TANATOS 12
CAPÍTULO 24
Siempre fui de los que piensan que la felicidad no radica tanto en los momentos puntuales, por exitosos o jubilosos que sean, como en las dinámicas repetidas, y la mañana del lunes siguiente confirmé mi parecer: sonó el despertador y María y yo comenzamos nuestros automatismos silenciosos de un día laborable, pero había control, había seguridad, y había ese poso de afecto intacto que solo se valora tras las reveladoras crisis.
Mientras desayunaba pensaba en si de verdad podríamos mantener el compartimento estanco de nuestra vida sexual, ahora con Edu absolutamente presente, y conservar el resto de elementos completamente intactos y a salvo. Y, consciente de las dificultades, concluía que sí podría ser posible. Si bien tenía presente que María había estado en lo cierto la noche anterior cuando me había dicho que mi situación era más sencilla que la suya, cosa que se hizo patente y de actualidad justo tras despedirme de ella, como siempre con un beso, pues ella se iba al despacho, y allí estaría Begoña, y allí al día siguiente Carlos, y ocupaba el puesto que había dejado Edu.
Mi trabajo sí era un oasis absoluto. Nadie de mi círculo sabía nada de nuestras locuras salvo mi amigo Germán, el cual no me había vuelto a preguntar, y yo no me había vuelto a ver en la necesidad de hablarlo con él, quizás hasta porque, de una extraña forma, Begoña había ocupado su lugar.
Yo miraba de vez en cuando el teléfono para comprobar sobre todo si Edu nos escribía a los dos, y el hecho de no hacerlo me hacía pensar que pudiera ser algo solo ceñido a los fines de semana que él viniera. Y lo cierto era que pensar eso me aliviaba, y también me hacía creer que la teoría de María pudiera ser acertada, y que podría ser verdad que no tenía apenas fisuras aquel plan de tener a Edu como amante y orquestador de situaciones. De hecho, realmente parecía que la única fisura era Edu en sí.
Esa noche de lunes vimos una película tumbados en el sofá, no estrictamente abrazados, pero sí acaramelados y hasta mimosos. Como si no hubiera pasado nada. Y yo, aun con obvia curiosidad por saber en qué punto sexual se encontraba ella con respecto a mí, no planteé nada, pues sabía que aún teníamos que rebajar los sentimientos de lo recientemente vivido. Tampoco le pregunté sobre lo sucedido en la casa de Edu, y lo que sí hice fue proponerle ir a cenar fuera, los dos, la noche siguiente.
—No Edu. No Begoña. No Carlos. No nada… —dijo María, en tono afable, y yo no solo acepté sus condiciones, sino que las secundaba al cien por cien.
Ese martes, después del trabajo, no la quise ir a buscar a su despacho, pues ya lo consideraba como una especie de terreno minado. Quedamos directamente en el restaurante, que estaba en una azotea de un hotel, al aire libre.
Llegué antes que ella; las tardes eran largas, eternas, y aún planeaba la luz del sol a ras de los tejados mientras la esperaba. Y pensaba en que era tremendamente afortunado, pues sentía que no había parado de meterme palos en las ruedas, sin parar, durante los últimos quince meses, como si yo mismo hubiera trazado y ejecutado un plan consistente en que María se hartara de mí.
Apareció, con su melena voluminosa, un traje verdoso de pantalón y chaqueta, y una camiseta blanca de cuello redondo que creaba un relieve agradable de ver. Me puse en pie, nos dimos un beso, y dijo:
—Tu móvil. Dámelo.
Me alarmé inmediatamente. Temiendo que quisiera volver a aquello de Begoña.
—¿Y eso?
—Solo nosotros. Venga. Que a veces parecemos tontos, todo el día pendientes del dichoso teléfono.
Suspiré aliviado. Se lo di. Y ella metió ambos móviles en su bolso.
Lo que vino después fue una cena que me asustó, pues me llegó a intimidar lo que sentía por ella. Y me sentía otra vez dichoso y culpable. Hablamos de pasado. De futuro. Y no tuve ni la más mínima tentación de sacar nada respecto a Edu o al sexo.
Charlamos sobre la boda, que habíamos, o había ella, postpuesto hasta el junio siguiente, y entonces María empezó a plantear la idea de celebrarla antes. Y yo no es que no estuviera de acuerdo, pero sí sentía que ella buscaba con ese adelanto una muestra, o automuestra, de que todo era normal. Y no es que yo no confiara en que pudiera ser así, sino que sentía que cada decisión tomada o a tomar en esos días, estaba innegablemente vinculada a esa especie de nuevo plan de vida.
María no veía problema alguno en celebrarla en septiembre, ya que siempre había sido pensada como algo bastante íntimo y más o menos sencillo de organizar, y yo no era capaz de poner pegas a su razonamiento, porque no era un tema de precipitación, y las cábalas sobre sus posibles motivos me eran imposibles de explicar.
Hablamos de su trabajo, de su nuevo puesto. Hablamos del mío, y de mi familia, y de la suya, y yo la miraba, y de nuevo me sentía dichoso, y de golpe, a veces, llegaba a recordar y a alucinar con haberla entregado a otros hombres… y en seguida intentaba corregirme para no pensar en ello.
Esa noche, ya en casa, ya en la cama, tampoco quise plantear nada de sexo. Y, al día siguiente por la mañana, en la ducha, sentí una erección casual, y multitud de imágenes se cruzaron en mi mente… de María con Edu… con Carlos… con aquel chico de la playa… pero me negué, me negué a utilizar aquellas imágenes y aquellas vivencias… y decidí concienzudamente imaginar sexo puro, de ella y yo: me imaginé que, durante la cena de la noche anterior, ella se levantaba de su silla, venía hacia mí, se quitaba los pantalones, y me montaba a la vista de todos los comensales. Imaginaba a los camareros, quietos, petrificados e impactados, ante aquella mujer que se follaba a su prometido… Se lo follaba… me follaba… en presencia de toda esa gente que observaba, atónita y excitándose… por ver a aquella mujer moviéndose, orgullosa, plena… en un sexo sentido, y hasta amoroso… y yo me aferraba a ella, y ella me abrazaba mientras movía su cadera adelante y atrás… y yo pronto eyaculaba en la ducha… en un orgasmo que no era tan explosivo como si hubiera usado imágenes vividas con María y aquellos otros hombres… pero que conseguía así no sentir culpa tras acabar.
Y aquel miércoles transcurrió con normalidad a excepción de que, mientras cenábamos, pude ver cómo Rubén le escribía y ella le respondía desganada, y apenas un par de frases. Y yo entendía que le ofrecía lo justo para cubrirse en caso de que Edu le preguntara por Rubén.
Y fue la tarde siguiente. Sin previo aviso. Sin nada que pudiera prepararme para ello… cuando todo explotó:
Estaba en una reunión y mi chaqueta comenzó a vibrar en impactos cortos, cerca de mi corazón, pero mi corazón no se alteró, no hasta que vi que Edu había decidido anticipar el fin de semana.
Silencié mi teléfono y estuve en una intranquilidad absoluta, deseando que aquella reunión acabara cuanto antes, para así poder ver a qué se debía su nueva incursión.
Escuchaba a mis compañeros hablar y, como siempre, y a pesar de decirme a mí mismo que estaba viviendo unos días en los que quería que todo fuera más despacio, comencé a sentir que había una importante parte de mí que quería todo lo contrario.
La reunión terminó, me fui a mi mesa, cogí aire, saqué el teléfono de mi chaqueta… y leí, sin querer, la última frase. Y, cuando la leí, mi mano apenas pudo sujetar el móvil, y mis dedos apenas me obedecían en su intento de subir hasta llegar al origen de todo, y es que la última frase de la conversación, escrita por Edu, decía: “A las diez a follarte”.
Conseguí llegar al principio y vi cómo Edu abría fuego con el tema de Alberto otra vez, que ya sonaba a excusa, si bien él no parecía necesitar rodeos para plantear sus intenciones. Después, y sin anestesia previa, había escrito:
—Ya me he enterado de que hoy vas enseñando pierna.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntaba ella y yo hacía memoria hasta recordar que había salido de casa por la mañana en falda y camisa.
—Pues Víctor, quién si no.
—Ah, ya. Lo vi por ahí. Vino a instalar no sé qué a las dos becarias nuevas. En fin —respondía ella, más locuaz de lo acostumbrado.
—Por cierto —había escrito entonces Edu.
—Qué.
—Que Víctor va a ir a follarte esta noche. Está todo arreglado.
—¿Qué coño dices? —preguntaba María y a mí me temblaba la mano, y hasta la cabeza y el cuello. Y sentía que me faltaba el aire.
—Lo que oyes. Ya le he dicho que Pablo mirará y que, mientras mira, él te va a follar. Me tienes que dar tu dirección para que se la pase.
—¿Pero de qué coño vas? —se indignaba María, y yo veía que tras su frase había una nota de voz de Edu, de catorce segundos.
Infartado, rebuscaba en mis cajones en busca de unos auriculares. Mi corazón se me salía del pecho. Sentía la boca seca y me sudaban las manos. No me podía creer su desfachatez, su crudeza… y me sentía mal por María, porque tuviera que enfrentarse a él de aquella manera.
Finalmente no encontré auriculares así que bajé el volumen y me llevé el teléfono a mi oído, y escuché la voz de Edu decir:
—No voy de nada, María. Este fin de semana voy con la pelirroja, como tú la llamas… Bueno, vamos los dos a mi casa de ahí de la playa, así que estaremos ocupados… Cerca, pero ocupados. Y a Víctor le va su hijo de la universidad… Así que solo puede follarte hoy.
Yo no me lo podía creer. No entendía, por mucho que lo conociera ya, cómo podía ser así. Así con una María, además, que ya había claudicado mucho… Y es que, en aquella propuesta, u orden, no había morbo, no había juego. Solo había saña.
Leí entonces lo que le había respondido María:
—No me lo estás diciendo en serio. No puedes estar tan mal de la cabeza. Espera, te llamo.
—No, no. No me llames. No hay nada de qué hablar. Escríbeme tu dirección exacta y más o menos a las diez va a follarte.
No había nada más escrito. Y yo dudé en escribirle a María, y vi que no se había conectado desde el momento justo de la última frase de Edu.
Y entonces la llamé. Una. Dos. Tres veces. Pero no respondía a mis llamadas.