ALEX BLAME

La tarde era oscura y neblinosa. Nadia avanzó por el barrio, siguiendo las indicaciones del navegador,  sin estar muy segura de llevar el rumbo correcto. Aquella zona parecía haber vivido su esplendor hacia tiempo. Las casas eran grandes y señoriales, de finales del siglo diecinueve o principios del XX, pero casi la mitad estaban desocupadas o directamente abandonadas. Giro a la derecha y, tal como le había indicado el hombre por teléfono, se internó en una calle sin salida que terminaba en una pequeña rotonda. Las casas allí eran más antiguas  aun que en el resto del barrio, pero parecían más cuidadas. El navegador le indicó que había llegado a su destino y aparcó el coche justo al lado de la penúltima parcela.

Salió del coche, se abrochó el abrigo, abrió el maletero y sacó un maleta metálica. El vaho de su propia respiración la envolvió y desdibujó momentáneamente la enorme verja de hierro forjado que custodiaba la casa, con sus dientes oscuros y afilados apuntando al cielo.

Nadia se acercó a la verja e intentó vislumbrar el edifico entre los barrotes. La casa  apenas se veía, pero se adivinaba imponente, agazapada tras un enorme castaño y dos cipreses centenarios. El camino de grava estaba irregular, y el césped desatendido; bien cortado, pero con calvas aquí y allá y algún que otro charco. Un golpe sordo contra los barrotes y el ladrido de un perro enorme la hicieron recular un par de pasos. El perro ladró un par de veces más y luego, aparentemente satisfecho, se alejó meneando el rabo.

La mujer suspiró y se acercó a una pequeña puerta lateral, donde había un  portero electrónico. —Buenas tardes, ¿Qué desea? —respondió una voz masculina al segundo timbrazo.

La voz del portero, grave y modulada, le recordó a Carlo.  Una oleada de tristeza la asaltó. Hacía ya casi dos años, pero aun sentía como sus entrañas ardían solo de pensar en todo lo que había pasado. Sacudiendo la cabeza se acercó al micrófono:

—Hola, soy Nadia  De Guzmán. Hablamos por teléfono esta mañana.

—Ah, sí. Pase señorita. —dijo la voz desbloqueando la puerta.

Nadia dudó un instante….

—Perdone… ¿Y el perro?

—Ah, es verdad. No se preocupe. Yo le llamo. En el fondo es un pedazo de pan, pero entiendo que con su tamaño imponga.

Nadia abrió la puerta reticente, con la maleta en el regazo en ademán defensivo. Los retazos de bruma, arrastrados por el viento, creaban elusivas siluetas que la sobresaltaban a medida que avanzaba por el corto camino de grava hasta la fachada del edificio.

Poco a poco, a medida que se acercaba, la fachada fue destacándose entre la  niebla, ante sus ojos, con su piedra caliza rezumando humedad, las ventanas de aspecto gótico y la gran puerta de madera adornada con enormes clavos de bronce. Apenas había puesto el pie en el umbral cuando la puerta se abrió. Un hombre vestido de librea, calvo, espigado y de rostro adusto le franqueó el paso:

—Bienvenida, señorita De Guzmán. La señora de la casa la está esperando en la salita. ¿Me permite su abrigo?

Nadia dio la espalda al mayordomo, sintiéndose un poco ridícula cuando el hombre la ayudó a librarse de la prenda. Aquella vivienda parecía una máquina del tiempo, con sus muebles antiguos, los pesados brocados y la enorme escalera de teca, que dominaba el hall. Por un momento sintió que había vuelto dos siglos atrás. El hombre guardó su abrigo en un armario y la guió por un largo pasillo. A medida que avanzaba, siguiendo las indicaciones del mayordomo, no pudo evitar apreciar el suelo de mármol blanco y negro cuidadosamente colocado, haciendo dibujos geométricos y las lámparas estilo art decó que colgaban del techo, creando un ambiente acogedor, pero a la vez cambiante y misterioso.

La salita era una estancia  cuadrangular, excepto la  parte que daba a la fachada, que tenía forma de arco y estaba dominada por un espectacular ventanal que daba al jardín. A la derecha, unos troncos de madera, casi consumidos, ardían desmayadamente en el interior de una chimenea de mármol blanco. A pesar de ser una estancia amplia, la cantidad de muebles fotos y recuerdos que contenía, la hacían parecer pequeña y atestada. El único lugar relativamente despejado era una mesa redonda, al lado del ventanal cubierta, con un pesado mantel de brocado y con cuatro sillas.

Una de las sillas estaba ocupada por una mujer mayor de edad indefinible. Al verla entrar se levantó con un gesto enérgico que desdecía su aspecto frágil. Nadia aprovechó para observarla con más detenimiento; vestía una bata de terciopelo color burdeos entallada, que acentuaba aun más la esbeltez de su cuerpo y la palidez de un rostro ovalado de ojos grandes, nariz aguileña y labios finos y temblorosos. Pero lo que más llamaba la atención era su cutis fino, sin apenas arrugas y su cabello blanco y brillante, recogido en una trenza dispuesta a modo de diadema. La anfitriona sonrió y con un ademan de una mano fina, tan cargada de anillos como de manchas de la vejez, le indicó una silla.

—Buenas tardes, señorita De Guzmán. Ante todo, quiero darle las gracias por haber venido. No sabía si acudiría. —la saludó la mujer con un ligero acento anglosajón y estrechando la mano de Nadia con firmeza.

—Es un placer, señora Woodenbrock.  Su oferta ha sido muy generosa. —replicó ella sin que se le escapase el gesto de suspicacia del mayordomo.

—Vamos, Sebastián. —interpeló al mayordomo la anciana, a la que no se le escapaba nada— Sabes perfectamente que tu ama no está chocha. Si he recurrido a esta mujer es precisamente para acabar con todas mis dudas. Si hubiese querido, hubiese contratado a cualquier vidente del tres al cuarto que hubiese confirmado todo lo que quería oír, pero he contratado a una científica. La parapsicología es una ciencia. Se estudia en las universidades y se maneja mediante criterios científicos. —le aleccionó la mujer— ¿No es cierto querida?

—Así es. —respondió Nadia sentándose en la silla que la anciana le indicaba.

—Sebastián, echa un poco de leña en la chimenea y déjanos solas, por favor.

El gesto imperioso de la mujer y aquellos ojos grises, afilados y fríos no admitía replica. El hombre ahogó un suspiro y cogió un par de troncos pequeños que introdujo en la chimenea, con cuidado de no levantar pavesas. El fuego cogió nuevo brío y Nadia notó como la habitación, que ya estaba caliente, se caldeaba un poco más.

—¡Ah! y trae té y unas pastas. La señorita de Guzmán y yo charlaremos un rato antes de la cena.

El hombre asintió sin alterar su gesto adusto y se retiró dejándolas por fin solas. La anciana sonrió de nuevo  y apartó el libro que tenía delante. Nadia echó un rápido vistazo.

—Viento del Este, Viento del Oeste, ¿La ha leído señorita De Guzmán? —dijo la anciana alargándola el libro para que lo inspeccionase.

—No, no he tenido el placer. Y por favor, llámeme Nadia. —dijo cogiendo el libro con curiosidad y leyendo la sinopsis de la contraportada.

—Solo si tú me llamas Jane. 

—Parece interesante… dijo Nadia devolviéndoselo.

—Es una historia de incomprensión y de choque entre culturas. En un tiempo me sentí muy identificada con la protagonista. —le explicó la anciana ojeando el libro — Como habrás deducido por mi acento, no nací aquí y me casé muy joven. Mi marido era español y me vine con él. Nos amábamos, pero aun así, al principio me costó adaptarme a mi nueva vida en la alta sociedad del la España del fin de la dictadura.

—Me puedo imaginar. —asintió la parapsicóloga— Fueron tiempos inciertos.

—Durante dos años tuvimos las maletas preparadas para salir pitando en cualquier momento. Mi marido creía que los comunistas tomarían el poder en cualquier momento y se tomarían la revancha de…. bueno… ya sabes. 

—Lo entiendo.

—Pero bueno, no has venido para escuchar viejas historias de una anciana. Será mejor que entremos en materia.

—Sí, ya recibí un primer informe, pero necesito aclarar algunos detalles, si no te importa… Jane. —replicó Nadia sacando el informe lleno de posits y profusamente subrayado.

—Por supuesto. Adelante, querida.—la invitó la anciana mientras el mayordomo entraba de nuevo en la estancia con una bandeja de plata y servía el té sin mostrar interés alguno en la conversación que las dos mujeres estaban manteniendo.

—Antes de nada, quiero decirte que en la mayoría de los casos no me molestaría en acudir, ni siquiera por un cheque tan sustancioso.  Pero tu caso me ha interesado, hay ciertos detalles que me hacen pensar que podría tratarse de un verdadero caso de manifestaciones paranormales. Pero debo advertirte que, aun así, el noventa por ciento de los casos que investigo suelen tener una explicación lógica…

—Nada me tranquilizaría más que averiguar que todo lo que he experimentado solo ha sido efecto del exceso de imaginación de una anciana.

La investigadora miró a la mujer un instante, pensando que si aquella anciana chocheaba lo disimulaba muy bien. Bebió un trago de té y finalmente abrió el informe y comenzó a repasarlo por encima, dispuesta a aclarar todas sus dudas antes de empezar con el estudio de campo.

—Veamos, al parecer se mudaron a la casa a principios de los años setenta.

—En efecto, querida. Llevábamos un mes casados cuando nos trasladamos a España. En realidad fue un golpe de suerte. —le explicó Jane— Mi marido había estado buscando un apartamento en la ciudad, cuando una tía abuela suya murió, dejándole a él como único heredero. La verdad es que no había mucho dinero, pero la mansión estaba en perfectas condiciones y con unos pocos arreglos estaría lista para que nos instalásemos y formásemos allí nuestro hogar.

—Veo que no hicieron muchos cambios.

—Al principio no teníamos mucho dinero y luego comenzamos a cogerle cariño a la casa. La verdad es que en el fondo Emilio y yo éramos unos románticos. Era como vivir en el siglo diecinueve y en cuanto tuvimos dinero suficiente, lo único que hicimos fue contratar a Sebastián. Además del mayordomo perfecto, es un entendido en la restauración de antigüedades.

—Lo que más me sorprende de todo es que tardases tanto en darte cuenta de la aparición de los sucesos sobrenaturales. —comentó Nadia, apuntando algo en el margen y pasando varias páginas hasta el siguiente punto de interés.

—En realidad fue una casualidad. La casa era bastante grande para nosotros. Nuestro matrimonio fue muy feliz. Amaba a mi difunto marido con locura, pero no tuvimos hijos, así que una habitación en el extremo del ala oeste de la planta baja no resultaba muy atractiva para dormir en ella. Tampoco necesitábamos más espacio así que decidimos conservarla tal como la habían dejado los anteriores inquilinos y permaneció cerrada. Apenas la visite tres o cuatro veces en cuarenta años.

—¿Y el mayordomo?

—Alguna más, pero solo para quitar el polvo. De hecho se la ofrecimos a Sebastián,  pero es de la opinión que un mayordomo no debe permitirse ese tipo de lujos y prefirió quedarse con una habitación más modesta en la buhardilla. —respondió Jane.

—Entiendo.  ¿Y entonces por qué cambió de opinión con respecto a la habitación?

—¡Oh! Es muy sencillo. Hace un par de meses tuve un pequeño accidente, nada grave. Torcí un tobillo al pisar mal en el camino de acceso y el médico me recomendó hacer reposo absoluto. Al parecer le preocupaba mi oste…o…porosis. —pronunció la mujer con cierta dificultad— Así que Sebastián y yo convinimos en que lo más práctico sería que durmiera en la habitación del ala oeste. Lo único que hizo Sebastián fue cambiar el somier y el colchón por algo más moderno y cómodo, pero que se adaptase a las medidas de la cama.

—Y entonces ocurrió… —se adelantó Nadia.

—No inmediatamente. —respondió la mujer— Las dos primeras noches no ocurrió nada, pero la tercera un ruido como de arañazos en el papel pintado me despertó. En cuanto abrí los ojos, una luz verdosa parecía envolver la cama. La verdad es que no me quedé a ver qué pasaba. Llevada por el pánico no me acordé  de mi pie herido y salí corriendo de la habitación, llamando a Sebastián a gritos. Él acudió de inmediato, me ayudó a subir a mi habitación y no se fue a la suya hasta que yo me quedé dormida.

—Entiendo. ¿Volvieron a la habitación? —preguntó Nadia pasando más hojas hasta llegar al final del informe.

—Por supuesto, a la mañana siguiente. Sebastián entró mientras le explicaba lo ocurrido. La habitación estaba tal y como la había dejado, pero había restos de una sustancia gelatinosa en algunas de las superficies y una ventana rota. Yo intenté explicarle lo ocurrido, pero Sebastián es un poco obcecado, no cree para nada en estas cosas y el cristal roto le bastó para intentar convencerme de que fue una broma. Hay unos chicos calle arriba que la han tomado conmigo. Ya sabes, tiran basura en el jardín… alguna pintada… pero no se atreverían a cruzar la verja. Creen que soy una especie de bruja. —respondió la anciana con un deje de fastidio en la voz.

—Así que para demostrarle que estaba equivocado te mandé una muestra de la gelatina y te he convocado para que hagas una investigación in situ.

—Sí, la he analizado. —le explicó Nadia sacando una hoja de color malva de la misma carpeta donde estaba el informe— Fue un buen intento, Jane. Pero las condiciones en que nos llegó no eran las mejores. Solo pude hacer una inspección macroscópica, las sustancia había cristalizado y se había deteriorado por efecto de la luz solar, aunque lo que vi  parece indicar que es una muestra de ectoplasma y por el color purpura que aun conservaba, sería producto de una manifestación realmente intensa.

—¡Vaya! ¡Qué lástima! —dijo la anciana contrariada.

—No tenías forma de saberlo. No te mortifiques… además si hay algo en esa habitación, lo encontraré. Me lleve el tiempo que me lleve. —dijo la parapsicóloga adelantando la mano y estrechando la de la anciana.

En ese momento, el mayordomo entró para anunciarles que la cena estaba preparada. La mujer se levantó y la acompañó tras el mayordomo, hablándole de la historia de la casa. Según le contó, la casa había sido construida en la década de mil ochocientos noventa por un ingeniero. Este tenía dos hijos y una hija. Dos de ellos se fueron a Cuba, y el más pequeño se quedó con sus padres. Al parecer era un chico introvertido y enfermizo que apenas salía de casa. Al final los hermanos no volvieron, así que él se quedó con el caserón y se casó. Un matrimonio desgraciado que pactaron los padres poco antes de su muerte, con una mujer mayor que él, cuyo único atractivo era su sustanciosa dote. Esos fueron los bisabuelos de la mujer de la que  el marido de Jane heredó la casa.

—¿ Y qué fue del matrimonio? —preguntó Nadia entrando en un espacioso comedor con una mesa del tamaño de una pista de tenis.

—Emilio nunca llegó a averiguarlo. Al parecer, cada vez que se lo preguntaba, ella arrugaba la nariz y cambiaba de tema, como si aquella historia la incomodara y mi marido, evidentemente, no insistió. Nadie de la familia supo contarle exactamente.

Recorrieron el comedor, alargado y dominado por la enorme mesa, al final de la cual se habían dispuesto dos platos. La estancia era espectacular. Con el techo alto, las tres arañas de cristal, y tres aparadores de caoba, donde se guardaban platos , cuberterías y mantelerías. El papel pintado, de color verde aguamarina, con motivos vegetales en color dorado, estaba salpicado con espejos encima de los aparadores y tres retratos pequeños, que debían datar del tiempo de la construcción de la casa.

En el aparador más cercano a dónde estaban puestos los dos servicios había una colección de fotos muy antiguas enmarcadas en plata. Nadia se acercó llevada por la curiosidad.

—¿Puedo? —pidió ella acercándose.

—Por supuesto. —dijo la anciana aproximándose a su vez.

Eran todos retratos de familia y estaban colocados por orden. Los más antiguos y mas grandes estaban detrás y los más modernos delante. Jane había seguido con la tradición y aparecía cuarenta años más joven y sonriente, del brazo del que debía ser su marido. Detrás había otras dos fotos; una de una mujer sola que me contó era la tía abuela de Emilio y otras dos eran de dos familias bastante numerosas. Las dos últimas eran las más antiguas; una era una foto de principios del siglo veinte y en ella figuraban un hombre delgado y de aspecto taciturno, que inmediatamente llamó su atención por la delicadeza de sus rasgos. De su brazo colgaba una mujer de pelo rizado, morena y regordeta, que aparentaba tener al menos diez años más que él y delante de ellos una chica de unos ocho años que se parecía al padre, aunque con los ojos grandes y melancólicos de su madre.

La última era un viejo daguerrotipo, un poco desgastado a pesar de que las manos de Sebastián habían conseguido conservarlo en unas condiciones aceptables. Eran los iniciales dueños de la casa, según le contó Jane. La investigadora observó al hombre alto y delgado, de rostro serio y un frondoso bigote y a su lado una mujer menuda de pelo largo y muy oscuro sonreía al objetivo y sujetaba a un niño pequeño y de aspecto enfermizo por el hombro con actitud maternal. Completaban la escena otro niño y otra niña, más altos, que miraban con gesto serio al frente, un poco incómodos, como si la ropa les resultase demasiado estrecha.

Jane suspiró al mirar las fotos, aunque Jane solo se estaba fijando en la más moderna. La anciana suspiró y estrechó un instante el retrato contra su pecho antes de volver a colocarlo en su sitió.

—Buenos tiempos. —dijo ella enjugándose una lágrima solitaria.

Se sentaron a la mesa e inmediatamente Sebastián les sirvió una crema de verduras. Nadia la probó. Estaba estupenda. Al parecer Sebastián no solo tenía buenas manos para los daguerrotipos. Nadia cenó la crema y unos filetes de pavo con salsa de mango mientras charlaba con la mujer sobre los muebles y la decoración de la casa.

Cuando terminaron con el sorbete de Champán, la anciana le preguntó a Nadia que haría a continuación.

—Mi intención,  como ya te dije, es pasar la noche en la habitación hasta que se reproduzcan los sucesos. Instalaré cámaras de televisión que cubran todos los ángulos. También tengo preparado un kit para recoger muestras y congelarlas en nitrógeno líquido. —le explicó la joven investigadora— Ahora, si me disculpas, creo que es hora de que me ponga a trabajar. Son casi las diez de la noche y montarlo todo me llevará al menos hora y media.

—Es cierto, querida. Nos hemos puesto a hablar y el tiempo ha volado. Discúlpame. Sebastián te llevará a la habitación. Nos vemos mañana. —dijo la mujer estrechando de nuevo la mano de Nadia y abandonando el comedor.

El mayordomo tardó un par de minutos, momento que aprovechó la investigadora para echar un nuevo vistazo a las fotos, especialmente la del joven de aspecto taciturno. Lo observó con detenimiento y no pudo evitar sentirse atraída por esos ojos grandes y oscuros de pestañas largas que le miraban con una mezcla de angustia y profunda tristeza. La tez pálida, la nariz pequeña y afilada y los labios gruesos enmarcaban una boca amplia. Nadia trató de imaginar aquella boca sonriendo y fue incapaz. A pesar de todo le pareció un hombre atractivo, todo lo contrario que la insulsa mujer que le cogía del brazo con ademán posesivo, como si fuese una especie de trofeo…

En ese momento un carraspeo interrumpió sus pensamientos. Se giró y vio al mayordomo esperando, con el maletín metálico de Nadia en la mano.

—¿La llevo a sus aposentos? —preguntó el mayordomo con cara circunspecta.

—Por supuesto, Sebastián. Vamos allá.

El mayordomo la guio sin más ceremonias hasta el hall de entrada y pasando de largo la espectacular escalinata, abrió una puerta de nogal de doble hoja que había a la derecha. El pasillo era bastante ancho y apenas se veía su final en la penumbra. Sebastián pulsó un interruptor y unos apliques en la pared izquierda iluminaron tenuemente el pasillo. Nadia admiró el papel pintado que se encontraba en un estado de conservación perfecto, a pesar de su evidente antigüedad y las columnas que sustentaban el edificio, que el arquitecto había dejado a la vista para mostrar su exquisita factura. No pudo evitarlo y a medida que pasaba entre ellas, repasó con sus manos la estructura metálica, formada por varios nervios retorcidos sobre sí mismos, creando una espiral que brillaba con un fulgor azulado a la mortecina luz de las lámparas.

Justo al final del ala, había un gran ventanal que debía iluminar el pasillo de día, pero que ahora solo mostraba las temblorosas sombras que recortaba la tenue luz de la luna al filtrarse entre las ramas de los árboles del jardín. A la derecha, en la última puerta, estaba su objetivo. El mayordomo abrió la puerta y con un gesto le franqueó el paso. Luego entro detrás de ella y depositó el maletín de trabajo de Nadia en una pequeña mesa que había en una esquina de la estancia.

—Bueno, yo ya me retiro. La puerta del fondo da a un pequeño aseo. Me he tomado la libertad de disponer de todo lo necesario.

—Muchas gracias, Sebastián.

—Si necesita algo, tire del cordón que está al lado derecho de la cama y vendré lo antes  posible.

—Gracias, pero no será necesario. —replicó Nadia con voz firme.

—Ah, por cierto. Puede que mi señora, debido a su avanzada edad, sea especialmente impresionable. Me imagino que cuando sabemos que la parca está esperando a la vuelta de la esquina, nos gustaría saber que hay algo después. Ya me entiende. Eso no quiere decir que si va a timar a mi señora, le deje hacerlo con impunidad. Yo no soy tonto, no creo en fantasmas y no dejaré que le haga daño. Es mi deber. —le advirtió  el mayordomo muy serio.

—Estupendo, porque yo no he venido a timar a nadie. De todos los casos que he investigado, el noventa y cinco por ciento han resultado tener una explicación lógica. Me tomo mi trabajo en serio  y si descubro algo, tanto usted como su señora tendrán la oportunidad de ver las pruebas. —dijo Nadia acostumbrada a topar con aquel tipo de personas.

—Perfecto, ahora que hemos aclarado este punto, la dejaré hacer su trabajo, señorita. Que pase una buena noche. —la saludó retirándose con una ligera inclinación de cabeza.

Al fin sola, Nadia pudo relajarse y observar la habitación con más detenimiento. La estancia era un cuadrado casi perfecto, lo suficientemente grande como para acoger una enorme cama con dosel, una mesita redonda con dos sillas, una pequeña librería, un tocador con un espejo enorme y un diván justo al lado de un ventanal oculto por un pesado cortinaje de brocado color gris verdoso. La estancia estaba iluminada por una enorme araña de cristal de roca, que colgaba de un techo de más de tres metros de altura y unos apliques en la pared contraria al ventanal. A ambos lados de la cama, sobre unas mesitas, dos lámparas de Tiffanys llamaron inmediatamente su atención.  En la esquina, justo entre la mesa y el diván, había una chimenea que el mayordomo había encendido hacía el tiempo, suficiente como para que la habitación ya estuviese caldeada.  Y sobre ella, tras un par de jarrones, el retrato  de cuerpo entero de un hombre que inmediatamente reconoció como el joven de aire melancólico de la foto que había visto en el comedor.

El retratista había sabido captar a la perfección la tristeza en el rostro de aquel hombre; los  ojos grandes y líquidos,  un mechón de aquel pelo negro caía sobre la frente ligeramente ondulado y tapando parcialmente un ceño ligeramente fruncido. La nariz, afilada y ligeramente curvada a la izquierda, se asomaba a unos labios gruesos que enmarcaban una boca grande de gesto serio, que era el único toque de color a una tez extremadamente pálida, casi fantasmal.  Para la ocasión se había puesto un uniforme de oficial de infantería. Gracias a google averiguó que era un uniforme de gala de capitán de infantería de principios del siglo XX.  El artista había intentado darle un aire marcial, haciendo que apoyara sus manos sobre su fusil, pero su cuerpo menudo no ayudaba y su postura, un poco encogida, aun menos. No sé si sería su intención, pero el pintor había captado a la perfección la melancolía y la incomodidad de su modelo.

Dejo atrás el retrato y se acercó a la cama. Recorrió con la mano la pulida madera de algún árbol tropical. La madera resbaló suave y líquida entre sus manos. Fue entonces cuando sintió un leve pinchazo. Miró con curiosidad; una pequeña astilla sobresalía de la columna. Se llevó el dedo distraídamente a la boca. El sabor metálico de la sangre la inundó por un instante.

Esperando a que la minúscula herida se restañase, observó el pequeño aseo. Un lavabo una bañera y un retrete, grifos de latón, pulidos y brillantes y loza blanca, todo tan antiguo y en perfecto estado como el resto de la casa.

Se lavó las manos, admirada de que una grifería de ciento cincuenta años funcionase a la perfección. Se secó  y tras comprobar que su dedo ya no sangraba, se puso  manos a la obra. No  quería estar en aquella mansión más del tiempo estrictamente necesario. Ayudada por una de las sillas,  colocó cámaras en las cuatro esquinas de la estancia y una de infrarrojos en la cabecera de la cama.

También instaló sensores de movimiento en varios lugares y lo enlazó todo vía bluetooth a su smartphone y al ordenador portátil que había dispuesto en una mesita plegable, justo al lado de la cama, para tenerlo a mano de ser necesario. Por último abrió el maletín y sacó de él un sencillo camisón, se desnudó y se lo puso. Antes de meterse en la cama, apartó las cortinas y se aseguró de que la ventana estaba cerrada y el cristal roto había sido sustituido. A través de las cristales vio que la bruma era ahora un poco menos densa. Se desplazaba arrastrada por una suave brisa, quedando prendida en retazos de los pinos y los abetos que salpicaban aquella parte del jardín. Con un escalofrío cerró de nuevo la cortina y se metió en la cama. El colchón era un poco blando para su gusto, pero extremadamente cómodo y las sábanas, de algodón egipcio y las pesadas mantas, la hicieron imaginar cómo se las arreglaría para mantenerse despierta en aquel ambiente tan acogedor. Pero no tenía otro remedio. Debía imitar a la anciana en los gestos de aquella noche con la mayor fidelidad posible.

Se tomo una píldora de cafeína pura y con el equipo de detección de huellas y el espectrofotómetro portátil a mano se dispuso a pasar una larga noche. 

No tardó mucho en darse cuenta del silencio que reinaba en la estancia. Ni el goteo de un grifo, ni el crujido de una viga o el marco de una puerta. Solo se podía escuchar el suave crepitar de las brasas que se iban extinguiendo poco a poco.  Dispuesta a retrasar lo máximo posible el momento de quedarse dormida, cogió una revista de pasatiempos y se dedicó a rellenar un crucigrama mientras escuchaba su playlist favorita. La música la relajaba, pero aquella lista de canciones era distinta. La había escuchado tantas veces con Carlo que cada vez que la reproducía le venía su recuerdo a la mente. Cada canción evocaba un recuerdo distinto, pero todos, hasta los más crudos, eran los más preciados de su vida. Su terapeuta decía que se amarraba al pasado, que debía mirar al futuro, pero no podía. No se sentía con fuerzas y dudaba que existiese otro hombre en el mundo como él.

Puso el modo aleatorio, quería que la siguiente canción la sorprendiese…. La voz de Melody Gardot, cantando en portugués, le llevó tres años atrás en el tiempo. El día había sido especialmente caluroso y el aire acondicionado no funcionaba. La idea había sido de él y como siempre, todo había empezado de una forma totalmente inocente. El agua fresca de la bañera le  provocó un escalofrío, pero no fue nada comparado con la descarga al notar el cuerpo atlético de Carlo sentarse tras ella y abrazarla, piel contra piel…

Cerró los ojos y rememoró el tacto de sus manos, la delicadeza de sus besos y la sensación de notar como crecía su polla poco a poco y acariciaba su espalda con su calor. Sin darse cuenta, dejó la revista y metió la mano bajo las mantas. El recuerdo era tan vívido que sintió el frescor del agua helada sobre su cuerpo hasta el punto que notó como se le ponía la piel de gallina y un escalofrío, este de verdad, le recorrió todo el cuerpo. Las manos de Carlo ya no estaban allí, pero aun podía sentirlas recorriendo su cuello, sus pechos y bajando por su vientre, jugando con el pelo de su pubis antes de acariciarle el sexo con suavidad. Aquella sensación de la mano de Carlo acariciando su pubis y su pene, resbalando por el nacimiento de su espalda, la volvieron loca de deseo e hicieron el amor salvajemente. Recordaba perfectamente como se había vuelto loca de deseo y como se había metido la polla cabalgando de espaldas acompañados por el chapoteo del agua. A Carlo le gustaba tener el control y  en cuestión de minutos se había visto elevada en el aire. La sacó de la bañera como si fuese una pluma y la empujó de frente contra la pared. Le metió la polla desde atrás y cuando la tuvo alojada dentro de ella, la abrazó con todo el cuerpo, como solo él sabía hacer. Ella recordaba haberse puesto de puntillas mientras él se movía en su interior, a la vez que la abrazaba con una delicadeza que la hacía sentirse aislada del mundo, en una nube de intenso placer.

La voz de Melody acariciaba su mente mientras Nadia acariciaba su cuerpo. Solo cuando la canción terminó, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y apartó la mano de su sexo con un suspiro.

Carlo… No podía seguir así. Apagó el teléfono y se concentró en el crucigrama. A pesar de que lo intentó, el peso de las mantas, la oscuridad y el silencio fueron ganando terreno y los párpados comenzaron a pesarla. Miro el reloj; las tres y media.  Nada se había movido y el osciloscopio no había sufrido ni el más mínimo temblor.  En el fondo sabía que aquello era una pérdida de tiempo. Ella no creía en el más allá y jamás había tenido una prueba de ello. Siempre había encontrado una razón lógica para paredes que sudaban, bombillas que se encendían y muebles que se movían. Era Carlo el que creía en esas cosas y el que la había metido en ese negocio, que ahora no podía dejar y también el que al ver la capacidad de Nadia para demostrar la incoherencias de todos aquellos sucesos, comenzó a distanciarse de ella.. Con un gesto de cansancio, tiró la revista a su lado y se abandonó al sueño. Si algo llegaba a pasar, todos los aparatos que poseía lo registrarían. Apenas tardó un par de minutos en quedarse profundamente dormida.

                ***

Carlo siempre estaba allí, siempre la acogía con esos brazos musculosos y deliciosamente aterradores. La sensación de que un hombre capaz de partirla en dos como si fuese una ramita seca, la acogiese entre sus brazos con aquella delicadeza, la extasiaba. Se dejó abrazar y lo besó con fiereza, mientras él recorría su cuerpo desnudo con aquellas manos duras y ásperas, que dejaban rastros ardientes allí por donde pasaban. Su sexo chorreaba y estaba deseando que la follara, pero dejaba que él se tomase su tiempo, que la acariciara, la besara y susurrara palabras de amor a su oído, aunque ella ya solo escuchase el turbulento avance de la sangre por sus venas. Cuando finalmente la penetró, su polla resbaló con facilidad. Ella trató de contraer su vagina para abrazar aquel falo ardiente y una oleada de placer la envolvió, haciendo que su pubis se estremeciese, sus pezones se erizasen y su sexo rebosase flujos que escurrían por el interior de sus muslos.

Daba igual que hubiese llegado exhausta del trabajo,  que estuviese despeinada, sudada y con la ropa sucia y el maquillaje desvaído, él la hacía sentirse como una diosa cuando la cogía desde atrás por la cintura y envolviendo su cuerpo con toda su envergadura, la penetraba con intensidad, pero con una delicadeza que no había experimentado en ningún otro hombre. Ella recibía cada empeñón con un suspiro ahogado y con un estremecimiento de todo su cuerpo. Era tal el placer, que ni siquiera se dio cuenta cuando la elevó en el aire y la depositó sobre la cama. Sin ser consciente de lo que hacía, se abrió de piernas y se acarició el pubis dispuesta para acogerle de nuevo. Y de nuevo gimió y gritó de placer cuando Carlo la penetró. La encantaba hacer el amor cara a cara, observar su cara sonriente y atenta, sus labios gruesos y se cabello perfectamente repeinado como italiano que era. Lo abrazó estrechamente. El sudor de ambos se mezcló, facilitando que sus cuerpos se deslizasen con suavidad el uno sobre el otro. Poco a poco Carlo fue aumentando el ritmo de sus pollazos hasta que un escalofrío recorrió su cuerpo… y luego otro… y otro….

***

El tercer escalofrío la despertó del todo. Su cuerpo se estremecía de frío a pesar de las mantas y un sudor frío, no el cálido sudor producto del amor, recorría su espalda, a pesar de las pesadas mantas. Nadia miró a su alrededor, parecía que la temperatura había bajado varios grados de golpe en la habitación. Instintivamente miró hacia la chimenea. Allí los rescoldos aun crepitaban suavemente, aunque producían un humo denso como si hubiese caído agua sobre ellos, envolviendo la chimenea en una bruma que curiosamente no olía a nada.

Pulsó el interruptor de las luces que iluminaron la estancia con la luz mortecina y registró la habitación con la mirada. Fue entonces cuando reparó en el cuadro que estaba sobre la chimenea. Se incorporó, a pesar del frío que atenazaba sus miembros y lo observó con atención, intentando penetrar la penumbra brumosa que lo rodeaba… Juraría que el hombre del retrato había cambiado de postura… Ahora solo apoyaba una mano en el fusil mientras que la otra la colocaba tras la espalda con elegancia. Ese único gesto hacía que el talante del retratado cambiase totalmente y pareciese más marcial y atrevido. Por primera vez desde que Carlo hubiese desaparecido de su vida, se sentía atraída por un hombre y tenía que ser uno muerto hacía un siglo. No tenía remedio… ¿O quizás era por la imposibilidad de que esa atracción culminase por lo que se sentía tan interesada?

Entonces el retrato volvió a cambiar de postura… Esta vez estaba totalmente segura de que no era su imaginación.

—¿Qué especie de truco es este? — se preguntó  la investigadora en voz alta, más para convencerse de que no estaba soñando que otra cosa.

Se incorporó y a gatas se desplazó hasta el borde de la cama. La figura del retrato pareció detectar el movimiento y pareció sorprendida por un instante. Ante los ojos atónitos de Nadia, el hombre reparó en ella y la sonrió. Aquella sonrisa iluminó toda la cara del hombre, haciendo que  se iluminase y su rostro de taciturno pasase a tener un aspecto entre atrevido y socarrón.

Finalmente, olvidó sus instrumentos de análisis y se apeó de la cama. Un escalofrío la recorrió al pisar el suelo helado con los pies desnudos. Dio unos pasos en dirección a la pintura y ante sus ojos el capitán hizo lo mismo. Un segundo después el hombre había emergido de la bruma de la chimenea y estaba ante ella vistiendo aquel impoluto uniforme de infantería. En ese momento no se sorprendió de lo que estaba viendo, de que aquella visión pareciese de carne y hueso. Solo se sentía ridícula, con aquel estúpido camisón de algodón que llegaba a los tobillos y que tenía una estúpida frase en inglés xerografiada sobre el pecho.

—Hola… Soy el capitán Bermúdez, para servirla. —se presentó el hombre cogiendo su mano con un ademán enérgico y besándola con delicadeza.

Aquel roce hizo que Nadia se estremeciese de arriba abajo. Su cerebro, extrañamente entumecido, no parecía alarmado por aquella extraña situación.

—Yo soy Nadia.

—¿Nadia… Sin más? Que corto nombre para tan deliciosa criatura. —replicó el hombre con una sonrisa ligeramente ausente.

La investigadora, se ruborizó…. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Ella ruborizada como una colegiala? Nadia cada vez entendía menos de aquella situación.

Aprovechando su confusión el hombre tiró suavemente de ella por la mano y la sentó en un diván mientras él se deshacía del fusil y se sentaba frente a ella.

—¿Sabes, Nadia, que eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida? En cierta forma te pareces mucho a mi primer amor; hermosa, esbelta, inteligente e independiente, pero nuestro amor era imposible y aquello que podía ser una bendición, se convirtió en causa de intenso sufrimiento para ambos. Los dos nos casamos con otras personas y fuimos infelices e hicimos infelices a nuestras respectivas parejas.

—¿Y qué pasó? —preguntó Nadia.

—Me alisté, para huir del ambiente opresivo de mi hogar. Este retrato lo mando hacer mi esposa, justo antes de embarcar para Annual.

Nadia no recordaba mucho de aquella batalla Solo que los españoles habían llegado a Marruecos dispuestos a acabar con pequeños grupos aislados de guerrilleros árabes y se encontraron con un verdadero ejército dirigido por un caudillo llamado Abd el-krim, con resultados funestos para nosotros. Casi diez mil soldados españoles murieron en la batalla.

—¿Moriste allí? —preguntó ella.

—No del todo. Resulté herido y volví a casa mutilado y con la salud tan deteriorada que a duras penas aguante tres años más en este mundo.

—Lo siento… ¡Tan joven!

—En realidad ya estaba muerto por dentro desde hacía mucho tiempo, sobrevivir al campo de batalla fue solo retrasar lo inevitable. —comentó él con ligereza— La tristeza ha sido una constante en mi vida, solo interrumpida por los pocos meses de noviazgo con Corina. La amaba con toda mi alma, pero en cierta manera siempre supe que no era para mí… Estaba tan… llena de vida. Tú, sin embargo eres más parecida a mí. Te siento como un alma gemela. Me basta con sumergirme en tus ojos azules, que brillan melancólicos a la luz de la lámpara y observar la forma en que tiemblan ligeramente tus labios, como si no supiesen si sonreír o romper a llorar. Es ese intenso sentimiento de tristeza lo que ha hecho que me haya fijado en ti y haya salido del cuadro. El intenso deseo de protegerte y hacer que esos labios sonrían.

Nadia no pudo evitarlo y respondió ruborizándose de nuevo. Asaltada por una súbita timidez bajó la vista. La aparición se hizo aun más real cuando con el dedo índice de su mano derecha elevó su barbilla y la miró a los ojos.

—Hay un lugar dónde ambos podemos ser felices… Tú y yo. —dijo el capitán mirándola a los ojos.

Ella le devolvió la mirada con una intensidad febril. No sabía por qué, pero tras apenas un par de minutos sabía que aquel hombre podría haber  sido el amor de su vida. Ni siquiera con Carlo había sentido aquella sensación de afinidad. No es que no hubiese amado a Carlo. De hecho lo había amado con locura, pero siempre había sabido que aquella relación, a pesar de ser tierna y satisfactoria no le producía la sensación de intensa compenetración de cuerpo y alma que siempre había anhelado. Hasta el punto que creyó que aquella concepción del amor era solo una sublimación de sus sueños y lecturas adolescentes.

Y ahora aquel hombre aparecía-… y era un fantasma…

—¿Y qué problema hay? —preguntó él adivinando sus pensamientos y acercando su rostro hasta que apenas unos centímetros los separaron.

Nadia cerró los ojos y entreabrió los labios sin saber muy bien que quería o que podía esperar de todo aquello. Entonces notó un roce fresco y electrizante. Entre chasquidos electrostáticos notó que los labios del hombre rozaban los suyos y la invitaban a abrir aun más la boca. La lengua del fantasma invadió su boca con la misma suavidad, impregnándola con un sabor ligeramente picante que tras unos segundos lo asimilo a la ceniza. Paralizada, le devolvió el beso, dejando que la atracción por aquel hombre fuese haciéndose cada vez más real.

Las manos del capitán acariciaron su cuello y recorriendo su hombro, bajaron por su brazo hasta cogerla de la muñeca.

—Eres la mujer que he estado esperando durante décadas. Puedo verte, tan transparente como me ves tú a mí. —dijo él tirando de ella y llevándola hacía la cama— ¡Tan romántica! ¡Tan hermosa! ¡Tan dulce!… Sé cómo te sientes, sientes que no perteneces a este siglo.

Nadia no se sorprendió de que aquellos ojos tan grandes y profundos hubiesen penetrado tan profundamente en ella. Aquel espíritu había sido más hábil y sensible que cualquier amante que había tenido en su vida. Solo Carlo se le había acercado. Carlo era atento y dulce, pero solo para conseguir lo que quería de ella y cuando lo obtenía entonces se desentendía y se dedicaba a observarse su ombligo. De nuevo las manos del espectro acariciaron su cara mientras sonreía tristemente, como si adivinase en que estaba pensando. Las manos del capitán bajaron de nuevo, pero esta vez no se quedaron en sus manos sino que reposaron en sus caderas y acariciaron su culo y sus muslos. De nuevo aquella sensación de anhelo y escalofrío, acompañada de pequeños chasquidos le pusieron la piel de gallina. Entonces se dio cuenta de que deseaba a aquel hombre. Sin saber muy bien que estaba haciendo, cogió el ajado camisón y se lo sacó por la cabeza, quedando desnuda salvo por unas braguitas de seda color azul.

El capitán la observó antes de acariciar su cuello y sus clavículas. Sin quitarle  los ojos de encima, le sopesó los pechos y se los apretó con suavidad jugando con sus pezones. Nadia notó como su cuerpo se incendiaba con aquellas caricias y cuando las manos del fantasma llegaron a su pubis ya notaba como su sexo se estaba humedeciendo. En aquel momento su cerebro debería haberle dicho que estaba cometiendo una locura, que estaba teniendo una alucinación, pero toda su mente estaba inmersa en una nube de placer y deseo. Sin pensarlo se deshizo de las bragas y se acercó a la cama.

Con pasos lentos y deliberados se acercó a la cama y se agarró a uno de los postes del dosel, retrasando su culo e  invitando al capitán a que la tomase. El espectro se acercó a ella y le acarició el interior de los muslos con unas manos frescas y hábiles. Pronto sintió que su sexo respondía enviando por todo su cuerpo oleadas de placer cada vez más intensas. El capitán le besó la nuca y le acarició los costados. Ella no se volvió. Simplemente se dejó hacer y escuchó al soldado forcejear con los calzones del uniforme justo antes de que su polla contactase contra su sexo.

El fantasma jugó con ella, restregando la punta de su glande contra la entrada de su vagina, pero sin llegar a profundizar. Ella se puso de puntillas, tensó el culo y balanceo las caderas, pero él aguantó unos segundos más antes de enterrar su polla hasta el fondo de sus entrañas. Nadia soltó un largo gemido y sin dejar de agarrar el poste de la cama con una mano, uso la otra para masturbarse y hace aun más intenso el placer. Aquella polla se le clavaba hasta el fondo, provocándole continuos relámpagos de placer que se extendían desde sus ingles al resto de su cuerpo, haciendo que todos sus músculos se contrajesen, como si por ellos corriese una corriente eléctrica.

Estremecida, se agarró con desesperación y mordió la madera del dosel. La astilla volvió a clavársele, esta vez en la palma de la mano, pero apenas se dio cuenta. Todos sus sentidos estaban concentrados en el ardiente placer que irradiaba desde su sexo.

Nunca había sentido nada parecido, incluso parecía que el soldado leía sus pensamientos, porque justo antes de que se corriese él se apartó. Nadia se dio la vuelta con todo su cuerpo palpitando. Exhibió su cuerpo ante el capitán con desvergüenza, se acarició los pechos y se recorrió el vientre liso y los muslos antes de separarlos ligeramente para enseñarle a su amante su pubis  enrojecido por el intenso y ardiente deseo que la dominaba. Nadia dio un par de pasos hacia atrás y se dejó caer en la cama ante la atenta mirada del fantasma.

Mientras observaba al capitán desnudarse, separó sus piernas para él y comenzó a acariciarse con suavidad. El espectro tenía un cuerpo esbelto y pálido, casi lampiño, salvo por una pequeña mata de pelo ralo en el pecho. Ella lo miró a los ojos mientras se acariciaba el clítoris con suaves movimientos circulares. El capitán la observó un instante antes de quitarse la ropa interior, mostrando a Nadia un miembro grueso y erecto. Nadia metió dos dedos en su coño imaginando que eran el miembro del capitán. Suspiró y gimió intentado atraer al soldado hacia ella de nuevo y lo consiguió.

El capitán se tumbó sobre ella dejando un poco de espacio entre sus cuerpos para que  siguiese masturbandose. La miró y la besó en los labios con suavidad antes de penetrarla. La sensación fue maravillosa. La polla gruesa de su amante le distendió el sexo arrancando escalofríos de placer a la joven, que hizo el amago de retirar sus mano. El capitán sin embargo la sujetó por la muñeca y la pidió que siguiese masturbandose. El hombre tenía razón. El placer se magnificó a medida que sus empeñones se hacían más profundos y ella se acariciaba el pubis con más energía.

El orgasmo llegó casi por sorpresa. Nadia lo acompañó con un grito ahogado y se relajó pensando que ya se había acabado todo, pero su amante siguió besando y acariciando su cuerpo, haciendo que el deseo no disminuyera. Oleadas de placer la recorrían, haciendo que su cuerpo se estremeciese y su placer aumentase poco a poco. Cuando se dio cuenta estaba masturbandose con furia, mientras el fantasma la follaba con golpes secos y profundos que hacían temblar la cama.

Jamás había sentido algo así. Se sentía como en una montaña rusa. El placer subía y bajaba. Los orgasmos se sucedían; unos menos intensos, otros tan fuertes y prolongados que temía perder el sentido. Estaba en una especie de carrusel de placer sin fin.

—¡Te amo, pequeña! ¡Ven conmigo! ¡Acompáñame! ¡Juntos para siempre! —susurró el espectro a su oído.

—¡Sí! ¡Sí!  ¡Soy tuya!

El capitán asintió y la besó en los labios mientras con sus manos le oprimía el cuello con suavidad. Nadia sintió como el fantasma la acometía cada vez con más intensidad, a la vez que iba ciñendo su cuello cada vez más estrechamente. El placer que recorría su cuerpo era tan intenso que tardó unos segundos en darse cuenta de que no podía respirar. Nadia abrió los ojos y apartó las manos de su sexo, intentando apartar las de su amante del cuello, pero era demasiado fuerte. Sintió el corazón latir a toda velocidad, intentando compensar inútilmente la falta de oxígeno. Abrió la boca para preguntarle por qué le hacía eso, pero el soldado se limitó a besar sus ojos anegados en lágrimas y a moverse con más intensidad dentro de ella, haciendo que el placer se intensificase hasta hacerse casi insoportable. En ese momento el capitán, con dos empeñones que hicieron temblar la cama, se corrió dentro de ella. Aquella explosión, de un frío ardiente desató un orgasmo bestial en Nadia. Que se retorció golpeada por una descarga de sensaciones magnificadas aun más por la falta de oxígeno. Su cerebro ya no era suyo, el corazón se fue ralentizando poco a poco hasta que el placer se apagó con él. Miró a los ojos a su amante unos instantes antes de que todo se volviese de un blanco luminoso. El resplandor la cegó y tuvo que poner la mano ante los ojos a modo de visera para poder ver algo. En el centro de ese halo luminoso estaba el capitán, haciéndole señas para que lo siguiese…

***

—Buenos días, Estrella. —saludó el teniente Ramos mientras sacaba el paquete de cigarrillos del bolsillo de la gabardina.

La doctora lo miró desde detrás de la máscara protectora y le censuró:

—Sabes de sobra que aquí no se puede fumar, Milo. —replicó la mujer por todo saludo.

—Sí ,ya lo sé, pero no se me ocurre otra forma de quitarme de encima este pestazo. —dijo el policía encendiendo el cigarrillo sin hacer caso a la doctora.

La mujer se encogió de hombros dando la discusión por perdida y siguió trabajando en el cuerpo de aquel hombre de sesenta años. Un jubilado que se había metido en medio de una reyerta de bandas y había acabado cosido a balazos.

—¿Vienes por este?

—¿Este? ¡Qué va! Ya sé de sobra la causa de la muerte. Intoxicación por plomo. —replicó él— Además los pandilleros son tan violentos como torpes. Al cuarto de hora había una docena de videos del asesinato en las redes sociales, he tardado tres horas en identificar a esos mastuerzos y enchironarlos. Están todos a buen recaudo.

—¿Y entonces?

—Vengo por el informe de Nadia De Guzmán. No tengo del todo claro qué coños ha pasado. Pensaba que tendrías unos minutos para que veas unas grabaciones muy interesantes y me ayudases a cotejarlo todo junto con el informe de la autopsia. A ver si conseguimos extraer algo en claro.

—Solo tengo tres autopsias pendientes, y Josema vuelve a estar jodido del lumbago, así que también tendré que hacer su turno, pero ¡Qué demonios! ¿Por qué no te terminas el cigarrillo fuera mientras acabo con este? —dijo la mujer señalando el cuerpo del anciano abierto de par en par.

Cuando Estrella llegó a su despacho, el teniente Ramos ya estaba sentado en su silla, bebiendo un café de la máquina del pasillo y jugueteando con su tablet. Al verla, el detective se levantó sin mucha gana, dejándole el asiento y apartando expedientes de una silla para poder acercarla y ponerla a su lado.

En cuanto se sentó, la patóloga encendió el ordenador y le preguntó:

—Está bien. ¿Qué quieres saber?

—Ya sabes. Caso 7138. Quiero que me hagas un resumen de la autopsia y luego veas unos videos para que me des tu opinión de los hechos. Igual hasta coincide con la mía. —respondió el hombre con una mueca sardónica.

—No hay mucho que contar, la mujer en cuestión, murió de una intoxicación. —dijo la doctora apartando la melena rubia de los ojos y abriendo el expediente en el ordenador— Al principio creí que era tétanos, por la rigidez del cuerpo y el gesto del cadáver un tanto forzado y con los ojos muy abiertos. Pero lo descartamos rápidamente con en rápido análisis.  Estoy convencida de que es una intoxicación. Pero no hemos logrado dar con el agente. —señaló Estrella.

—Quizás esto te ayude. —dijo el detective enviando algo desde su tablet al correo de la patóloga.

La mujer abrió la carpeta que le acababa de llegar y vio que eran varios archivos de video.

—Puedes pasar de los que tienen los números debajo. El archivo con el nombre mix.ramos lo ha hecho  un compañero de informática. Es una bonita composición con los videos de manera que puedes verlos simultáneamente en la misma pantalla y puedes ampliar el que desees en tiempo real para ver cualquier detalle. —le mostró Ramos— ¿A que es una pasada?

La doctora asintió mientras pinchaba en el archivo. Enseguida lo puso en marcha. La pantalla había quedado divida en 4 partes; la 1 era una cámara en blanco y negro que mostraba la panorámica de una habitación donde se veía una cama con un ventanal a la derecha y una puerta a la izquierda, la 2 mostraba la cama de lado, con el ventanal al fondo, bajo el cual había un diván  y la 3 y la 4 últimas mostraban en interior de una cama, una de las cámaras era convencional, mientras que la otra se veía por la gama de colores que era térmica.

La doctora le dio al play y al principio no pasó nada. Dos minutos después una mujer apareció en la  imagen de la cámara 1. Pareció admirar el centenario mobiliario y se acercó a la cama, acarició uno de los fustes que la adornaban y, tras hacerlo, se miró el dedo y se lo chupó mientras se metía en la cama.

—Esto te lo puedes saltar… —apuntó el detective— Los siguientes ciento ochenta minutos son una mezcla de lectura y ronquidos nada interesante, pero algo la despierta. Adelanta hasta el minuto ciento setenta y ocho, si haces el favor.

La patóloga le hizo caso y algo llamó inmediatamente su atención. La mujer había empezado a temblar. Sus ojos se dirigieron inmediatamente a la cámara térmica. Los muebles y el ambiente seguían estando a la misma temperatura, pero la de la mujer estaba empezando a subir. Los tonos antes suavemente anaranjados se iban tornando de un rojo cada vez más rabioso.

—Fiebre. —comentó la doctora.

—Eso me parecía a mí. Pero continué, por favor.

Estrella volvió a darle al play y continuó. Fue entonces cuando la mujer se levantó de la cama las cámaras 3 y 4 quedaron vacías, pero la 1 y la 2 siguieron a la mujer que en camisón se acercaba al fondo de la habitación justo al único ángulo ciego. Transcurrieron unos segundos antes de que la mujer volviese a aparecer y se sentó en el diván.

 Al principio no comprendió qué hacía, pero la doctora al final interpretó que hablaba con alguien, aunque en el otro lado del canapé no había nadie.

—¿Delirios? —aventuró el policía.

—Con esa fiebre no sería raro, aunque no debería tener fuerzas ni para mantenerse en pie. —afirmó la patóloga, pinchando en la cámara 2 para no perderse ningún gesto— ¿Sabemos lo que dice?

—La lectura de labios aun tardará unos días, pero esto no hace falta interpretarlo. —replicó el detective señalando el momento en que la mujer adelantaba la cabeza y entreabría los labios en un gesto inequívoco.

—Mmmm. —se limitó a comentar Estrella.

—Pues esto no es lo mejor.

Tras unos segundos la mujer se levantó, se desnudó  y se acercó con paso vacilante a la cama y tras agarrarse a la columna del dosel con una mano, separó las piernas y comenzó a masturbarse con la otra. La doctora observó a la mujer hipnotizada.

—¿Te das cuenta de cómo se pone de puntillas y mueve las caderas como si la estuviesen follando? —señaló el detective Ramos con una mueca torcida.

—Igual el asesino es el hombre invisible. —bromeó la patóloga observando como la mujer se tumbaba en la cama y comenzaba a masturbarse de nuevo.

—La tía era una actriz de primera. —comentó el detective mientras Estrella cambiaba a las cámaras 3 y 4.

La mujer se retorcía y se estremecía una y otra vez como si alguien la estuviese penetrando con energía. Tras unos minutos se corrió y entonces la doctora pasó de la estupefacción a la envidia. La mujer parecía estar experimentado una cascada de orgasmos, cada cual más intenso que el anterior. Aquellos dedos se movían con rapidez sobre el pubis de la mujer alternando los movimientos circulares con rápidas penetraciones. Fue entonces cuando empezó a notar algo raro, la mujer parecía no respirar bien. Los ojos de la víctima parecían salirse de las órbitas, a la vez que boqueaba e intentaba deshacerse de una presa que no existía. A pesar de todo, del terror y de la asfixia, la mujer no dejaba de masturbarse y en pocos instantes le llegó otro último y bestial orgasmo.

La doctora miró en ese momento la cámara térmica y vio como una oleada de frío se extendía por el pubis de la joven y se expandía por su cuerpo con tonos azulados. Estrella paró la grabación y la volvió a reproducir justo en ese momento.

—Esto no tiene explicación. —dijo ella.

—Como la sustancia hallada dentro de su vagina. Dices que no es flujo vaginal, pero tampoco especificas su naturaleza.

—Todos los análisis han dado negativo. Solo sé que es gelatinosa, de color púrpura y hay algunos aminoácidos y algún neurotransmisor, pero nada concluyente. —dijo la patóloga— Podría ser algún metabolizo del agente tóxico.

—Quizás tenga algo que te ayude con el misterio. —apuntó el policía mostrándole a la doctora una bolsita con lo que parecía una astilla de madera.

—Ve a la cámara 1 al minuto 3  y medio. —la mujer obedeció y el policía señaló el momento en que la joven parecía pincharse con algo al acariciar la columna del dosel— y otra vez en el doscientos siete.

Ramos le señaló la pequeña mancha de sangre que se veía en la columna cuando la mujer se había estado masturbando de cara al dosel de la cama.

—Tuve una charla muy interesante con el mayordomo. Al parecer la cama está hecha de una madera que trajeron de Cuba. He estado investigando un poco y con la ayuda de los registros de la compra, que aún conservaba el mayordomo (un loco de la historia que conserva y mantiene aquella casa como si fuese un museo) logré averiguar el nombre del árbol. Los indios lo llamaban el árbol de la muerte* y usaban su savia para envenenar su flechas.

La mujer cogió la bolsita de pruebas con la astilla y la examinó con curiosidad.

—No será muy difícil hacer un sencillo análisis ahora que sabe lo que busca. —dijo el teniente— Es más, la vieja contrató a la mujer porque había pasado la noche en la habitación  y había vivido una experiencia inexplicable. Le pregunté si había sufrido alguna herida y casi no lo recordaba, pero finalmente me mostró un pequeño corte ya cicatrizado en  la palma de la mano.

—Entiendo. Es una teoría interesante, ambas mujeres se intoxicaron, la anciana como solo se pinchó una vez solo sufrió un mal sueño, pero la joven investigadora se pinchó varias veces. Creo que en la autopsia señalé que había hasta cinco arañazos distintos en ambas manos. No me costará demasiado comprobarlo… Me pondré con ello ahora mismo. —dijo la forense abandonando su despacho en dirección al laboratorio sin despedirse.

—De nada, doctora. —oyó gritar al teniente a sus espaldas.

***

El policía se había pasado aquella tarde para explicarle lo sucedido. Jane no pudo evitar sentirse culpable. Pero, ¿Cómo podía haber adivinado que aquella cama estaba hecha con una madera venenosa? —se preguntó observando la tenue cicatriz en la palma de la mano, que había dejado el rasguño, que se había hecho aquella noche y al que no había dado importancia, hasta que el detective le había preguntado si había sufrido alguna herida la noche que vio la aparición— El caso es que estaba totalmente convencida. El delirio que había experimentado era tan vivido…  Cuando abrió los ojos estaba ante la puerta de la habitación.  La anciana retiró el precinto policial, abrió la puerta sin pensar y entró. Encendió las lámparas que bañaron la estancia con una luz mortecina. Recorrió la habitación con cuidado de no tocar nada. Sebastián aun no la había limpiado por indicaciones del detective. Fue entonces cuando miró hacia la chimenea y sonrió. No, aquello no había sido un sueño. Se acercó al cuadro para observarlo con más atención. Era inconfundible; el hombre del retrato miraba al espectador relajado y sus ojos sonreían.

FIN

*El árbol de la muerte existe en realidad, proviene de América central y del Caribe y es cierto que es venenoso y que se usa para hacer muebles, cuidado con lo que compráis en los anticuarios. 😉 

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