GAMBITO DANÉS

Era un Sant Jordi especial, uno muy esperado después de pandemias, crisis y guerras. Enric Rodr tenía su propia caseta en uno de los enclaves privilegiados, cortesía de la editorial que había promocionado el evento durante semanas. Poco dado a dar entrevistas, tenía casi una veintena de libros publicados. Algunos, como Parafilia, Inadaptado o Estímulos Fraternales, con notable aceptación y, sin ser un autor de masas, contaba con un grupo especialmente fiel de seguidores.

Recibía más críticas negativas que positivas, pero le daba igual. Se sentía en la cima del mundo, capaz de derrocar al sistema tecleando en su portátil. Cuanto más duras críticas recibían sus provocadores escritos, llenos de violencia, incesto y sexo injustificado, mejor se sentía. Riéndose de una sociedad a la que consideraba morbosamente hipócrita. O, quizás, hipócritamente morbosa.

“¿A caso la violencia o el sexo necesitan justificación?”, había llegado a responder en algún magazine de contenido contracultural.

Su aspecto, ese día, estaba perfectamente estudiado. Con su cabeza afeitada al cero, la barba de una semana, la americana sobre el jersey de cuello alto. En menos de una hora de dedicatorias ya había conseguido un par de teléfonos de alguna fan, y todo, simplemente, plasmando alguna de sus estudiadas frases sobre el papel de su novela de turno, interpretando a la perfección el cliché de escritor maldito.

—Aquí tienes —le dijo entregándole el libro dedicado a la veinteañera.

Estaba buena. Aunque no tenía preferencia por las rubias, pensó en hacer una excepción después de examinarle, descaradamente, los pechos.

El cielo se encapotó y Enric Rodr miró hacia arriba, descartando, sin mucha ciencia, que fuera a llover. Cuando devolvió la vista al frente se encontró con un adulto y una niña de unos once años. Se quedó sorprendido, desde luego, si algo no era su literatura, era para todos los públicos.

—Hola —dijo la chiquilla mirándole fijamente a los ojos.

Enric pasó de la sorpresa a la pereza, observando como crecía la cola detrás de tan singular pareja. El tipo, aparentemente su padre, le sonrió.

—¿Queréis que os dedique algún libro? —preguntó Rodr forzando una sonrisa.

—Mi madre leyó Nocturnia —informó la pequeña.

Era, sin duda, uno de los textos más corrosivos que había escrito. Una joven con Sensibilidad Química Múltiple (SQM), condenada a vivir aislada en su pequeño piso, se enamoraba del paramédico que la atendía semanalmente, teniendo largas conversaciones a través de la delgada puerta que les separaba. Para cuando al fin conseguían reunirse, el tipo resultaba ser un depredador sexual extremadamente violento. Y esta era solo una de las cuatro terribles historias que contenía la novela. Un crítico extranjero la había llegado a bautizar como “El libro de la desesperanza”. Mucho menos sutil había sido la prensa local.

—Vaya, lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir.

Supuesto padre e hija no dijeron nada. El autor hizo un gesto con la ceja.

—¿Queréis algo?

—Mamá se suicidó, dejó solo una nota, le decía a mi padre que limpiara antes de que llegara del colegio.

Un nudo empezó a formarse en el estómago del escritor, pensando por segundos en el egoísmo de la madre para luego sentenciar al padre como a un auténtico capullo por permitirle conocer la historia a su hija. ¿Por qué era un imán para todos los tarados de la ciudad?

—¿Y consideráis que es mi culpa? —preguntó entre indignado y aturdido.

—No, solo queríamos que vieras esto.

Padre e hija metieron las manos en el bolso color rosa de Peppa Pig que portaba ella, y de su interior sacaron sendos revólveres. El arma, en la delicada mano de la cría, aún parecía más imponente. Rodr se cubrió por instinto, dispuesto a recibir un balazo, pero lo que hicieron los dos fue colocar el cañón justo entre su barbilla y el cuello y apretar el gatillo, de manera perfectamente coreografiada. El estruendo fue inmenso, Enric quedó ensordecido, incapaz de oír algo que no fueran fuertes pitidos en sus oídos. El resto fue aún peor: sangre, carne y hueso llenándolo todo, tiñendo la caseta, los libros y a él mismo de rojo. Y confusión, mucha confusión. Cuando sus oídos, a duras penas, se fueron recuperando, los pitidos quedaron anulados por los gritos de la gente.

Gritos, histerismo, lloros, miedo. Más pedacitos por todas partes.

Volvió a salir el sol.

I

Con el café de la mañana tomó exactamente las mismas pastillas que antes de irse a dormir, un combinado perfecto de benzodiazepinas y antidepresivos tricíclicos. La misma rutina que los cuatro años anteriores, pero con dosis más altas. Se miró al espejo, la cabeza mal afeitada que apenas disimulaba su pronta alopecia, barba crecida y salpicada de blanco en el mentón. Ojeras y pómulos marcados. Su inactividad le había obligado a cambiar su cómodo piso en la zona alta por un cochambroso sobreático en el centro de la ciudad. Abrió la nevera y lo único que encontró en ella fue una leche agria y un pimiento muerto, probablemente, por inanición.

En un sobreesfuerzo poco habitual, se vistió, tapó su cabeza con un gorro de lana y bajó al bar a desayunar.

—Un cruasán y otro café, por favor —le dijo al camarero.

—¿Otro café? —preguntó él algo confundido.

Se dio cuenta entonces de que el tipo no era adivino, que no sabía que el primero se lo había tomado en casa, y algo decepcionado le aclaró amablemente con todo el lujo de detalles del que fue capaz:

—Cruasán y café, por favor.

Comiendo por inercia, consultó las noticas en su móvil, aunque hacía ya tiempo que el mundo y sus gentes le importaban bastante poco. Tampoco su propia existencia, pero para acabar con ella se necesitaba valor. Sin extenderse mucho en su visita, alzó la mano con la tarjeta de crédito para que le cobrasen.

—Disculpe, señor Rodr, pero me pide el PIN. A veces lo hace si ha hecho varios pagos en poco tiempo.

No necesitaba tanta información, pero tecleó sin quejas, recuperó el plástico y se dispuso a volver a su refugio. Estaba mareado, demasiadas pastillas, o poca comida, quién sabe. Salió del bar y se apoyó un momento en la pared, cerrando los ojos para recuperar las fuerzas.

—¿Señor Rodr? —dijo una voz femenina frente a él.

Sin demasiado interés, abrió los párpados y la observó. Era casi tan alta como él, y eso la situaba, como mínimo, en más de un metro ochenta. Morena y con gafas. Siempre se fijaba antes en los pequeños detalles, así que primero vio un par de pequeños agujeros en su piel, recuerdo de lo que habrían sido piercings, para después mirarle la figura.

«Por lo menos está buena».

—El mismo, pero no hace falta que me llames señor.

—Así te ha llamado el camarero.

Dedujo que habría coincidido en el interior del bar, lo que no entendía es por qué lo había seguido hasta el exterior.

—Estoy bien, gracias.

No pudo evitar mirarle las tetas, pero confió en que el mareo disimulara lo que parecía por otra parte evidente.

—Estoy aquí —dijo ella consciente de lo que pasaba.

—Perdona, quizás eres demasiado alta —se defendió con aquel absurdo ataque.

—O tú, simplemente, me estás mirando las tetas.

Enric se frotó los ojos, se acarició el tabique nasal, y dijo:

—Vale, lo que tú digas, ¿puedo irme ya?

—Puedes irte cuando quieras, gilipollas, solo quería comprobar que estabas bien.

La esquivó y siguió su camino, no estaba en las capacidades ni físicas ni mentales como para comenzar una discusión, pero, unos pasos más tarde, se giró para volver a dirigirse a ella:

—Perdona, no es mi día.

—Ok —se limitó a responder la misteriosa chica.

—Pues eso, que disculpa —insistió.

Ahora era ella la que estaba apoyada en la pared y lo miraba con una mezcla de pena e indiferencia. Enric, desconcertado, inquirió:

—¿Tú no vas a pedirme perdón?

—¿Por? —repreguntó ella después de unos segundos y sacando un cigarrillo liado del bolsillo para prenderle fuego.

—¿Por llamarme gilipollas?

—¿Qué pasa con eso?

No parecía que el diálogo fuera a ningún lado, pero tampoco tenía nada mejor que hacer.

—No me suelen insultar por la calle.

—Ah no, yo no insulto, era tan solo una definición que puede ser, o no, transitoria.

A Rodr le hizo gracia la respuesta, y pocas cosas le hacían gracia últimamente.

—Vivo en el edificio de enfrente, ¿te puedo compensar invitándote a un café? También tengo un pimiento mohoso en la nevera que me ha dado pereza tirar a la basura.

—Suena tentador —respondió ella poniéndose en marcha.

Ya en su casa lo primero en lo que pensó la invitada es en que olía a cerrado y a tristeza, por ese orden. El reducido espacio, que consistía en un pequeño salón, una habitación, un baño y una minúscula cocina americana, estaba desordenado y abarrotado de libros.

—Por favor, no fumes dentro del piso —le dijo.

—¿Tienes miedo de que huela peor?

—No me gusta el olor a tabaco.

—Ni a mí que me miren las tetas sin mi permiso, ya ves —replicó expulsando el humo teatralmente—. Me llamo Anna —dijo apartando algunos libros y sentándose en el sofá, utilizando de cenicero un plato sucio que encontró sobre la mesita.

—Yo me llamo Enric —dijo él rebuscando entre la cocina.

—No busques más, no bebo café —afirmó la chica.

—De acuerdo Anna. ¿Pimientos podridos consumes?

Sonrió, por primera vez desde que se habían conocido. Se miraron, fijamente, pero sin que llegase a ser incómodo.

—Antes te he mentido, es verdad que te…miraba… Perdona.

—Yo también te he mentido, me encanta que me miren las tetas.

Otra sonrisa, pero esta vez fue él. Anna apartó varias cajas de medicinas de la mesa y dejó allí el plato sucio con el cigarro aplastado en él.

—¿Y a qué te dedicas, Srta. Anna? —preguntó sintiéndose ridículo al momento, consciente de lo trillada de la pregunta.

—Soy programadora.

—¿Una hacker? —dijo él intentando hacerse el gracioso sin conseguirlo.

—Más bien como el personaje ese de tu novela, ¿cómo se llamaba? Darknet.

A Rodr se le abrieron los ojos exageradamente, hacía años que nadie le reconocía, en el mundo editorial, o eras un genio o morías pronto y solitariamente.

—¿Así que sabes quién soy?

Anna rio. Le miró de arriba abajo y contestó:

—Pues claro que sé quién eres. Ya veo que lo de gilipollas va a ser más crónico que transitorio.

Entonces a Rodr le entró inseguridad, pensando que lo conocería por la bizarra escena acontecida en el Sant Jordi años atrás, y no por su prosa. Sin embargo, había nombrado una de sus novelas, y no precisamente la más popular.

—Pues entonces ya sabes que soy escritor —dijo manteniendo la compostura.

—Ex escritor, llevas años sin publicar una mierda.

Lejos de ofenderse el autor se sintió halagado de que aquella misteriosa mujer, de edad similar a él, supiera algo de su biografía.

—¿Cuántos libros míos has leído?

—Probablemente todos —dijo ella—. He tenido tiempo, ¿sabes? No eres muy prolífico que digamos.

—¿Y alguno te ha gustado?

—Alguno.

—Sería de buena educación que me dijeras cuáles —atacó él.

—También que te quitaras el gorro estando en interior, pero no lo has hecho ni en el bar ni en tu casa. Ya no quedan galanes como antes. ¿Qué puedo decir? Esos tipos que fumaban elegantemente y no se convertían en yonkis con receta, drogatas que se llenan las venas de mierda sin esperar un subidón a cambio, la cúspide de los… gilipollas.

Se dio cuenta entonces el anfitrión de que Anna no era una mujer de pocas palabras, tan solo habría pensado que no se las merecía en un principio. Aunque no sabía cuál de las dos actitudes era peor.

—¿Conoces también mi historial médico? ¿Sabes quizás qué se siente cuando una niña se vuela la tapa de los sesos frente a ti junto al imbécil de su padre?

—Uff, qué pereza. Ahora la pena, el pobrecito ex escritor que ya no teclea porque está bloqueado por un hecho traumático. El falso altruista que no puede dormir por las noches porque no pudo salvar a un par de indefensos anormales. ¿Con eso crees que me quitaré las bragas? Claro que, con toda la mierda que tomas, no creo que se te levantara ni poseída por la mismísima Afrodita. ¿Fantaseabas con ello cuando me has invitado a tomar un café? Si ni eres capaz de encontrar la cafetera, ¿cómo vas a encontrarte la polla?

Enric Rodr había tratado en su época con toda clase de taradas, pero nunca con nadie tan rápida y directa como ella.

—Pero, ¿quién coño ha hablado de follar?

—Tus ojos… gilipollas. Supongo que antes tu fantasía era estar en un cuarteto con algunas de tus groupies, pero ahora debes anhelar simplemente empalmarte lo suficiente como para hacerte una paja.

El autor se quitó al fin el gorro, lo estrujó entre las manos y lo tiró sobre la mesilla. Estaba desconcertado, ofendido y desarmado.

—No entiendo nada, ¿qué hago contigo? Si lo único que has hecho es insultarme desde que te conozco. Soy un puto desgraciado.

—Uy, espera, que ya vuelve la pena. ¿Harás pucheros?

Él apretó la mandíbula, con rabia, pero atraído por aquella extraña personalidad.

—Pues nada, si no tienes nada más que decirme, si te parece lo dejamos aquí —dijo levantándose, señalándole la puerta dramáticamente.

La chica se levantó y fue hasta ella, la abrió, y antes de salir le dijo:

—Así sois los coñazo-autodestructivos, buscáis excusas para estar tristes. Dices que te insulto, y sin embargo aún no has entendido que te leía, y no suelo leer cosas que no me interesan. Por cierto, mi novela favorita de ti es La delgada línea…

II

Rodr llegó a la noche sin quitarse aquella curiosa visita de la cabeza. Cerraba los ojos y la veía, la muchacha alta, atractiva y deslenguada que había compartido sofá horas antes en su particular pocilga. Sin saber muy bien la razón, y olvidando la cena, ordenó y ventiló el piso. Haciendo pequeñas columnas con los libros que nunca habían tenido un espacio adjudicado para ellos. Se acomodó frente al portátil y, comiendo al fin un par de lonchas de jamón, abrió su correo mientras escuchaba REM. Un grupo que le retrotraía a la infancia, y del que no toleraba críticas en su presencia. Leyó varios comunicados de su editora, todos repetitivos y carentes de interés. Sabía que pronto entraría en bancarrota, no necesitaba que nadie se lo recordara. Después del suceso, las ventas se dispararon por el efecto morbo, pero este duró poco, cayendo en picado poco después de un año al desaparecer él del mapa y no publicar material nuevo.

Entre el resto de mails, una mezcla de spam y fieles y anticuados seguidores, destacó uno:

¿Qué tal, gilipollas?

A veces es mejor no conocer a la gente que admiras, es preferible imaginarte que tienen algo interesante que decir, que hacer o que mostrar. Que viven en algún lugar recoleto, con cerámicas originales y arte abstracto. Nunca te imaginas a un despojo inseguro y llorica. No, gilipollas, no, eso no es sexy. ¿Qué estás haciendo? ¿Ordenando tus pastillitas por colores? ¿Picándolas tal vez para esnifarlas? En el fondo te entiendo, siendo como eres, mejor vivir aborregado que soportarte. Por cierto, si no quisieras que te escriban, no publiques tu mail en tu página web de la editorial 😉

¿Misma hora Mañana?

Anna

Aquel mail le hizo sonreír de nuevo, un récord en los últimos tiempos en los que se había alejado de todo y de todos. Siguió con la limpieza general pensando en algo original que responder. Se le abrió un poco el apetito y convirtió las lonchas de jamón en un grasiento sándwich de jamón y queso. Pensó que quizás era hora de hacer una compra como dios manda, y dejar de nutrir las cuentas de los paquis de su calle, pero eso ya tendría que esperar un poco más. Recordó a la joven con deseo, recuperando una pulsión que creía perdida, pero comprobando que su entrepierna estaba muerta. Se frustró.

Mirando de reojo las pastillas, teniendo un debate interno, decidió responder escuetamente:

Misma hora

Gilipollas

Esa noche no las tomó, acongojado por si los flashes, las cefaleas y la ansiedad volvían. No durmió, o, por lo menos, no demasiado. Sentía su corazón latir fuerte, pausado, pero fuerte. Sabía que era psicológico, que su cuerpo aún no reclamaba su dosis, tan solo su mente. Sondeó la posibilidad de escribir algo, pero sus neuronas, aun activas, no parecían muy creativas. A las cinco de la mañana no podía más, se rasuró como pudo la cabeza, combatiendo un ligero temblor para no cortarse, se puso un chándal y salió a la calle. Comprobó que el paqui estaba abierto y decidió comprar una de esas bebidas isotónicas con sabor a naranja que toman los runners. De nuevo en casa y vertiéndola en un termo, la probó para llegar rápidamente a la conclusión de que era repugnante. La mezcló con ron y salió de nuevo, con la simple intención de moverse un poco, trotar, quitarse de encima la naciente ansiedad. Pocos kilómetros más tarde volvió. Sudado, achispado, pero satisfecho de no tomar pastillas. Miró la hora, se duchó, vistió y fue al bar de enfrente.

Ya era de día.

—Un café y un cruasán, si es tan amable —le pidió al mismo camarero que había maltratado la mañana anterior—. Ah, el café cargadito, por favor.

Se miró la entrepierna en un gesto ridículo, como esperando que su “amiguito” hiciera acto de presencia a tan solo veinticuatro horas de haber dejado la química. Miró a su alrededor, pero no vio a Anna, solo a un octogenario con bigote blanco y boina leyendo el periódico.

«Será uno de esos galanes antiguos que se ha olvidado de descubrirse la cabeza al entrar en el bar. O eso, o un yonqui, claro».

Se rio en voz alta de su propia ocurrencia.

Su pierna temblaba bajo la mesa, nerviosa. Por la espera, por la falta de sustancias que la tranquilizasen, por lo rocambolesco de la situación. Volvió a examinar la estancia, pero tampoco sabía muy bien dónde mirar, el día anterior ni si siquiera se había fijado en su presencia.

—Por lo menos tienes palabra —dijo una voz femenina detrás de él.

No sabía por dónde habría llegado, pero se alegraba de que lo hubiera hecho. La chica se inclinó, le dio un beso en la mejilla y se sentó en la silla que quedaba libre.

—Ya no tomo pastillas —afirmó él como si fuera un niño cazado infraganti.

—Jajaja. Eso está bien, ve a que te den una chapita de esas de un día en una de esas parroquias donde se reúne la gente como tú. Ah, eso sí, cuéntales que has cambiado pastillas por alcohol —respondió guiñándole el ojo.

—Mezclado con bebida isotónica —replicó él riéndose de sí mismo.

—Bueno, va, te lo compro como un progreso —dijo ella.

Parecía menos hostil, casi dulce, y aún más sensual que el día anterior.

—Así que eres Anna la programadora.

—Eso es, y tú Enric el ex capullo narcisista convertido en detritus autodestructivo. No te lo tomes a mal, eh, me gusta la gente que se quiere.

—Es decir, que te gustaba antes.

—Lo que me imaginaba de ti, quizás.

—Siento decepcionarte —contestó el autor sinceramente, sin ironía por una vez.

—Bueno, tengo gustos versátiles, ya veremos cómo avanza todo esto. No empieces ya con la derrota.

Se miraron durante unos minutos, quizás más de cinco. Estudiándose, sin necesidad de hablar.

—¿Sabes? Nadie me había dicho nunca que su novela favorita era La delgada línea…

—Favorita de las tuyas, sí —matizó ella.

—Me sorprende y me gusta, porque con los años creo que es de las pocas cosas que he escrito que no es una auténtica ponzoña.

—Para que veas —se limitó a responder.

—¿Empiezo a ser menos gilipollas?

—Ganas números para que se convierta en transitorio.

Sonrió. Otra vez. Ampliamente. Ambos lo hicieron.

—¿Y a qué viene ese cambio de actitud, Anna la programadora?

—El palo y la zanahoria, tú te esfuerzas, yo te lo compenso. ¿Crees que me gusta insultar a la gente? Yo odio los dramas, me dan urticaria. El mismo asco que me da la condescendencia y autocompasión. Hay que quererse un poco. Yo, por ejemplo, me quiero y me valoro. ¿Quién lo hará sino?

—Tú no has matado a nadie —dijo Rodr oscureciéndosele la mirada.

—¿Y tú sí?

—Ya me entiendes. Las palabras matan.

—No, que va. Las mentes débiles mueren, no las matan las palabras. ¿Sabes que esos tres retrasados eran de una secta milenarista?

Enric Rodr arqueó una ceja.

—O no, ¿quién sabe? A lo mejor los padres vendían fotos de su niñita en ropa interior por internet. ¿Qué coño sabes de ellos? ¿A quién le importa? ¿Es tu culpa que se suiciden todos los anormales del mundo?

—A mí me importa —sentenció el escritor.

—Pues venga, mira las necrológicas y hazte plañidera, se te daría de puta madre.

Enric no estaba enfadado, de hecho, sus palabras solo pretendían ayudarle, y es mucho más de lo que esperaba de ella cuando la conoció.

—¿He subido otro punto en tu escalera de “gilipollismo”?

—Dos puntos, y tres en autocompasión. Puagh.

Apareció el camarero, preguntándole a la chica si deseaba tomar algo. Ella sacó un billete, pagó la cuenta y dijo:

—No, gracias, me tomaré el café en su casa.

III

Una vez en el piso Anna miró a su alrededor, sorprendida de lo adecentado del sitio dentro de las escasas posibilidades.

—Te esfuerzas, y eso me gusta.

—Un piropo más y estallaré —dijo él.

Mientras paseaba por el salón el escritor aprovechó para mirarla. Alta, proporcionada, con unos buenos pechos. Sin duda no llevaban sostén. Vestía solo con unos vaqueros y una camiseta negra de tirantes, lo que le sorprendió para aquella época del año.

—¿No tienes frio?

—¿Yo? Mi madre es sueca, supongo que eso me da ventaja. No necesito esos ridículos gorritos de lana que llevas tú para sentirme caliente.

Anna agarró Hyperion de un montón de libros que formaban una columna en el suelo, lo ojeó y continuó:

—Tienes buen gusto para la literatura. Mala para la decoración, pésimas artes para  conquistar, pero sí, me gusta lo que lees.

—¿Vas a volver a recriminarme que te mire las tetas?

La chica dejó el libro, se quitó el top y las descubrió sin mostrar el menor pudor, haciendo probablemente lo último que el escritor hubiera sido capaz de prever. Él las observó, le parecieron aún más bonitas al natural, y disimuló su sorpresa, intimidado. Anna, en topless, siguió escudriñando entre sus lecturas.

—Chuck Palanhkiuk. Seguimos bien, siempre me has recordado a él.

No era la primera vez que se lo decían y lo odiaba, le hacía sentirse pequeño, un impostor. Pero la excitante visión de esa mujer semidesnuda le hizo perder el carácter combativo y se limitó a quedarse en silencio. Sintió también una congoja en la entrepierna, la primera en meses.

—Neutralizas las drogas de mi cuerpo —le dijo él convencido de que ella le entendería.

—¿Tan rápido? Bien, ¿dónde tienes la cama?

Por un momento Enric Rodr dudó de que todo fuera real. ¿Y si no había dejado las drogas, sino que las había aumentado? ¿Era todo aquello fruto de una mala reacción? ¿Existía Anna? ¿Existían las mujeres así? Le dio igual, estaba empalmado, y lo iba a aprovechar.

La guio hasta su habitación. Ella, antes de entrar, le dio un mordisco en el cuello. Se estremeció. Se besaron en la puerta, todo iba bien. Sus lenguas se enredaron, juguetonas. No dejaron de mirarse. El escritor tumbó a su invitada sobre la cama para hacer él lo mismo encima de ella y siguieron besándose, mordisqueándose, restregando sus entrepiernas.

—Creo que sigo ganando puntos —dijo él arrancando las risas de ambos.

Entonces algo les detuvo, o, mejor dicho, la detuvo a ella.

—¿Qué coño es eso? —preguntó mirando al techo.

—¿El qué? –dijo él sin dejar de mordisquearle el cuello, frotándose como un adolescente.

—¡Eso! ¡Joder! —insistió apartándole.

—¿Eso? Nada, coño, una obra de arte… ¿Qué pasa?

—¿Una obra de arte? A mí me parece una polea con una soga.

—Claro. Simboliza la futilidad de la vida —se explicó Rodr.

Anna se incorporó, era muy expresiva, para lo bueno y para lo malo, su cara era de auténtica decepción.

—Me han dicho de todo para follar conmigo, pero esto se lleva la palma. ¿Te crees que soy imbécil? Soy muchas cosas, pero no imbécil. ¿Quién eres? ¿Maria Antonieta? Menudo gilipollas eres, con lo caliente que estaba, ¡joder!

Enric se incorporó también, le miró fijamente y le dijo:

—Lo siento. No debería haberte mentido. Hay un monstruo dentro de mí, ¿ok? Siento si te he asustado.

—¿Asustado? No me das ningún miedo, engreído, no tienes esa capacidad. Paso de los dramas depresivos de los intentos de artista, ¿sabes? ¿Te crees más interesante así?

—Anna, aquí hace años que no viene ninguna mujer.

—¿Y toda esta mierda por una niña a la que ni conocías?

—¡Pues sí! ¡¿Ok?! ¡Sí! Por una niña que impregnó sus sesos contra mí. Por una niña que se compinchó con su padre para llenarme de su carne. Por una familia que la madre murió por mi culpa. ¿Sabes que me quitaron un pedacito de su cráneo incrustado en el ojo? Estuve semanas con molestias hasta que un oculista vio de dónde venía. ¿Sabes qué es eso?

—¡Vale! ¿Entonces qué? ¿Te echo un polvo y te curas? —dijo ella, esta vez sí, afectada.

—¿Otra vez me acusas de lo mismo? ¿Es que te he arrastrado yo hasta aquí?

—¿No me quieres follar?

—¡Pues no! ¡O sí! Joder, pues claro que quiero follarte. Pero no se trata solo de eso, ¡eh! Se trata de sentir. De sentir algo. De sentir una puta mierda que no sea dolor.

—Muy bien, pues nada. No sé, no sé qué decirte… no es que esté muy dispuesta ahora mismo, ¿sabes? Hazte una paja a mi salud, quizás la soga te da más placer, he leído toda clase de mierdas sobre follar con hipoxia y esas cosas. Tú sabrás.

—¿Me vas a dejar así? ¡¿Pero qué coño quieres de mí, Anna?!

Ella miró al suelo. Era la reina a la hora de aguantar miradas, pero no quiso. Calmó los ánimos y respondió con sinceridad:

—Solo quería que volvieras a escribir, luego, pensé que quizás podías gustarme. Ahora… ahora, sinceramente, no lo sé.

Salió de la habitación, recogió su top del suelo y se fue del piso sin siquiera ponérselo antes de abandonar la estancia, diciendo:

—Cuídate, ¿ok?

IV

Noche dura. La mañana no parecía mejor. Su cerebro aún intentaba segregar la química necesaria para funcionar sin necesidad de ayuda externa. Ansiedad, jaqueca y dolor en el pecho. Y sin alicientes. Había entrado compulsivamente en su correo electrónico con la esperanza de encontrarse un mail de Anna la programadora, pero allí no había nada, nada que valiera la pena. Se puso el chándal y salió a correr, pensó que sudando su mente se relajaría.

Dos horas entre trotes y caminatas, mucho más de lo esperable de aquel cuerpo largamente desentrenado. Cabizbajo, intentando encontrarle un sentido a aquel sufrimiento, llegó a la conclusión de que no lo tenía y comenzó el regreso a casa con la única intención de llenar su organismo de drogas legales. Así era la medicina:

­—Doctor, no estoy bien—

—Tómate esto y no pienses—

Llegando a su portal la vio. En el bar de siempre, como si nada. Sentada en una de las pocas mesas de la terraza, tomándose un té y leyendo algo en el móvil. Se acercó, sorprendido de que hubiera elegido el exterior, de su aparente inmunidad al frío. Se sentó en otra silla de la misma mesa, diciendo:

­—¿Puedo?

Ella pareció terminar de escribir algo y respondió:

—Mientras no vayas a cortarte las venas o algo así, no me gustan las manchas de sangre.

—Prometo ser pulcro tome la decisión que tome.

—Algo es algo.

Ella siguió sin despegar la vista del teléfono y él sin despegarla de su cara. Le gustaban sus facciones, su nariz, los ojos ocultos tras las gafas de montura negra. Los labios…

—Vengo de hacer un poco de ejercicio —presumió.

—Fantástico. Yo nunca he tenido un chándal, no concibo el ejercicio si no es para convertirlo en un orgasmo. Creo que la persona que más me ha odiado en la vida era el profesor de gimnasia del instituto —dijo ella.

Enric sonrió. Nunca se esperaba sus salidas.

—No soy un cliché —afirmó el escritor por sorpresa.

—Ya.

—De verdad, solo intuyes una parte de mí, pero soy más cosas que un escritor provocador, un drogadicto o un perdedor.

—¿Así que eres algo así como la cara oculta de la luna? —preguntó ella en una sonrisa burlona, prestándole algo de atención al fin.

—Ni tan solo eso, hay más.

­—¿La cara oculta de la media luna?

Ambos se miraron intensamente, analizando una frase de la que ninguno estaba seguro de que tuviera algún sentido para, finalmente, estallar en carcajadas.

­—Ese soy yo, sí señorita, la cara oculta de la media luna.

—De acuerdo. Digamos, que es mucho decir, que me interesa. Cuéntame más.

—Lo haría, pero tengo tanto puto frío que no puedo ni pensar.

La expresión de Anna volvía a ser amable. Apagó un cigarro que aguardaba consumiéndose en el cenicero, dejó cinco euros debajo de la taza y se puso en pie. Enric volvió a observarla. Casi tan alta como él, sí, pero mucho más decidida. Vestían ambos como si vivieran estaciones del año distintas. Esta vez no subieron a su casa, se pusieron a andar, y ella, en un gesto sorprendente y probablemente impropio de sí misma, aprovechó que el autor llevaba las manos en el bolsillo para agarrársele del brazo.

­—Cuéntame, pequeño selenita, explícame un poco de esos secretos tuyos.

­—Nací muerto, tuvieron que reanimarme ­—comenzó él.

—Interesante, bueno…poco. Dudo que te acuerdes ­—replicó ella.

—Tuve un accidente de tráfico, estuve en coma, de allí algunas de las pequeñas cicatrices que decoran mi cara. Y de allí nace La delgada línea…

Anna no contestó, tan solo se quedó mirándole como esperando más.

—No hace tanto, en una mala noche, tuve una sobredosis. No me quedaban recetas y, ya sabes, Barcelona siempre será Barcelona. Lo que quiero decirte es que, he muerto tres veces.

—Bien —dijo ella—. Bonito argumento para una canción de Blues. ¿Sabes qué dicen sobre el Blues? Que, si pones un disco del revés, tu perro ya no ha muerto, tu mujer no te ha dejado y ya no eres un alcohólico. Ahora en serio, no quiero que pienses que no me interesa, pero me suena todo a excusas para darte caña al cuerpo.

—No te lo digo para darte pena. Es para contarte una sensación. A veces pienso que esas tres vidas que me regalaron, se las quité a otros. ¿Sabes? ¿Es una locura? Pues sí, joder, ya lo sé. Pero pienso eso. ¿Y si esa familia murió porque a mí se me antojó vivir? ¿Y si el médico no me hubiera reanimado al nacer? Nunca habría escrito nada. ¿Seguirían vivos?

Anna la programadora quiso replicarle con su sarcasmo habitual, echarle la bronca. Pero fue incapaz. Porque a Anna la programadora todo aquello le importaba, no porque le impactara la historia, o le pareciera fuera de lo común, simplemente porque sabía que a él le afectaba. Se acercó a él y le besó en la mejilla. Nada sexual esta vez, solo cariño.

—Lo que dices es una gilipollez de pensamiento, tan absurdo que no sabría por dónde empezar a rebatirlo, pero siento que te sientas así. Soy poco esotérica, tu no le has quitado la vida a nadie. Ni tú, ni tus letras. Yo me obsesiono con el trabajo. A veces demasiado. Leerte me arranca de ese lugar, me recuerda que fuera hay algo. No iré por allí diciendo: “si no estuvieras vivo qué sería de mí, ¡ay! pobrecita”. Todos nos adaptamos a lo que vivimos. El llenarte de pastillas o tener de amante a una horca, es una manera de rendirse.

—Quizás es eso. Quizás, simplemente me he rendido.

Habían andado un rato, sin que ella se despegara de su brazo ni palabras altisonantes. Era la primera conversación sosegada que tenían en tres días.

—Pues es una lástima —dijo ella—. Los cobardes me interesan poco.

Volvió a besarle, esta vez en los labios, se soltó, separando el cuerpo de ambos, y se fue diciendo:

—Tengo mucho trabajo, hazme un favor, no te mueras, no te mates y no le robes la vida a nadie.

V

Día cuatro, misma hora, mismo lugar. Esta vez no tuvieron ni que quedar ni que encontrarse. Anna llevaba rato concentrada con el portátil, algo importante de trabajo, mientras él degustaba el tercer café.

—Espero no molestar —dijo Enric sintiéndose inseguro.

—Si así fuera, iría a otro bar. ¿No crees? No sabes mi apellido, ni dónde vivo, ni tienes mi teléfono. Sería fácil.

—Hasta cuando me dices cosas normales me siento un poco insultado.

La programadora rio y apartó la vista del portátil, ironizando:

—Sí, soy un encanto.

—¿Y yo? ¿Yo qué soy? —preguntó él.

—Tú eres un perro verde. Más raro que un perro verde.

Rodr miró la taza, estaba vacía. Sintió un poco de ansiedad, demasiados años con demasiada mierda circulando por sus venas, acomodada en su cerebro. Vio que le temblaba un poco la mano y la movió para disimular.

—No parece muy buena la descripción —dijo al fin el escritor.

—Nunca estamos de acuerdo. Solo un perro verde, raro, de tres patas y dos lenguas, podría escribir lo que tu escribes.

—¿Es eso un halago?

—Es lo que es.

—Joder, seré raro, pero anda que tú, tía. Te conozco de hace días y siento que eres como un puzle al que le faltan algunas piezas, que parece que puede encajar, pero no del todo. ¿Pero sabes? A mí me da igual decirte un halago, y lo cierto es que he dejado las pastillas por ti.

Anna sonrió. No era un gesto burlón, era sincero.

—Y tú, no sé, a ratos creo que te intereso, pero solo la persona que era antes —siguió él.

—No te conocía antes, no vuelvas a ganar puntos para volver a la zona “gilipollas”. ¿Quieres un piropo? ¿Qué te acaricie el lomo? ¿De verdad eres tan miope que no lo ves?

—¿Que no veo el qué?

—¿Crees que suelo ir con las tetas al aire si alguien no me interesa?

—Sí, ya, para lo que duró…

—No me va la necrofilia. No follo con muertos ni proyecto de muertos. ¿Tan inseguro eres? Con esa prosa contundente, punzante, valiente que tenías. ¡Joder chico! ¿Sabes que cuando me compré Carolina Sinestésica no pude, literalmente, dejar de leerlo hasta el final? Empecé en la librería y me fui a casa chocándome con la gente, con las cosas, tropezando. ¿Eso es lo que querías oír?

—Es un comienzo. Nadie me habla de esa novela, y es de las pocas cosas que mi estómago tolera sin vomitar.

Enric Rodr iba con un buen abrigo, gorro, guantes… pero a ella le bastaba una fina chaqueta de cuero negro. El escritor le miró los pechos, recordándolos con lascivia. Luego le miró las piernas, largas, ligeramente entreabiertas como una invitación que debes terminar de ganarte. Su entrepierna se endureció.

Algo impactó en la barbilla y cuello de Rodr, algo viscoso.

—¡Púdrete! ¡Mata niñas! —le gritó un tipo de mediana edad culpable de lanzarle un huevo.

—¡Muérete tú! ¡Hijo de puta! ¡Mamón! ¡Pajillero de mierda! ¡Vete a joder con tu madre, capullo! —le increpó Anna poniéndose de pie y totalmente fuera de sus cabales.

El tipo huyó a la carrera, sobrepasado por la inesperada reacción. El autor se limpiaba como podía mientras la programadora volvió a sentarse, como si nada hubiera pasado. La mirada de Enric había cambiado, era sombría.

—Hay un monstruo dentro de mí, Anna.

Su respiración estaba acelerada, pero sentía que se merecía algo así.

—No me dan miedo los monstruos. No es que sea especialmente temerosa de nada, pero, ¿tu monstruo? Me haré amiga de él, seguro que nos llevamos bien, le presentaré a mi gato Holmes.

Sabía cómo calmarle, tenía ese don. Rodr sonrió, terminó de limpiarse y dijo:

—Soy mitad hombre y mitad ángel. Estoy medio vivo y medio muerto.

Ella le miró extrañada, exigiendo una explicación.

—Nada, una cita de una película que me gusta. Me recuerdas a un personaje que sale en ella.

—Eres un perro verde, raro, con varios ojos, cinco patas y dos colas. Uno que odia todo lo que a mí me gusta de él. ¿Querías un halago? De acuerdo… Yo no vivo por aquí. Vivo a varias paradas de metro de aquí. Vine de casualidad a visitar un cliente y te vi en el bar y, ya me ves, desayunando siempre en este bar de mierda, con té malo, que no está ni cerca de mi puta casa. Y que conste que no te lo mereces, pero ya te voy conociendo, no pillas una al vuelo. Ni al vuelo, ni a pata, ni que venga en tractor.

Las últimas palabras Enric casi ni pudo escucharlas, estaba demasiado emocionado con la explicación.

—¿De verdad existes? Quiero decir… mi vida empieza a parecerse a una de mis novelas. Con drogas, delirios, violencia…

—Tienes razón. Soy Anna Durden, una tía creada por tu cerebro, has agitado una coctelera mental de todo lo que te gusta y he salido yo. ¿Sabes? Hay dos razones por las que es imposible que esto sea una de tus novelas. Primero: no hemos follado aún. Y segundo, no soy tu hermana.

—Vivo aquí enfrente. Lo primero, si quieres, podemos resolverlo por el bien de la literatura en general y el de mi entrepierna en particular.

Se besaron. Frente a la mesa. Por la calle, en el portal, por las escaleras. En cada rellano que separaba el vestíbulo de la portería hasta llegar al sobreático donde vivía. Sus lenguas eran incapaces de separarse, andando patosamente como dos hermanos siameses. Babeándose y mordiéndose. Mientras el escritor rebuscó la llave en su bolsillo Anna consiguió adentrar su mano entre sus pantalones, acariciándole el miembro que estaba duro como no recordaba en los últimos años. Consiguieron entrar como en una mala película romántica, abriendo la puerta con la espalda sin que sus labios se despegaran.

—Me tienes a mil —susurró él como pudo.

—Y tú a mí, perro.

Él también le frotó la entrepierna, acariciándole el sexo por encima del pantalón mientras ambos se desprendían de los abrigos, el gorro y lo que fuera.

—Joder, mmm.

Ella volvió a quedarse desnuda de cintura para arriba, mirándole con deseo, mordisqueándose el labio.

—Anna, en mi habitación…aún tengo colgada la…

—Olvídate de eso —ordenó ella empujándolo contra el sofá, sentándolo.

Se arrodilló y terminó de quitarle la ropa, liberando una erección preparada para cualquier cosa. Se volvieron a mirar. Le acarició la polla, con una suavidad y dulzura que sorprendía en comparación al ritmo que llevaban. Su falo estaba lubricado por la excitación previa.

—Mierda, estoy demasiado cachondo.

—Shh, relájate por una puta vez en tu vida —exigió.

Siguió con los tocamientos, subiendo y bajando la piel mientras sus dedos jugaban también con el glande, todo sin dejar de mirarle. Desde su perspectiva, Enric podía verle los pechos que tanto le gustaban y esa cara de viciosa y dispuesta. Se preocupó, incluso. Estaba a mil revoluciones, se agobió pensando en las expectativas del tiempo que podría durar entre los dedos de aquella chica a la que tanto ansiaba. Y la cosa fue a peor, o a mejor, según se mire. Porque Anna la programadora llevó su lengua, sus labios y toda su sensualidad hasta su instrumento y comenzó a lamerlo. Primero los bordes, el contorno, el glande… Salivándolo como si fuera de un sabor exótico y exquisito para, poco después, metérselo entero en la boca.

—¡Joder! Anna, esto no va bien… ¡Mm!

El cuerpo del autor se contorsionaba, doblándole incluso el cuello de puro placer. Sus gemidos eran profundos y ahogados, agónicos, una mezcla de gozo y súplica.

—¡Anna! ¡Ah! ¡Mm!

Intentó concentrarse, pero la amante lo percibió al momento. Se incorporó unos instantes, le miró con desaprobación y le dijo:

—Como te dé por pensar en tu abuela para aguantar más te juro que te castro.

A Rodr le entró un ataque de risa, jamás había conocida a una chica así. Ni en sus sueños más secretos, ni su mente perversa era capaz de crear un personaje tan complejo. Anna la programadora siguió con lo que hacía, sabía lo que hacía y lo ejecutaba a la perfección. Aumentando por momentos el ritmo y reduciendo las revoluciones en el punto justo para alargar el placer. Enric reía y gemía a la vez, nunca había tenido sexo con nadie entre risas, era una sensación nueva que le encantaba.

—Tía, que no puedo más, te lo digo en serio.

Ella ni se inmutó, siguió succionando sin dejar de mirarle, sonriendo incluso con su pedazo de carne en la boca.

Se corrió. Entre gemidos, espasmos, risas y algo de vergüenza. Ella no se apartó, recibiéndolo todo en la boca para después lamerle el falo hasta que no quedó ni una gota. La respiración de ambos estaba desbocada, con risas por parte de ella ahora también.

—Ya veo que has dejado las pastillas —afirmó.

—Lo siento, joder, no podía más.

—¿Y por qué lo sientes?

—Coño… pues… tú…

—Lo he disfrutado tanto como tú si es eso lo que te preocupa. Me gusta como gimes, como me miras, como disfrutas. Me gusta mantener mi estado de excitación, castigarme. Desear meterme tu polla entre mis piernas, pero privarme de ello.

—Definitivamente estoy metido en una de mis novelas, solo espero que sea larga.

Anna rio, primero tímidamente para luego soltar una sonora carcajada.

—Anna, no creo que pueda… correrme…

—No vuelvas a comprar boletos para ser un gilipollas crónico. Que yo no te he pedido nada. ¿No quieres volver a verme?

—¿Eso crees? —ironizó Rodr, que seguía con la estúpida sonrisa provocada por el orgasmo.

—Pues ya sabes, hay tiempo para practicar —sentenció ella mientras se vestía—. ¿Lo ves? No soy tan mala. Soy comprensiva. A no ser que me regales un libro de autoayuda, que entonces te cortaré los huevos y los guardaré en mi casa en un tarro.

El escritor no podía dejar de mirarla y reírse, y, como amante de las citas que era, le dijo mientras se dirigía a la puerta de salida:

—Odio que te vayas, pero me gusta ver cómo te vas.

—Ya —dijo ella parándose momentáneamente en la puerta—. Eso es porque te encanta mirarme el culo.

VI

Aquella mañana había salido el sol. El día parecía menos frío, la jaqueca menos intensa, casi pudo prepararse un café sin temblar. Era pronto y aprovechó para salir a correr un poco, todo le parecía un poco más bello que los días anteriores. Los quioscos abriendo sus persianas, los repartos, la ciudad preparándose para afrontar el día. No se sentía en forma, pero estaba dispuesto a mejorar, poco a poco. Una niña pequeña aferrada a la mano de su padre, camino del colegio, le recordó el maldito día que todo cambió, pero consiguió sacarse la imagen de la cabeza, sorprendentemente rápido. Supuso que era lo más parecido a estar de buen humor.

La actividad en las calles fue creciendo y decidió emprender el camino de regreso a casa, en su cabeza estaba encontrarse con Anna en el bar. Trotaba, un poco ensimismado, cuando cruzando la última calle que le separaba de la suya algo le hizo parar en seco. Instinto, seguramente. Delante de él una moto pasó a toda velocidad, saltándose el paso de peatones, pudo sentir el viento al estar a punto de atropellarle. Con el corazón agarrotado, siguió la trayectoria del vehículo con la mirada. Esta hizo un extraño, probablemente recuperándose de la maniobra de esquiva contra él, perdió el control y se estampó directamente contra una mujer que tiraba unos cartones en uno de los contenedores de reciclaje. Dos cuerpos despedidos, estruendo y doscientos kilos de metal.

Enric se acercó lentamente a la escena, incapaz de reaccionar con más celeridad. La moto estaba hecha añicos empotrada contra un coche aparcado, el motorista se lamentaba a bastantes metros del primer impacto, y la mujer…

La mujer era la vecina del primero, una agradable señora de setenta años que siempre le había tratado bien desde el día de su mudanza. La sangre cubría su albornoz, ocultando por completo el estampado. Bajaba siempre a primera hora para reciclar. Antes de desayunar, antes de vestirse, antes de todo.

No iba a volver a hacerlo.

La gente fue llegando, arremolinándose. Rodr era incapaz de reaccionar, una fuerza invisible le presionaba el pecho. No era capaz de recordar con claridad. ¿Había parado justo antes de que la moto estuviera a punto de llevárselo por delante? ¿Era el motorista quién le había esquivado? A la pobre anciana poco le importaba ya, estaba inconsciente, quizás ya muerta. Algunas personas llamaron a las asistencias, otras socorrieron al motorista, conscientes de que era el único que tendría alguna oportunidad.

Enric Rodr solo observaba, como un convidado de piedra.

«Otra vida», pensó. Le había robado la vida a otra persona. Ese montón de basura engrasada para correr debía impactar contra él, pero no lo había hecho. Su mano derecha comenzó a temblar, como nunca, de manera incontrolable. Otra mano la agarró con dulzura, deteniéndola. Cuando giró la cabeza se encontró con Anna.

—Ni lo pienses —fue lo único que dijo.

El escritor balbuceó algo, pero fue interrumpido:

—Ni se te ocurra pensarlo.

Entre la gente algunos gritaban y pedían ayuda, de fondo se oían las sirenas, pero él consiguió aislarse de todo y de todos. Solo veía a Anna la programadora, que le miraba con ojos comprensivos pero severos, indicándole que no iba a permitirle caer de nuevo en un pozo. Se besaron, entre el caos y el dolor, dos personas besándose. Lo grotesco mezclándose con lo poético.

—Querrán hablar conmigo —dijo el autor viendo que Anna le tiraba de la mano, animándole a irse.

—Tú, no existes, cariño —respondió ella—. Hoy no.

La programadora lo arrastró hasta su edificio y lo metió en el montacargas, apretando el botón que los llevaría al ático y volviéndole a besar, apasionadamente. Un beso de pasión, lascivo, sin condescendencia. Enric correspondió, aquel cuerpo casi tan alto como el suyo, tan deseado, era lo que le separaba del dolor que sentía. El ascensor llegó a su destino, pero no se detuvieron, entrelazando sus lenguas, con la pierna de ella en la entrepierna de él, enredados, con las manos de ambos explorando sus cuerpos. En la calle se oían las sirenas, o quizás ya no. Sus respiraciones aceleradas eran demasiado fuertes para oír algo más.

Entraron en su piso, se separaron y se quedaron uno frente al otro estudiándose. En medio del salón, simplemente observándose. Estaba más guapa que nunca, con un vestido corto y medias, en contraste con el chándal de él, esa mañana, parecía una princesa. Anna se quitó el vestido, a una distancia prudencial, expresando con su rostro que aún no se podía acercar. Se quitó entonces el sujetador, mostrando los pechos que tanto le gustaban al anfitrión. La imitó, quitándose la parte de arriba, mostrando un torso delgado, castigado, marcado por sus costillas. Se miró a sí mismo, acomplejado.

—Yo follo cerebros, no cuerpos —dijo ella consciente de lo que estaba pensando.

El resto de ropa del demacrado escritor se lo quitó la programadora, con delicadeza, sin dejar de mirarle a los ojos, combinando la sutileza de sus movimientos con el fuego de su mirada. Por la mente de Enric pasaba de todo, deseo, dolor, tristeza. Sintió que un ser superior le había mandado al motorista, recordándole lo insignificante que era, una especie de “Ey, no te flipes, que un perdedor es un perdedor”. Pero por otra parte una preciosa, interesante e inteligente mujer parecía dispuesta a hacerle olvidar el mundo.

—La vida duele —dijo él, desnudo.

—A mí lo que me duele es que no me toques —contestó ella poniéndole las manos en sus senos.

Se los manoseó, desesperado, como si un invisible reloj de arena estuviera comenzando una cuenta atrás. Le pellizcaba los pezones, duros y puntiagudos, mientras ella le agarraba el miembro y lo acariciaba.

—No sé si puedo, Anna, soy un puto desastre.

—Yo creo que sí puedes —afirmó ella al sentir su polla crecer entre los dedos.

—No sé si debo —matizó Rodr.

—Olvida la religión, lo místico, el bien y el mal. Olvida tu pasado y no pienses en el futuro. Olvídalo todo y joder, fóllame de una puta vez.

Enric se abalanzó sobre ella y entre besos y magreos terminaron cayendo al suelo. Restregó su erección por encima de su ropa interior, gimiendo, ambos, deseándose.

—Mmm, eso es, eso está mejor. Haz que me retuerza de placer.

Anna se retiró las bragas, mostrándole su sexo húmedo y dispuesto, no hacía falta ser un experto en mujeres para darse cuenta de que era un especial, sexual, fogosa. El autor frotó su glande por su entrepierna, excitándose aún más, retrasando el ansiado momento de la penetración.

—¿Quieres ser cruel conmigo? No sabes con quién hablas, perro verde.

La programadora le rodeó con las piernas y se penetró, hasta el fondo, sintiéndose ensartada por aquel pedazo de carne. El gemido fue agónico, liberador, y comenzaron entonces las embestidas contra el suelo.

—¡Mm! ¡Mm! ¡¡Mmm!!

—Joder tía es que me pones demasiado —dijo sin dejar de mover las caderas.

—Fóllame sin pensar tanto, joder.

Siguió con las sacudidas y ella aprovechó para morderle en el cuello y arañarle la espalda, se movía como un reptil, de manera animal.

—Me gustas demasiado —insistió él.

—¡Pues no pares!

—¡Ah! ¡Ah! ¡¡Ahh!! ¡¡Mmm!!

—¿Te hago daño? —preguntó al sentir que las embestidas contra el suelo eran cada vez más violentas.

—¡Claro! ¿No me ves? Estoy sufriendo muchísimo —ironizó ella aumentando el ritmo.

—¡Ah! ¡¡Ah!! Joder. ¡¡Ohh!!

Rodr sintió que estaba a punto de llegar al clímax, pero Anna empezó a rebajar el ritmo, alargando el placer y el coito.

—¡Eres cruel! —le increpó él entre risas, disfrutando de cada momento.

—¿Yo? Pero si soy la viva imagen de la bondad.

Se detuvieron por completo y ella se colocó a cuatro patas, mostrándole su sensual culo, con una de las nalgas tatuadas. Enric se colocó detrás, agarrándole con fuerza las caderas y buscando de nuevo su sagrada cueva con el erecto falo para volver a penetrarla.

—¡Ahh!

Siguieron follando en esa nueva postura, disfrutando, cada uno con su peculiar personalidad. Ella disfrutándolo de manera desenfadada y él, a ratos, preocupado por las rodillas de su amante, lamentando no haber ido a una cama.

—¿Seguro que estás bien?

—¡Calla y fóllame, joder! Que no soy de porcelana.

Volvió a subir el rimo. El escritor deslizó una de sus manos, acariciándole el sexo sin dejar de penetrarla, potenciando el placer. Ya no había dolor, ni cicatrices, ni traumas, solo placer. Sexo, puro sexo.

—¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!! ¡Joder! ¡Joder! ¡¡Mmm!!

Finalmente se corrió, llenándola de su esperma y alcanzando un orgasmo que le hizo temblar entero. Ella pareció correrse también, justo al sentir el primer espasmo, demostrando que tenía el control de la situación desde el principio. Quedaron ambos tumbados sobre el suelo, cuerpos calientes sobre baldosas frías.

—La próxima vez podríamos ir a la cama —bromeó él.

—Te he visto tan necesitado que no estaba segura de que pudieras soportar el trayecto hasta allí —respondió ella entre risas.

Hablaron, durante más de dos horas. Acariciándose, redescubriendo sus cuerpos. Luego se trasladaron a la cama, donde aprovecharon para volver a follar. Y así estuvieron durante todo el día. Oscureciendo, sin que ninguno de los dos hubiera desayunado, comido ni nada por el estilo, Anna se quedó dormida. Él no dejaba de observarla, parecía que roncaba, pero en realidad gemía. Entre sueños. Gemía.

«Mi pequeña ronqui-gemidos».

VII

Al día siguiente Enric Rodr preparó un abundante desayuno, con toda la intención de recuperar las fuerzas. Pretendía sorprenderla. Su imaginación estaba más activa que nunca. Imaginaba que su vida era un bestiario, una especie de zoológico de animales extraños y exóticos. Lo había rellenado durante su existencia con los más interesantes seres hasta que se había quedado vacío. Sin interés, sin ganas de vivir. Ahora, un ejemplar nuevo, el más especial de todos, se paseaba por él. Pavoneándose. Sin barreras, ni jaulas, simplemente porque él quería. Acababa de convertir a Anna en su unicornio particular. Se sonreía con sus propias ocurrencias mientras se armaba con la bandeja e iba en su encuentro.

—¿Desayuno? —preguntó ella—. Tiene sentido, llevamos veinticuatro horas sin comer nada jejeje.

—Sí, a veces, se me pasan estos pequeños detalles.

Degustaron embutidos, quesos, bebieron café y charlaron, de todo. Como siempre. Eran distintos, pero en común tenían que la normalidad les aburría. Volvieron a follar, entre migas y risas, tirando la bandeja, los platos y las tazas por el suelo. El escritor estaba exhausto, pero colmado por el bienestar. Ahora ella le acariciaba el pecho, paseando las largas uñas por su anatomía. De nuevo aquel maravilloso contraste, entre lo salvaje y lo tierno, lo dulce y lo animal.

—¿Por qué eres así conmigo? —Dijo él.

Era una pregunta sincera. Su mente estaba más despejada que en mucho tiempo. No entendía la razón por la que una mujer así querría nada con él.

—¿Y tú? ¿Por qué eres así contigo? Y no me vengas con atribuirte absurdas muertes que nada tienen que ver contigo. No eres tan importante, señorito.

—Yo… no lo sé. Quizás sea adicto a la tristeza.

—Eso es una gilipollez. Un adicto a la tristeza no se medica para no sentirla.

—Mi cabeza es un polvorín. De mala conciencia, de traumas, de cosas que no comprendo. Miro por la ventana y no entiendo el mundo, o él no me quiere entender a mí. Ey, sé que te molesta esta manera de ser, pero no tengo mejores respuestas.

Anna le besó, con dulzura.

—Me gustas como eres, porque eres tú —dijo justo antes de empezar a vestirse.

—¿Te vas?

—Cariño, tendré que trabajar algún día. ¿Y tú? ¿Cuándo vas a volver a escribir?

—No creo que pueda —respondió después de reflexionarlo.

—¿Por qué no? Utiliza ese polvorín del que hablas y escribe tu mejor novela.

—No es eso.

—¿Entonces? —repreguntó la programadora realmente intrigada.

—Me haces sentir bien. Siento mi mente tranquila, casi rozo la felicidad. No sé escribir cuando estoy en este estado, simplemente no tengo nada que contar.

Anna le miró como nunca antes. Como si acabara de escuchar la peor de las revelaciones. Sus ojos expresaban una decepción indescriptible. El escritor se dio cuenta.

—¿Anna?

No dijo nada, tan solo terminó de vestirse.

—¿Te ocurre algo?

Se acercó a él, que seguía tumbado en la cama, le besó de una manera especial, de una que no conocía aún.

Dijo:

—No me pasa nada. Adiós, cariño.

VIII

Al día siguiente Anna no estaba en el bar. Ni al otro. Ni en toda la semana. La buscó por todas partes, bajando en las paradas de metro cercanas, recordando una de las pocas informaciones que tenía de ella. Trató de enviarle un correo pero la dirección ya no existía. No sabía su apellido, ni su teléfono, ni dónde vivía. Preguntó a vecinos, a los dueños del bar, llamó incluso a empresas de programación.

Nada.

Se había esfumado. La gente del bar la recordaba, así que por lo menos sabía que no estaba loco.

Pasó un mes.

Nada.

Volvieron las pastillas, la angustia, la tristeza y el alcohol. Muerte, sangre, hierros deformados. El bestiario vacío. Un perro verde sin dueño.

¿Por qué?

Llegó la ira, y luego el llanto. Ya ni siquiera se reconocía al mirarse al espejo. Miró por la ventana y el mundo volvió a abofetearlo. Nunca lo comprendería. ¿En qué había fallado esta vez? ¿Qué es lo que había dicho?

Enric Rodr fue a su habitación y miró fijamente la soga. Ya no sentía miedo. No había sabido vivir, solo esperaba saber morir. Retiró la cama lo justo para que la soga quedara en un extremo, era un plan sencillo. Se puso en pie sobre la cama, se la ajustó al cuello, de puntillas. Solo tenía que saltar hacia adelante y con un poco de suerte el golpe le fracturaría el cuello, sin necesidad de agonizar. Mantuvo unos segundos el equilibrio. Un salto, solo un salto. Ya no tenía nada que contar…

Recordó sus días con Anna. Tan escasos y tan intensos. Aquel ser que parecía que había venido a rescatarle.

Anna…

Se habría podido convertir en su mejor novela. Lo tenía todo. Sexo, dolor, felicidad. Quizás su última novela, una especie de autobiografía parcial. Era demasiado tarde. ¿Era demasiado tarde? Solo tenía clara una cosa, el principio:

La Cara Oculta de la Media Luna

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