me hables de Víctor, anda… —contestó ella, en un tono no tan rudo como habría esperado.

Seguimos unos metros más, en silencio, y después me vi planteándole ir al día siguiente a la playa del fin de semana anterior. Ella escuchaba callada como yo me atropellaba en mi propuesta. Hasta que dijo:

—¿Pero ir exactamente a qué?

—A jugar. Tú y yo.

—No, Pablo.

—A ver… que no te digo hacer nada. Simplemente estar.

—¿Estar?

—Sí, estar… Que te miren… ¿Has visto cómo te ha mirado ese? Estar, sí. Vale que lo de Edu es otro mundo, pero también hemos hecho cosas nosotros sin él, cosas que hemos disfrutado. No sé por qué tiene que ser todo o nada…

María no respondía y yo me daba cuenta de que habían cambiado las tornas, de que durante meses ella había planteado situaciones excitantes intermedias, y siempre había sido yo el que había demandado y necesitado todo. Ahora parecía al revés.

—No lo sé, Pablo… —dudaba ella, que no parecía verle el sentido.

—Solo estar, María. Bueno, eso… no solo estar… que te miren… que… te deseen… Eso nos puede llegar… no sé.

—Tú quieres que vuelva a pasar lo que pasó con el crío ese, Pablo. Cómo pretendes decirme ahora que solo quieres que me miren…

—Que te juro que no, María. Te lo juro.

Se hizo un silencio. Yo deseaba que María dudase. Y, sin estar seguro de que fuera buena idea, dije:

—Además, es una forma de decirnos a nosotros mismos que no le necesitamos.

Seguimos caminando un poco más, y entonce dijo:

—Te juro que a la mínima que te pongas pesado… y que… me empieces a pedir más… o sea… más que nada, porque no va a pasar nada… me voy, contigo o sin ti, pero me voy.

El paseo concluía con aquella frase suya, que me recordaba por contenido y forma a tantas otras de meses pasados, y llegamos después a nuestras toallas, y María se ponía una camiseta…y yo sentí entonces y repentinamente un efervescente deseo de mostrarme, y de mostrarle a Edu, que no era imprescindible.

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