ESTRELLA GARCÍA GONZÁLEZ
Retumbaban los huehuetl en el rojizo atardecer, excitando los cuerpos danzantes que lucían empapados en sudor. Las coyoleras y los ayacaxtli se oían entre los brincos al mismo tiempo que los penachos emplumados oscilaban al son del teponaztli. Entre el furor, el sonido del atecocolli surgió haciendo el llamado a lo sagrado y el permiso… ¡Fue otorgado!
Al pie de la pirámide, dos hermosos jaguares esperaban el descender de su ama, mientras que, al centro de la explanada en la mesa de sacrificios, yacía atado de pies y manos el malhechor que tiempo atrás había lanzado su pluma hacia la Diosa, difamando su honor. En lo alto, respaldada por la luna, apareció Coatlicue, aumentando el fervor de los danzantes. Orgullosa la madre de los Dioses, exhibía sus pechos desnudos; el cascabeleo de la serpenteante falda advertía el peligro con su lento descender, acrecentando la agonía del hombre desafortunado.
—¡Perdóname Coatlicue, no era mi intención!
—¡No existe perdón para el hombre que quiera opacar mi pensamiento, burlar mi falda o dañar mi pecho! —dijo Coatlicue, quién tomó su daga de obsidiana y de un tajo abrió el pecho del hombre arrancándole el corazón para colgarlo en su collar como un adorno más.