ANTONIO LÓPEZ VALLEJO

Las viejas tapias, engordadas año tras año con capas de cal, que amarillean y se descascarillan con la lluvia y el viento que azota esta colina cada invierno, ejercen como celosas guardianas del descanso sumiso de los que formaron parte del pueblo, y ahora son, algunos recuerdo, otros olvido. Estas viejas tapias, rodeadas por cipreses viejos, que separan el mundo de los de antes del mundo de los de ahora, están acostumbradas al trasiego lento, de pasos cortos y rezos entrecortados, que traen consigo los pocos visitantes que recibe a diario este camposanto, que poco a poco, agujero a agujero, va ganando en importancia y demografía al pueblo, cada vez más solo, cada vez más viejo, cada vez menos vivo.

Estas viejas tapias acogen hoy, uno de noviembre, un constante y desacostumbrado trajín de ir y venir de vecinos y paisanos venidos de lejos. Hoy se juntan aquí los que se quedaron para dar sentido y continuidad al pueblo y los que se marcharon en busca de un futuro mejor a las ciudades, tan lejanas y ajenas, de donde regresan distintos, cambiados, otros.

Como cada año, al pasar junto a la puerta y encontrarme frente a la antigua caseta del guarda, sustituida ahora por un circuito cerrado de cámaras de vídeo, no puedo evitar acordarme de Damián, el viejo guarda, taciturno y callado, que heredó de sus padres y de sus abuelos el trabajo de enterrar a los difuntos y vigilar que ningún vivo fuera a profanar una tumba y que ningún muerto fuera a creerse vivo y a escapar de entre aquellas tapias. Era Damián un personaje de ojos grises y tristes bajo los que crecían unas arrugas que caían en columpio hasta sus abultados mofletes, entre los que había unos labios gruesos y callados. Su rostro irradiaba una melancolía tan espesa que ponía a todos en fuga, e incluso llegaba a hacer llorar a los más sensibles.

Siguiendo el paso de la mayoría, camino hacia arriba, entre los cipreses nuevos que han plantado para encarrilar el camino principal, hecho de tierra apisonada y cubierto de chinos, de donde parten, formando cuadrículas, otros caminos más estrechos, de tierra roja y polvorienta, que mancha los zapatos y se pega a la ropa y al paladar; caminos surcados, a un lado y a otro, por lápidas con nombres, fechas y edades que, a veces por holgadas nos parecen suficientes o incluso generosas, y otras veces por ajustadas nos parecen insuficientes o injustas, y es que en este mundo, como en el de los vivos, habitan tanto niños como viejos. Ánimas de todas las edades me parece ver caminando entre los vecinos; algunas sentadas sobre su tumba, sonriendo a la viuda que les lleva flores o a los chiquillos que, obligados a vestir incómodas ropas de domingo, lo miran todo con el misterio de la inocencia.

Parado en la mitad del camino principal, observo como la mayoría de flores y de vivos se dirigen hacia las tumbas de la izquierda, más nuevas, más altas, más esmeradas y presuntuosas. Conozco a casi todos los muertos de esta parte, y me divierte ver como a Pedro el trompas, le tocó ser enterrado junto a Diego zapatos grandes, con el que nunca estaba de acuerdo y junto al que pasaba tardes enteras en el bar, discutiendo acaloradamente sobre cualquier tema. Sonrío al ver la tumba de Dolores la nueva, que murió a los ciento dos años y a la que recuerdo con una sonrisa tierna, sentada a la puerta de su casa, de donde emanaba un suave aroma a jabón. A Dolores la nueva le gustaba ver como los niños pasaban jugando y corriendo frente a ella. Yo, de niño, pensaba que aquella buena mujer había nacido con la edad que tenía, con su sonrisa, sentada en su silla y en la puerta de su casa. Más allá de su tumba puedo ver la de mis vecinos Paco el sentao y María la tumbá, de los que se decía que no habían tenido niños por no cansarse, que se pasaban media vida sentados y la otra media tumbados. Muchos muertos conocidos y muchos recuerdos habitan a este lado.

Entre las tumbas de la derecha, más desgastadas, humildes y casi tan antiguas como el cementerio, me cuesta encontrar algún conocido, apenas puedo deducir algún tipo de parentesco con los vivos de hoy siguiendo los apellidos de las viejas lápidas, entre las que zigzaguean dos o tres abuelas enlutadas y arrugadas, de edad indescifrable, que se confunden entre los muertos viejos y reparten flores entre las tumbas, tal vez tratando de ganar alguna amistad para un futuro no muy lejano. Las almas de esta parte del cementerio, como no esperan visitas, distraen la mañana paseando junto a las tapias, jugando a recordar lo que era calentarse con el sol o sentir el viento enredar entre sus cabellos.

Sigo caminando hacia arriba, hasta llegar a la explanada donde están enterrados los muertos que hace poco eran vivos, que aún no se han acostumbrado del todo a su forma incorpórea y sufren ante su incapacidad de hacerse ver entre sus familiares que, ajenos a ellos se juntan en corrillos con los familiares de otros difuntos nuevos, saludándose, preguntándose, dando a conocer los casamientos, bautizos y fallecimientos acaecidos durante el año. Entre corrillo y corrillo, saltan los chismes, reales o inventados, que ponen la sal y la pimienta a las reuniones. El cementerio es un hervidero de voces vivas, observado en silencio por los muertos, que pasean entre los visitantes, tratando de recordar algún rostro e intentando vislumbrar rasgos familiares entre los más jóvenes.

A eso de las dos de la tarde, si pudiera verse desde arriba, el cementerio aparecería como un enorme jardín poblado de flores de mil colores y aromas, entre los que pululan grupos de familiares vestidos con sus ropas más presuntuosas y que, poco a popo, van abandonando el lugar, camino del bar, adonde suelen acabar todas las reuniones de cada uno de noviembre.

Me dirijo hacia la puerta, sintiendo clavada en mi nuca las miradas expectantes de todas las ánimas que, apoyadas en la tapia o sentadas sobre sus tumbas, parecen extrañamente interesadas en mi caminar. Junto a la puerta, que permanece abierta para los vivos, me encuentro con Damián, el viejo guarda, que me corta el paso y niega con la cabeza. Entonces recuerdo cuál es mi sitio en este lugar. Entre tanto visitante me había confundido y había llegado a creerme vivo. Agacho la cabeza y doy media vuelta para encontrarme con las risas de los otros muertos, que cada año se divierten con la misma situación. Regreso cabizbajo a mi tumba, adonde nadie vino hoy de visita, ni nadie vendrá el próximo uno de noviembre. Sentado sobre mi lápida, apuro este día, mirando al horizonte, hacia las montañas donde el sol se va a dormir, fantaseando con los lugares adonde solo pueden ir los vivos, imaginando cómo serán todos los sitios que siempre quise conocer y adonde ya jamás podré ir.

El día se acaba. Cada ánima vuelve a su agujero. El sueño nos llama. Nos espera otro año de descanso del que volveré a despertar, como cada uno de noviembre, creyéndome vivo. Afuera solo queda en pie, de entre los muertos, Damián el guarda, que vela por nuestros sueños y guarda nuestro encierro.

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