ANTONIO LÓPEZ VALLEJO
Ella salía cada tarde al balcón a tender la ropa, a esa hora en que el sol pierde su fervor y el canto de los pájaros, buscando su lugar para pasar la noche entre las ramas de los árboles que crecen junto a la estación, se vuelve ensordecedor.
A esa misma hora, casi todos los días, armado de libreta y bolígrafo, yo estaba sentado en uno de los bancos de la avenida, mirando como los raíles del tren se perdían en el horizonte, tratando de dibujar atardeceres con palabras, tan cerca de aquel balcón que podía escuchar como ella desenmarañaba las sábanas y las sacudía antes de tenderlas al sol amable de la tarde. Cada día era igual: yo intentaba no distraerme, trataba de captar el momento, la magia que nacía en los raíles cuando los últimos rayos de sol los acariciaban, pero, en contra de mi voluntad, mi mirada siempre se desviaba hacia su balcón, donde su larga melena se derramaba entre las ropas lavadas, desparramando un dulce olor a jabón y a mujer que me hacía recordar mi infancia por las callejas de otra ciudad lejana a esta, donde siempre había ropa tendida en los balcones. Cerraba los ojos, aspiraba aquel olor y soñaba, durante unos momentos, con recuerdos pasados, mientras el sol terminaba por encontrar acomodo tras las montañas del oeste. Para cuando abría de nuevo los ojos y volvía al mundo, el sol ya no estaba, los raíles se habían tornado del color de la plata y se iban oscureciendo, los pájaros habían cesado sus trinos y apenas se les escuchaba moverse un poco entre las ramas, buscando la postura del sueño, y mi libreta estaba cerrada a las palabras.
Del balcón frente a la estación colgaban prendas de todas las formas, y la mujer morena, enigmática, acodada en aquella barandilla que separaba su mundo del mundo, fumaba un cigarrillo cuyo humo se elevaba por encima de ella, perdiéndose más allá de las copas de los árboles y de los tejados de aquella ciudad, desapareciendo sin más, sin importarle a nadie, como desaparecían cada tarde las puestas de sol frente a la estación.
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