MOISÉS ESTÉVEZ
Karen cerraba el bar todas la noches en torno a la una de la madrugada
después de una dura jornada de trabajo de más de diez horas. Un local que en
ese momento gozaba de tener muy buena fama entre los neoyorquinos de
clase media-alta, un lugar donde lo mismo podías tomar un magnífico
desayuno, que disfruta de la famosa happy hour o cenar románticamente con
quién sea, todo acompañado siempre por una música muy agradable acorde al
momento, un ambiente acogedor y un trato inmejorable.
Su jefe confiaba en ella para llevar el negocio desde las trincheras, por
lo que la mayoría de los días aquel se iba pronto a casa para poder ver a sus
hijas despiertas y darles un beso de buenas noches, y si no iba muy cansado
hasta les leía un cuento.
Por su parte, Karen, no tenía a nadie esperándola en su modesto
apartamento del Soho, así que se encargaba de cerrar las cuentas del día y
arquear la caja, no antes de haber repuesto lo necesario para que los
compañeros de la mañana empezaran a servir los desayunos a los clientes
más madrugadores.
Ese miércoles el efectivo en caja era escaso, como de costumbre, una
costumbre implantada paulatinamente, favoreciendo el pago con tarjeta, lo que
reducía las probabilidades de robos, y haciendo a su vez que cerrar el local a
altas horas de la noche fuera menos arriesgado y peligroso.
Tomó su bolso, apagó todas las luces y encendió las destinadas a la
limpieza, ya que el personal estaría al llegar. Salió por la puerta trasera que
daba a un pequeño parking en superficie donde tenía estacionado su viejo
coche. Sacó las llaves y el teléfono por si tenía algún mensaje que fuera
interesante de leer o escuchar cuando de repente notó un leve pinchazo en el
cuello…
Buenos Relatos 