ARCADIO M

La besó. Con la seguridad de una hoja seca que se cae del árbol a sabiendas que se estrellará contra el suelo. Con la delicadeza con la que la llovizna de otoño impregna el paisaje de humedad. Con la suavidad propia de una flor en primavera.

La miró a los ojos, a aquellos ojos que desprendían interrogantes al tiempo que brillaban de pasión. La volvió a besar. Con la furia del mar en invierno contra lo acantilados. Con el ímpetu del viento en la tormenta. Con el deseo insaciable del río que quiere llegar al mar.

La volvió a mirar. Su cabeza pensaba qué decir, como excusarse, como justificar aquel arrebato tan impropio de él como la nieve de la playa. Su cerebro procesaba, pero no ejecutaba. «Te quiero», acertó a decir. Y mientras en su cabeza se encendían todas las alarmas, mientras su corazón latía a máximas revoluciones y rozaba el punto de explosión por aquellas palabras, que si a caso, venían a complicar todavía más la situación, ella, mirando a los ojos, lo besó. Con la delicadeza de quién tiene algo que no quiere romper, con la calma con que se saborea un dulce único e irrepetible, con la posesión de no querer perder lo que tiene.

Lo miró a los ojos. «Yo también te quiero». Y los dos, sonrojados, se cogieron de la mano y caminaron. En el silencio del sendero que parecía llevarlos a su destino.

Y se volvieron a besar, una y otra vez, hasta el final del camino, en el otoño de sus vidas, cuando ya no quedaba sendero para ellos.

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