ARCADIO M.
El cierzo enloquecía aquella melena canosa, otrora, negra azabache que quitaba el sentido. Recordaba que siempre le decían que ese mismo viento, incansable con los años, era bueno para el cutis, que ahora se marchitaba debajo de aquella piel arrugada, cual si fuese flor deshidratada. Quizás la flaqueza de sus manos ponían en evidencia que aquella virtuosidad que había lucido de joven, se había quedado en el camino de la vida, que tantos años llevaba caminado y que, sabía, llegaría a fin más temprano que tarde. Y sin duda, todavía quedaban las fuerzas necesarias para aquel último viaje que tanto tiempo llevaba queriendo hacer. Dios no le permitía morir sin volver a su origen, o eso decía.
Obvió los consejos médicos. Rechazó la sugerencia de las amigas de partida y discutió, debatió, argumentó y se enfadó con hijos y nietos. Al final, había salido más costoso echarse al camino que caminarlo. Pero había valido la pena.
Ahora observaba, desde lo alto, de pie, arrimada a aquel bastón inseparable desde hacía años, el pueblo que le había visto nacer y marchar. En él, había dejado sus raíces, su amor verdadero al que no supo esperar y, sin duda, la flor de su juventud que marchitó el mismo día que se fue. Quizás por eso todavía no tuviese las agallas de haber vuelto a aquel puerto marinero, presente en su recuerdo cada amanecer. Y quizás por eso, nunca hubiera hecho nada por reencontrar aquel amor, abandonado mientras cumplía servicio en alta mar y siempre presente en sus oraciones. Pero jamás recapacitó sobre cómo se habría sentido él el día del desembarco, justificándose siempre que se habría ido con otra y tendría sido muy feliz.
Mientras el cierzo enloquecía aquella melena canosa, unas lágrimas rancias humedecían aquellos ojos castaños que tantas cosas habían visto pasar ya. Un marido que la había amado incondionalmente, con todo lo que significaba ochenta años atrás casarse con una madre soltera, cuatro hijos con su lugar en el mundo, tres nietas y seis nietos que reflejaban el cambio de la sociedad mejor que nadie, pese a sus pesares, y por fin, como punto final a sus deseos, aquel viaje. Aquella fotografía del pueblo del que había huido tantos años atrás y que ya nada tenía que ver con lo que guardaba en su recuerdo.
Y en el horizonte, un barco se perdía entre la línea que separaba el cielo del mar. Lo siguió hasta perderlo de vista. Luego, se subió al coche y pidió tomar camino de vuelta a casa. Donde había sido lo que es. Donde nunca habló de lo que era y, todavía menos, de lo que pudiera haber sido. Cerró la puerta del coche. Notó la calor en el rostro, protegido ya del frío viento. Y la melena canosa se calmó.
¡¡¡ME GUSTÓ!!!
Pararse en el camino, mirar hacia atrás, observar y sopesar…y por supuesto sacar conclusiones.
Gracias por compartir, colega de la pluma
Shalom desde Israel
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