ALBERTO MORENO
(en memoria de Baltazar Garzon)
El color de la piel de don Amalio, el magistrado perseguidor, era lechoso, tirando a marfil viejo.
El nudo de la corbata empujaba y apretaba el cuello de la camisa hasta la misma nuez.
Desde allí, hasta la frente era todo el trozo de piel que se veía del magistrado.
El resto del cuerpo, embutido en un traje gris marengo parecía la piel de un armadillo.
Era domingo.
En el salón de su casa ocupaba el lugar de siempre, sentado a la diestra de una mesita redonda de apenas 50 cm de diámetro, junto a la repisa atestada de libros gruesos de piel de rinoceronte viejo.
Todos los libros estaban de pie, en guardia, listos para escupir una norma, un refrendamiento, una jurisprudencia, un refrito ininteligible ajeno al idioma refrescante y vivo de la gente de la calle.
Era evidente que le ocupaba un asunto grave. Había bajado del pajar uno de los libros mas engrasados y lo tenia abierto por la pagina 425.
Leia, se relamía y volvía a leer.
- “Era evidente, el mago Baltazar Garzon( Merlín) esta vez lo iba a pagar caro, por osado y por hijo de puta”- masculló.
Estaba solo. Remedios, su mujer y Amalia, su hija soltera, habían ido a misa de las 7 de la tarde.
Al salón desembocaban dos puertas. La del pasillo que conducía a la entrada de la vivienda y la otra, la del despacho.
Estaba cerrada.
Decidió consultar algunas notas allí dentro, a la vez que cogería el frasco de las grageas. El hígado le daba punzadas. El jodido asunto del mago Baltazar Merlín lo tenía desquiciado.
Se levantó y se dirigió a la puerta cerrada.
Al empujarla, una bandada de neuronas -murciélagos, cogidas por sorpresa revolotearon en el aire y se posaron en la lámpara del techo, listas para entrar en combate.
El magistrado tenía 3 equipos de neuronas: las puestas, las que le daban aspecto bobalicón de vendedor de huevos de codorniz o repartidor de tulipanes silvestres, las del despacho res, rervadas para misiones de más enjundia y las que guardaba en la caja fuerte.
Estas, eran las venenosas, las asesinas, las letales. No soportaban el aire o la luz. Se descomponían y perdían eficacia, por esta razón habitaba en la oscuridad de la caja fuerte del magistrado.
Cogió el bote de las grageas y volvió al salón. Las neuronas murciélagas se quedaron en la lámpara ojo avizor por si las moscas.
Sonó el timbre de la entrada.
Don Amalio esperaba visita. Era Don Fernando, su socia en el Tribunal. Le había llamado por la mañana, entonces desayunaba cuando sonó el teléfono.
- “¿Dígame?”
- “Buenos días Amalio, soy Fernando, me gustaría visitarte esta tarde, ¿tienes inconveniente”?
- “¡Por el amor de Dios!”
- “Será una gozada, ¿a que hora quieres venir?”
- “Sobre las 7, llevaré el escrito y lo comentamos”.
- “¡Hecho!”
- “Te espero”.
Colgaron.
Don Amalio terminó el desayuno y decidió bajar al quiosco para comprar la prensa.
A las siete, Don Fernando entro. Traía el gabán puesto.
-“¡Traigo el frío metido en los huesos! Es la cosa esta, que me tiene todo el estòmago revuelto”.
– “Quieres un orujo o un coñac?”
– “Un coñac mejor”.
Don Amalio no bebia alcohol, fue a la cocina, llenó un vaso de agua y se tomó la gragea.
Don Fernando había dejado el gabán en la percha y se había acomodado en uno de los sillones mullidos del salón ,dio el primer sorbo al coñac.
-“¿Has leído la prensa?”
– “¿Cuál, la nuestra o la otra?”
– “La otra”.
-“No, nunca la leo, es superior a mis fuerzas, solo con ver las cabeceras me siento mal. ¿Qué dice?”
– “Están perdiéndonos el respeto”.
– “Estos van a por nosotros, éramos inodoros, incoloros, invisibles y ahora tenemos nombres, rostro, incluso condición humana, hasta las moscas si lo desean nos picarian los testículos”.
Don Amalio, preguntó:
– “¿Has traído el escrito?”
Don Fernando abrió el portafolios y extrajo un documentos de varias hojas, serían como 5 o 6.
Don Amalio, empezó a leer, sin vehemencia, con cierto distanciamiento, era obvio que no le producía un gran interés.
Estaba bien redactado, pulcramente mecanografiado, era frío, distante, exhalaba olor a cloroformo, era una explicación a la opinión publica de los últimos acontecimientos acaecidos.
Don Amalio se levanto, no dijo nada. Se dirigió a su despacho.
Al entrar, las murciélagas neuronas seguían en el techo ojo avizor.
Trasteo en uno de los cajones de la mesa, extrajo las llaves de la caja fuerte y una cánula metálica, fina, larga, como una paja de refresco.
Manipuló la cerradura y una mirilla situada en la parte superior se desbloqueó. Introdujo la cánula por la ranura y se aplico el otro extremo a uno de los orificios de la nariz.
Empezó a esnifar con fruición, profundamente, como si fuese un ejercicio respiratorio.
Las neuronas venenosas empezaron a trasegarse a su cerebro. Don Amalio siguió esnifando 5 minutos más.
Cuando termino, sus ojos se habían transmutado. Ya no eran de vendedor bobalicón de huevos de codorniz. Ahora, eran acerados y turbios. La mala leche que portaban sus retinas sobrepasaban todo lo imaginado, al respirar exhalaba un aire corrosivo como si el salón se hubiese transmutado en la sala de maquinas de Charnovish justo el dia de la explocion de la central.
Devolvió la cánula y las llaves a su sitio y volvió al salón.
Entonces, Don Amalio tomo la palabra:
– “Fernando, este escrito esta bien, pero no debemos cursarlo. Nuestra respuesta debe ser el silencio. Debemos recuperar nuestra condición de invisibles, ser percibidos pero no vistos. Además, tenemos todas las cartas de la baraja, incluso, hicimos nosotros la baraja.
Hemos mandado a la cárcel, a banqueros, a ministros, a militares.
Podemos encauzar hasta a un presidente de gobierno, solo se nos
resisten la reina de Inglaterra y el Papa.
– El silencio debe ser nuestra respuesta. Este pretencioso impostor pagará con creces su osadía. Solo hay un camino, mas pronto que tarde caerá en su impaciencia.
El timbre de la puerta volvió a sonar. Doña Remedios y Amalia hija volvían de misa. Saludaron a los presentes y se marcharon a la cocina.
Don Amalio volvió a preguntar a Don Fernando: ¿te apetece otro coñac?
-“No, gracias, voy a marcharme”
Se embutió de nuevo el gabán, saludo a las mujeres y en la puerta en el momento de despedirse estrecho la mano de Don Amalio.
Al mirarlo a la cara, le pareció no reconocerlo, le recordó el rostro de un vampiro. No dijo nada, de nuevo el frío, pero otra clase de frío se le había metido en todos los huesos de su cuerpo.
-fin-
A la persecución sufrida por Baltasar Garzon