VÍCTOR M. CAMPOS
El grito fue atroz.
Salió corriendo de abajo de un mueble, atravesó el pasillo y tambaleándose llegó hasta la puerta de atrás. Gruñía o hablaba en lengua muerta pidiendo que lo dejaran salir; que lo dejaran escapar. Fui tras él y abrí. Él intentó brincar al lavadero, pero el brinco fue tan torpe que sólo consiguió darse contra el borde y caer al piso. Empezaron las arcadas y en un santiamén la atrocidad de los gritos se multiplicó. El dolor se volvió evidente. De las arcadas vinieron las convulsiones y la espuma en el hocico. ¡Algo le hicieron! Sus pupilas empezaron a dilatarse más y más. ¿Qué hago? ¡Qué hago! Traté de agarrarlo y mirar dentro de su garganta. Sin embargo lanzó un espumarajo de sangre que me dio de lleno en la cara. Me eché atrás, aterrorizado. En cuestión de segundos empezó a morirse. Y a mí no se me ocurría qué hacer: tanto gritaba que no sabía si acelerarle el proceso o salir corriendo a pedir ayuda. ¿Pero ayuda a quién? De la nada uno se encuentra tan solo e indefenso frente a las cosas. Él gritaba y yo buscaba quién sabe qué en la calle, abandonándolo en sus últimos segundos. De pronto una piedra grande fue la respuesta a todas mis preguntas. Hasta allá lo oía: que por favor ya se acabara el suplicio. Entre lágrimas cargué la piedra y me lancé en su ayuda tan rápido como pude. Entré al patio y él convulsionaba, ya, sobre los miasmas verdes: abrí las piernas en compás, levanté la piedra más allá de mi cabeza, agarré aire y cerré los ojos. Sus gritos se detuvieron al fin. Ya no más, hermoso, le dije.
Ya no más.