DEVA NANDINY
—Te follaría aquí mismo en el coche, estás estupenda, mi amor, —expresó mi esposo cuando me vio llegar al garaje.
—Eso mismo he notado en el ascensor, —respondí riéndome.
—¿Has notado que estás preciosa con ese vestido?
—No, lo que he percibido es que los hombres deseáis follarme, especialmente hoy, —indiqué, riéndome—. He coincido al bajar en el ascensor, con dos de los chicos que viven justo a nuestro lado.
—¿Te refieres a nuestros vecinos, los estudiantes? —preguntó interesado
—Eso es. Los muy cabrones, sin cortarse un pelo, intercambiaron una mirada cómplice nada más verme, —añadí riéndome, al tiempo que mi esposo ponía en marcha el motor del vehículo.
Al escuchar aquello, Enrique metió directamente su mano derecha entre mis piernas, palpando directamente mi sexo a través de la tela de mis bragas.
—¿Te has puesto cachonda? Desde que te liaste con tu ahijado, estás desatada con los jovencitos. Primero Julen, luego Iván…
—Es cierto, a medida que he ido cumpliendo años han comenzado a llamar más mi atención. Por suerte para mí, ellos se pirran por las mujeres maduras como yo.
—Claro, y tú estás encantada de cumplir sus fantasías.
Yo expresé una sonora carcajada. Me encanta hablar de estas cosas con mi esposo.
—Te aseguro que me encamaría con ellos dos juntos, antes que con el viejo con el que tú pretendes que me acueste. Eran muy guapos, sobre todo el más espabilado. Pero no quiero líos con los vecinos, ya lo sabes. —Indiqué acordándome de la relación que había mantenido muchos años antes, con Luis. Un vecino que había tenido cuando vivía en la otra casa, estando casada aún con Alex al poco tiempo de nacer mi hijo Carlos.
Mi marido sacó la mano de mi entrepierna como si hubiera perdido el interés por la historia.
—Seguro que te han escuchado follar alguna vez. Date cuenta de que el tabique de nuestra habitación, linda con su casa.
—¿Tú crees? —pregunté sin haber caído en la cuenta—. ¿Tan escandalosa me pongo? —Pregunté, recordando al mismo tiempo, que un par de días antes había estado con Iván follando en la habitación, durante casi dos horas. Habiendo sido especialmente intenso, dicho encuentro.
—Te pones muy loba, cariño. Sobre todo, cuando son otros los que te follan, —manifestó directamente sin sentirse dolido por ello.
—Es cierto que cuando me he visto en alguno de los vídeos que me grabas, no me reconozco a mí misma. En esos momentos no soy consciente de ello.
—Me encanta verte así, totalmente desatada y entregada al placer.
Miré a mi marido complacida pensando en la suerte que tenía con él. Para Enrique, toda su sexualidad, giraba en torno a mí. Observar como me complacían otros hombres, como me hacía gritar, notar en mis ojos el deseo por esos cuerpos masculinos, sentir mi sed de hombre. Eso era para él, era lo más importante.
Al principio de nuestra relación, cuando empecé acostarme con otros hombres en su presencia, o cuando le contaba las relaciones que mantenía con alguno de mis amantes. Pensé, que sería bueno para su ego masculino, que mantuviera también relaciones con otras mujeres. Durante esa época, algunos fines de semana, quedábamos contras parejas para realizar intercambios. Pero mi esposo no podía evitar estar más pendiente de lo que yo estaba haciendo, que de la chica que debía de complacer. Fue el propio Enrique, el que un día me rogó dejar de hacer dichos intercambios, asegurándome que disfrutaba mucho más en su papel de cornudo.
—¿Vamos al mismo restaurante en el que cenamos con Carmen, la otra vez? —Me interesé, olvidándome de mis jóvenes vecinos al instante.
—Sí, el dueño es íntimo amigo de Ramón.
—Ya, —respondí, acordándome de aquel día en el que terminé comiéndole el coño a Carmen, en presencia de mi esposo y del viejo—. Además, les alquila un reservado.
Mi marido sonrió, y desviando los ojos de la conducción me miró directamente.
—Olivia, espero que seas buena y recuerdes lo que me prometiste el otro día.
Yo me quedé pensando, simulando no acordarme de nada.
—¿A qué tipo de promesa te refieres? —Interpelé, haciéndome la inocente.
—Me aseguraste que ibas a poner muy cachondo a Ramón. Quiero que juegues con él, observar como lo vuelves completamente loco, —manifestó, aparcando el coche frente al restaurante.
—Cariño, —comenté justo antes de abrir la puerta del coche—. Tu jefe es un cerdo y un sátiro. Te recuerdo que además de Carmen, también estará la puta de Olga. Por lo tanto, estoy segura de que ya viene cachondo de casa, al igual que tú.
Entramos al restaurante como la pareja de enamorados que en realidad somos, cogidos de la mano. El viejo y Carmen estaban sentados justo en el mismo lugar, que habíamos ocupado unas semanas antes. No vi a Olga por ningún lado, y eso en parte me tranquilizó bastante, tampoco tenía intención de preguntar por ella.
Mientras me acercaba, observé con atención a Carmen. Ella vestía prácticamente con el mismo estilo que la vez anterior. Pensé, sonriendo maliciosamente, que más que la puta del viejo, parecía una comercial de pompas fúnebres.
Esa noche iba vestida con unas botas altas, una falda que le llegaba varios dedos por debajo de la rodilla, y una camisa demasiado amplia que simulaba sus enormes pechos. Nada más verla, me entró la curiosidad por saber que llevaría bajo esa falda de aspecto tan discreto y rancio. «¿Tal vez un liguero y un exquisito conjunto, seguramente producto de un regalo del viejo?».
—Hola, Olivia. Me alegro de volver a verte, —me saludó tímidamente, sin atreverse a mirarme a los ojos.
—Buenas noches, Carmen. ¿Qué tal están tus hijos y tu marido? —pregunté arrepintiéndome al instante, de interesarme por su esposo, precisamente en presencia de su amante.
Ella intentó sonreír, pero se la notaba que estaba realmente incómoda. Supuse que sería por mí. Intuía que tal vez mi presencia la molestaba, tal vez me veía como a una rival, que pudiera poner en peligro los agasajos y regalos de Don Ramón.
—Están con su padre en casa. El pequeño está bastante resfriado, siempre ha enfermado con más facilidad que su hermano. Juan Manuel está con ellos cuidándolos.
—Espero que no sea nada, ya sabes… los chicos enferman y sanan, con una rapidez pasmosa. Hola, —saludé secamente, acercándome para darle dos besos a Don Ramón, como saludo.
—Estás esplendida, Olivia, —Indicó poniéndose de pies, cogiéndome por la cintura, mientras acercaba todo lo que podía su boca a la comisura de mis labios.
—Gracias, —indiqué sentándome en mi asiento, sintiendo cierto desagrado al haber notado sus violáceos labios tan cerca de los míos.
—¿No ha venido Olga? —Preguntó Enrique sin ocultar su interés.
Cada vez que mi esposo nombraba a su expareja, yo no podía evitar percibir cierta inquietud. Pero traté de disimular, en cambio el gesto de Carmen al escuchar ese nombre, creo que no nos pasó desapercibido a ninguno de los tres. Sin duda, saber que iba a venir la hija de su amante, no le resultó nada agradable. Don Ramón sonrió ante la pregunta de mi esposo, observó a Carmen primero y a continuación volvió a mirar a Enrique.
—Tú deberías saber mejor que nadie que, entre las múltiples virtudes que posé mi hermosa y adorable hija, la puntualidad no está entre ellas.
Carmen arrugó la frente al escuchar aquello, solamente que su padre hablara de ella, parecía molestarla.
—Es cierto, en los tres años que estuve con Olga, nunca conseguí llegar a la hora a ningún sitio. —Me indicó mi marido, dándome de nuevo irritantes detalles de su relación con su expareja. Siempre que se refería a ella, hablaba como si hubieran sido novios cuando en realidad Olga era una mujer casada.
—Carmen y mi hija no se soportan. Por eso me encanta juntarlas, —comentó el viejo riéndose con malicia.
—Detesto estas incomodas reuniones, parece que te encanta provocarme. De haberlo sabido, te juro que no habría venido hoy.
El viejo la miró con semblante serio, que hizo que ella mostrara cierto arrepentimiento en sus ojos.
—Por mucho que me guste follarte, mi hija siempre estará por delante de ti. ¿Lo entiendes?
Ella agachó durante unos segundos la cabeza, como fuera una niña a la que acaban de reprender por haber dicho algo inapropiado.
—Sí, —expresó en un hilo de voz, apenas audible, —Lo siento, cariño. No te enfades.
—Ahí está, —señaló Don Ramón, cambiando la cara al ver llegar a su hija. —Tan hermosa y elegante como siempre, —añadió, como si no pudiera contener interiormente esas palabras. Una extraña mezcla de sentimientos, como si el hecho de que la deseará fervientemente como a una hembra, no consiguiera rebajará ni un ápice su orgullo paterno. Por un instante, no pude evitar envidiar su relación.
Instintivamente, giré la cabeza para verla entrar. Llevaba un corto y ajustado vestido negro que se adaptaba a su delgado cuerpo como un guante. Me sentí tremendamente celosa, al observar cómo mi marido la miraba embelesado. Olga es de esa clase de personas, que desprenden siempre movimientos ágiles, casi felinos, distinguidos y refinados.
—Buenas noches a todos, —dijo acercándose al mismo tiempo hasta su padre, al que le propinó un corto beso en los labios, que hizo que Carmen no pudiera evitar hacer un nuevo aspaviento, mostrando así su desagrado. —Hola, papá. Siento el retraso, estaba corrigiendo exámenes y cuando me quise dar cuenta, se me fue el santo al cielo.
—No te preocupes, hija. Solo por verte entrar, merece la pena esperarte un poco, —Manifestó Don Ramón, acariciando levemente unos de sus muslos, como si no pudiera contenerse.
La mesa estaba dispuesta de tal modo que Don Ramón quedaba en medio de ambas mujeres, estando Enrique y yo, frente a ellos tres.
—Estás muy guapa, creo que el rojo te favorece aún más que el negro, —dijo Olga, dirigiendo a mí. Mirándome de tal forma, que estuvo casi a punto de lograr ruborizarme.
—Gracias, tú también lo estás. Te queda perfecto ese vestido.
—Si luego os apetece, mientras papá entretiene a Carmen, —declaró, mirando primero a Enrique y luego a mí. —Dejaré que me lo quitéis. No llevo nada debajo, —anunció guiñándonos un ojo a ambos.
—No hace falta que te lo quites, ya te he dicho que estás muy bien con el puesto, —no pude menos que responder un tanto celosa, por la forma en la que miraba a Enrique.
Don Ramón se rio a carcajadas ante el atrevido comentario de Olga y mi rápida respuesta.
—¡Qué puta estás hecha, cariño! ¿Es que quieres follarte, a mis invitados?
—Lo siento, —Lo interrumpí sintiéndome incómoda con la conversación—. Pero si he de follar con alguien esta noche, será únicamente con mi marido. Para eso me casé con él. —aseguré.
Mientras transcurría la cena, Carmen permanecía en un discreto silencio, se la notaba mucho más incómoda que la vez que la conocí. La presencia de Olga era demasiado irritante, tanto para ella como para mí.
—Voy a llamar a casa un momento, quiero ver cómo está el pequeño, —indicó, mirando primero a Don Ramón, como si tuviera que pedirle permiso para hacerlo. Este le hizo una seña de aprobación, al tiempo que le daba una palmada en el culo cuando ella se levantó, buscando un rincón más silencioso para poder hablar.
—La semana que viene me voy con Carmen unos días a Roma, la pobre está encantada. Su marido, nunca la ha llevado a ningún lado, aunque creo que el patán de Juan Manuel, comienza a estar un poco harto de nuestros viajes.
—Normal, todo el mundo en la empresa sabe que te acuestas con su mujer, —respondió mi marido—. Pienso que deberíais haber sido algo más discretos.
—No creo que su esposa sea capaz ya de vivir sin poder permitirse este tren de vida. Que el mamarracho de su esposo se sienta humillado, no creo que sea ya relevante para ella. Si algún día… —Don Ramón se detuvo en seco, al ver que Carmen se acercaba nuevamente hasta nosotros.
—Está algo mejor. Dice Juanma, que ya se ha quedado dormido, pero considero que hoy no debería de haber venido. Mi esposo me lo ha reprochado, —indicó ocupando nuevamente el asiento.
—Tranquila, se le pasará. Si quieres, hablaré yo con él el lunes, —comentó Don Ramón, dándole un beso en la boca—. Será mejor que vayamos al reservado y tomemos la copa allí.
El lugar era el mismo que el de la vez anterior. Una habitación con un sofá y una mesa supletoria, para poder poner las bebidas. Frente a nosotros un televisor.
Olga tomó asiento sobre la pequeña y baja mesita, ya que el sofá era únicamente para cuatro personas. Yo me senté junto a mi esposo, teniendo a mi izquierda al viejo, quedando Carmen al otro extremo.
—No te imaginas cuanto te agradezco que hayas aceptado mi invitación para venir a cenar. Si te digo la verdad, tenía ciertas dudas, —manifestó Don Ramón, poniendo una mano, sobre uno de mis muslos.
Notar ese contacto en mi pierna me hizo sentir realmente incómoda, no me apetecía que me tocara. Pero no dije nada, le había prometido a mi esposo que jugaría un poco con el viejo, aunque no tenía intención de llegar mucho más lejos.
—Tampoco me hubiera echado de menos, hoy está muy bien acompañado con su hija y con Carmen.
—Es cierto, —aseguró incorporándose un poco, poniendo la mano que le quedaba libre encima de la rodilla de Olga, que permanecía sentada frente a nosotros, sobre la pequeña mesa. —Pero tú eres mi particular capricho. Te deseo desde que tu esposo nos presentó, hace más de cinco años.
Olga me miró y abrió un poco sus piernas, haciéndolo de tal como modo que intuí que me estaba retando, pero yo preferí ignorarla. No me apetecía mantener con ella esa grotesca pelea de hembras, en la que ella parecía encontrarse en su propia salsa.
—¿No ha pensado en echarse una amante de su edad? —pregunté con toda la intención de menospreciarlo.
Él, lejos de molestarse, soltó una carcajada que acompaño también mi esposo.
—Te aseguro que por desgracia las mujeres de mi edad, ya no tienen unas piernas tan tersas y apetitosas como las tuyas, o como las de mi pequeña, —manifestó, señalando con la mirada hacia su hija. A la que levantó sin ningún tipo de pudor un poco el vestido. En ese momento todos pudimos comprobar que era cierto lo que ella había anunciado. Olga no llevaba ropa interior.
Ella no hizo nada, se quedó con la falda levantada, mostrando con absoluta desvergüenza, una exagerada y espesa negra mata de vello púbico. Desde mi posición, no pude ver la expresión de Carmen, pero estaba segura de que la actitud, tanto de su amante como de la arpía de su hija, le resultaba vomitiva.
—Enrique, —dijo llamando la atención de mi marido—. ¿Has visto? Me he dejado pelo en el chochito. A papá le gustan las cosas naturales.
—Antes lo llevaba totalmente depilado igual que tú, —me confirmo mi esposo. Dando por hecho que podría interesarme la antigua estética del sexo de su expareja. Miré a Enrique con cierta cara de reproche, al tiempo que hice un gesto con los hombros.
—¿Hace falta hablar de estas cosas? —preguntó de repente Carmen, que permanecía como en un segundo plano.
—¿A qué te refieres? —Intervino Olga preguntándole, abriéndose al mismo tiempo completamente de piernas. Creando una escena mucho más soez y pornográfica.
—No me gusta la vulgaridad… Pienso que no es necesaria.
—Papá, tu novia dice que mi almejita es vulgar, —indicó con voz dulce, casi infantil. Al mismo tiempo que cogía la mano que su padre mantenía sobre una de sus rodillas, y la posaba sobre su sexo. —¿Crees que mi cuquita es vulgar?
Observé anonadada, como los dedos del viejo recorrían el sexo de su propia hija, como si estuviera explorando un terreno que él conocía a la perfección.
—Tienes un coño adorable, mi amor.
—¿Has visto? —preguntó riéndose, dirigiéndose de nuevo a Carmen—. A papá le gusta mucho mi chochito.
—¡Esto es inaudito! —Exclamó Carmen cada vez más molesta y enfadada—. Además de zafia, eres una grosera.
—¡No te jode, la madre del año y esposa perfecta! Tú sí que eres vulgar. Vas de santurrona y puritana, pero en realidad eres la más puta de las tres, literalmente hablando. —Exclamó, sintiendo como la yema de los dedos de su padre, se adentraban sutilmente, en el interior de su húmeda vagina. Observarlo me excitó enormemente, pero traté con todas mis fuerzas de disimularlo.
—Será mejor que me marche, Ramón. No he venido a presenciar estas aberraciones, y menos aún, a que la loca de tu hija me insulte, —gritó amenazando con ponerse de pies.
—Está bien… ¿Quieres que te pida un taxi? —Preguntó Don Ramón con calma, retirando la mano del sexo de su hija, con un tono de voz afable y tranquilo. Si no te sientes cómoda, puedes marcharte, —añadió, sacando el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta.
—Pero antes de irme, quiero que me prometas, que no te enfadarás conmigo y que me llamarás sin fata mañana, —quiso asegurarse Carmen.
—Claro que no me enfado, cariño. Además, está Olivia, —indicó el viejo, volviendo a situar su mano sobre mis muslos. Tal vez a ella no le moleste este tipo de inocentes juegos, que me gusta mantener con mi hija.
Iba a decir algo, pero preferí quedarme callada y no intervenir en las desavenencias de la pareja. Considero que en estos casos hay que permanecer casi siempre al margen. Carmen me miró, con cierta inquina, sin disimular estar celosa conmigo. «¡Será estúpida! Cree que le quiero quitar al viejo», pensé molesta.
—¡Está bien, me quedo! Lo hago por ti, Ramón. Pero dile a tu hija que procure no dirigirme la palabra en toda la noche.
Olga me miró y estalló en una incendiaria carcajada, que me inquietó bastante, pensando que haría estallar de una vez a Carmen.
—La muy zorra tiene miedo de que le quites a papá, —me comentó, como si me acabara de leer el pensamiento.
—Por favor, cariño. Procura no llamar zorra a Carmen, hoy está algo susceptible contigo, —indicó Don Ramón, sin ocultar cierta sorna en el tono de su voz.
En ese momento Enrique comenzó a besarme. Agradecí interiormente su repentino gesto, aunque por un momento, dudé si lo hacía por haberse excitado al observar el sexo de la díscola de Olga, o lo hacía por rebajar un poco la tensión del ambiente, ya que mi esposo odia los enfrentamientos y las discusiones. Tal vez, lo hiciera un poco por todo.
Cerré los ojos y dejé que me besara, al tiempo que sus manos comenzaban a amasar mis senos por encima del vestido. Yo toqué su bulto sobre el pantalón, estaba empalmado. Intenté aislarme, olvidándome de quienes estaban alrededor mío, dejándome llevar por las caricias y los besos de mi marido. No podría decir cuanto tiempo estuve así, pero creo los minutos se me pasaron volando, porque cuando abrí por fin los ojos, el panorama había cambiado por completo.
La escena era totalmente absurda y surrealista. Carmen y Olga de pies, frente al viejo, bailaban pegadas la una a la otra muy acarameladamente. Nadie diría viéndolas de ese modo, que ambas mujeres habían estado casi a punto de sacarse los ojos, tan solo unos minutos antes. Don Ramón las observaba maravillado, estaba como en trance, como si en esos momentos nada le interesara más que el sugestivo y morboso baile, que protagonizaban ellas.
Me olvidé de mi esposo, y observé atentamente como Olga subía hacia arriba la falda de Carmen, descubriendo su voluminoso culo para nosotros. Tampoco llevaba bragas, estaba segura que no habría sido una mera conciencia. Seguramente ambas habían sido alentadas por el viejo.
Percibí como las manos de la hija del jefe de mi marido, palpaban sus carnosas nalgas, perdiéndose en ellas como si fueran dedos diminutos. Pareciéndome un óleo impresionista, alejado de toda perspectiva volumétrica.
—¿Quieres bailar con nosotras? —Me invitó Olga sonriendo, manteniéndose siempre frente a nosotros.
No respondí y permanecí mirando atentamente, como desbotonó su ancha blusa, abriéndola por sus hombros. Pese a que Carmen nos daba en todo momento la espalda, podíamos percibir una parte de sus enormes pechos, asomando desparramados hacia los lados.
Don Ramón se estaba masturbando, observé de reojo su negra polla. Entonces acerqué la mano a la entrepierna de mi esposo e hice los mismo, bajé su bragueta y saqué su picha para fuera. A continuación, llevé mi mano izquierda hasta la verga del viejo. Estaba dura y resbaladiza. Sin dejar de contemplarlas a ellas, permaneciendo sentada entre ambos hombres, con una mano en cada polla comencé a pajearlos al mismo tiempo.
La camisa de Carmen estaba tirada en suelo, y ahora Olga trataba de hacer lo propio con su falda. Que no tardó en caer. Ahora sí, la amante del viejo estaba completamente desnuda, únicamente con sus altas y negras botas puestas.
—Quiero que te la folles. Si deseas que siga jugando, tienes que hacerlo, —insté a mi marido.
Los ojos de Enrique se iluminaron, eso era lo último que hubiera esperado que le pidiera.
—¿Estás segura? —Preguntó desprendiéndose de sus pantalones.
—Creo que no me has entendido. Si quieres que siga calentando al viejo, —manifesté, como si él no pudiera escucharme—. Tú tendrás que jodértela a ella, —añadí señalando directamente a Carmen.
La cara de mi esposo mostró entonces una enorme confusión, al comprender que no era precisamente a su expareja, a la que debía complacer. Yo sabía la especial inquina que la mujer del contable despertaba en mi esposo. Enrique miró un segundo a Don Ramón, como si tuviera que pedirle permiso, para poder joder con su amante. Este le hizo un gesto con la cabeza, como dándole a entender que estaba conforme.
El baile ahora era cosa de tres, con Carmen siempre en medio. Mi marido rozaba con su verga, las carnosas y redondas nalgas de ella, al tiempo que besaba su cuello y su espalda.
—¿Eres consiente de que la pobre está en medio de un clamoroso incendio? Sabes que mi hija y tu esposo se desean fervientemente. Si la zorra de Carmen no estuviera entre sus cuerpos, no hubieran podido contenerse. Enrique se la estaría jodiendo como hacía antes de conocerte, —me comentó Don Ramón, poniendo uno de sus dedos entre mis labios, recorriéndolos lentamente. Yo abrí mi boca y comencé a lamer y besar su dedo.
—¡Ah…! —Escuché un gemido de Carmen, al percibir como la mano de mi esposo, tocaba desde atrás su sexo.
Entonces me puse de pies, Don Ramón me miró, seguramente creyendo que me iba a acercar hasta ellos. Pero, por el contrario, me senté sobre las piernas del viejo. Sabiendo, que, bajo la tela de mi ajustado vestido rojo, estaba su dura verga.
Sus manos fueron muy rápidas y no tardaron en apoderarse de mis senos, cogiéndolos sobre el vestido. Miré a mi marido que, con su verga, buscaba la entrada de la vagina de Carmen. «Se va a follar a esa zorra», pensé, notando como las manos de su jefe entraban a través de mi escote y comenzaban a palpar mis tetas.
—¿Es esto lo que querías? —Pregunté dejándome magrear—. ¿Querías cambiarme por ella?
Percibí la yema de sus dedos pellizcándome los pezones, que se pusieron aún más duros de lo que ya estaban.
—¿Quieres irte con ellos, o prefieres quedarte aquí conmigo? —me preguntó besando mi espalda.
—Lo justo es que me quede contigo, así entiendo el juego. Tú le cedes a esa puta, y él te entrega a su esposa, —me escuché decir a mí misma.
—Creo sinceramente que gano con el cambio, —expresó riéndose—. Además, no es lo mismo ceder a una amante, que a tu propia esposa.
—Te recuerdo que no solamente me has cambiado por Carmen, ahí también está tu propia hija, —indiqué apuntándolos con mi dedo índice.
Enrique estaba poniéndose un preservativo, me miró un instante a los ojos, tal vez esperando que parara aquello. A continuación, dándose la vuelta se acercó por detrás a Carmen.
—¡Dios…! —Gritó ella fuera de sí, alargando la última letra hasta el máximo. Justo en el mismo instante que mi esposo comenzó a follársela.
Olga, que hasta ese momento continuaba perdida entre sus enormes pechos, los abandonó y comenzó a besarla. Carmen gritaba en cada una de las enérgicas embestidas que le propiciaba mi marido, abandonando por un segundo para poder coger aire, la hambrienta boca de Olga.
—Quítate el vestido, —me indicó el viejo con su autoritaria y cavernosa voz.
—Me lo quitaré y haré lo que tú quieras. Pero sácame de aquí, por favor. Prefiero estar contigo a solas, —le susurré en voz baja.
Él me sonrió y soltó mis pechos, momento que yo aproveché para levantarme. No dije nada. Recuerdo que en ese momento Enrique se besaba con Olga apasionadamente, manteniendo a Carmen en medio de ellos dos, sin parar de follársela ni un solo instante. «¿Estaría fantaseando mi esposo, que era a Olga y no a Carmen, a la que estaba penetrando con tanto ardor?».
Me encaminé hasta la puerta sin volver a girarme. Únicamente, traté de colocarme bien el vestido, antes de salir al restaurante. Creo que ninguno de los tres se dio cuenta, de mi huida del reservado. Don Ramón subiéndose la bragueta, me siguió en silencio.
—Vamos princesa, dejemos que ellos también se diviertan. ¿No sientes celos?
—Estoy siendo una buena esposa. Sin duda esto es lo que él lleva pidiéndome durante mucho tiempo, —dije en tono sarcástico, evitando así tener que responder a su pregunta.
Don Ramón me cogió por la cintura, y encaminándonos hasta la salida del restaurante, nos encontramos con el maître, que no pudo evitar intercambiar una sonrisa con el viejo.
—¿Has visto? No se me ha dado mal la noche, —Bromeó Don Ramón—. En el reservado, se han quedado mi hija y unos amigos. Procura que nadie les moleste—, añadió, sacando un generoso billete del bolsillo de su chaqueta.
El maître, sin saltarse un ápice la compostura, solamente le dijo:
—Sin duda Don Ramón, usted es un hombre con mucha suerte.
Yo me reí, recibiendo su cometario como si se tratara de un positivo halago hacia mí, al tiempo que sentí un cachete que Don Ramón, me propinó en una de mis nalgas. En ese momento fui consciente de que me apetecía tremendamente dejarme follar por el viejo.
—¿Dónde quieres ir, Olivia? ¿Prefieres algún hotel en particular?
—Sorpréndeme tú… Creo que tienes buen gusto, —indiqué pegando más mi cuerpo al suyo.
Ya dentro de coche me asaltaron las primeras dudas sobre lo que estaba haciendo. Pero intenté eliminarlas de mi cabeza cuanto antes. Ya tendría tiempo al día siguiente de arrepentirme, si debía de hacerlo.
—Desde el primer día en el que te vi, supe que terminaría follándote, —aseguró, poniendo una mano sobre uno de mis muslos—. Me encantan tus piernas, creo que es la primera cosa que me llamó la atención de ti.
—Si te digo la verdad, nunca pensé que llegaría hacer esto. No entiendo por qué tú si lo tenías tan claro. Si accedí a calentarte y a entrar en tu juego, fue únicamente para contentar a Enrique.
Él me miró un tanto decepcionado, pero no perdió en ningún momento la sonrisa.
—Me imagino que lo harías a cambio de algo. No creo que precisamente tú, seas esa clase de esposas, que únicamente piensa en la felicidad de su marido.
Yo me reí, me había calado muy bien.
—Hay un chico muy joven que me gusta mucho, pero Enrique no lleva demasiado bien que sea mi amante, —indiqué, pensando en Iván, el que era el mejor amigo de mi hijo—. Pensé que, si mi marido consentía mi relación con el chico, yo podría acceder a jugar un poco contigo.
Don Ramón manoseó mis piernas todavía con mayor intensidad.
—Vaya, además de ser una cachonda, eres toda una bruja. Ahora me gustas aún más que antes. Si no te he entendido mal, en realidad me vas a permitir metértela en tu precioso chochito, a cambio de que tu marido consienta que seas la zorra de un imberbe. Envidio a ese chico.
Yo me reí, me hizo mucha gracia su forma tan directa de expresarlo.
—No, en realidad no es así del todo. Yo solo accedí a calentarte, no a dejarme follar. Por lo tanto, no entiendo que un hombre tan inteligente como tú, estuviera tan seguro que yo acabaría… Bueno, ya sabes… —Dije sin atreverme a pronunciar la palabra
—Olivia, llevas la palabra zorra escrita en la cara. Tu forma de vestir, de caminar, de moverte, de sonreír o de hablar, te delata. Sé de sobra que, a las golfas como tú, os puede más el morbo que el propio sexo en sí. Únicamente tenía que conocerte un poco mejor, para así poder calentarte
—¿Me estás diciendo que tengo pinta de golfa? —pregunté, sintiendo como su mano avanzaba verticalmente hasta que la punta de sus dedos, rozaron mi coño, a través de la tela de mis bragas— ¿Y qué piensas que ha sido el detonante final?
—Olga —Pronunció secamente.
Yo lancé una estruendosa carcajada. Como si me estuviera burlando de su reflexión.
—Ni siquiera me cae bien. Creo que incluso llego a empatizar más, con la propia Carmen.
—No es en concreto ella lo que te calienta, es la relación que ambos tenemos.
Permanecí en silencio, dándome cuenta en ese preciso momento, cuál era el motivo, por el que estaba en aquel coche a solas con Don Ramón. El interés que desde joven había mostrado por mi propio padre, continuaba persiguiéndome. «¿Es qué no voy a superarlo nunca?» Pensé, en parte cabreada.
—¿Has follado con muchas esposas de tus empleaos? —pregunté, intentando cambiar un tema que me hacía sentir realmente incómoda. Trastocando internamente todas mis emociones
Él rio divertido, sin dejar de meterme mano mientras conducía.
—Veo que he dado en el clavo, —Indicó, apartando la vista de la conducción, mirándome un segundo a los ojos—. Lo cierto, es que Carmen no ha sido la primera. Me gustan las mujeres preferiblemente con hijos y casadas. No me preguntes la razón, solo te diré, que jamás tuve ningún tipo de deseo sexual hacia mi madre, si es que estás buscando algún significado freudiano Pero la realidad es que cuando una mujer no tiene una vida estable en pareja, pierde totalmente el interés para mí.
Entonces yo cumplo todos los requisitos para que quieras follarme. Estoy casada y soy madre de dos chicos, —comenté riéndome.
Él soltó una carcajada.
—Haría lo que fuera por ti. Soy un hombre muy generoso y en tu caso, lo sería aún más.
En ese instante, aparté su mano de mi entrepierna un momento, y despegando el culo del asiento, me bajé las bragas. Dejándolas caídas hasta las rodillas. Estaban empapadas. Luego cogí la mano que el viejo tenía apoyada sobre la palanca de cambios, y la llevé directamente hacia mi sexo.
Sus dedos tocaron mi vulva, fue delicioso sentir por fin ese contacto. Sin embargo, no se decidía a traspasar la puerta de mi vagina, que esperaba ansiosa a ser penetrada. Los dedos del viejo me estaban torturando, necesitaba sentirlos dentro. Quería que me hiciera lo mismo a mí, que le había visto un rato antes hacerle a su propia hija. Pero cuando la punta intentaba penetrar mi sexo, de nuevo reculaba hacia atrás, volviendo a recorrer muy lentamente toda mi vulva. Como si quisiera explorar y memorizar la forma de los hinchados labios de mi vagina.
—¿Es que no te gusta mi coño? —pregunté, intentando motivarlo—. Ni en tus mejores sueños hubieras imaginado que ibas a tenerme así, abierta de piernas para ti.
Por un momento pensé en mi marido, seguramente estaría follándose a Olga, sabía que Carmen no le atraía. ¿Qué habrían hecho en el momento en el que se dieron cuenta de que nos habíamos marchado? ¿Habrían dejado de lado a Carmen?
—Hemos llegado, —indicó Don Ramón, sacándome así, de mis locas elucubraciones sobre que es lo que estaría haciendo mi esposo—. Ahora compórtate como una mujer respetable y súbete las bragas.
No dije nada, me bajé del coche y me acerqué hasta él, necesitaba sentirlo cerca. En esos momentos percibí en el viejo su fuerza dominante, y hay muy pocas cualidades que me atraigan más en un hombre. Su despotismo, me hizo recordar a uno de mis primeros amantes.
La primera vez que estuve con un hombre tan autoritario, yo tan solo tenía dieciocho años. Manuel cambio mi forma de percibir y disfrutar del sexo. Era un gran empresario y concejal del ayuntamiento, un hombre maduro y casado, con el que estuve liada unos cuantos años. Considero, que Manuel, ha sido el hombre más peligroso y perverso que he llegado a conocer en toda ni vida. Era frío y calculador, sumamente inteligente y culto; enormemente manipulador y embaucador; pero al mismo tiempo, cuando quería, era sumamente agradable y complaciente. Sin duda, era ese prototipo de hombre por el que siempre he perdido la cabeza.
Manuel supo ofrecerme un equilibrio perfecto, como si conociese lo que en cada momento necesitaba. La dosis perfecta de afecto y humillación. Era sumamente atento y cariñoso. Pero al mismo tiempo era dominante y déspota.
Recuerdo el primer cumpleaños que pasé junto a él, yo esperaba ansiosa su regalo. Siempre se mostró conmigo especialmente generoso, teniendo carísimos detalles con una jovencita tan impresionable, como era yo a los dieciocho años. Estábamos cenando en un apartamento con dos o tres de sus amigos y unas extrañas chicas, que yo no conocía de nada. Con mucha diferencia, yo era la más joven del grupo.
Manuel disfrutaba exhibiéndome, le gustaba que todo su círculo supiera que era suya. Si éramos discretos fuera de ciertos ambientes, era únicamente por mi novio y por mis padres, ya que su esposa estaba al corriente desde el principio.
Recuerdo que durante los postres todos me cantaban el “Cumpleaños feliz”. Esa noche había bebido más vino de la cuenta, además estaba radiante y feliz, deseosa que terminara la fiesta cuanto antes, pues sabía que pasaría la noche encamada con él. Había engañado a mis padres, diciéndoles que pasaría el fin de semana en casa de mi amiga Sandra. Algo muy recurrente en aquella época por mí.
Uno de los camareros que había servido el catering, le acercó un paquete envuelto perfectamente en papel de regalo. Manuel se puso de pies, cogiéndome de la mano para que lo imitara.
—Toma, cariño. Este es tu regalo. Es lo que mereces por estos meses que llevamos juntos, —indicó dándome un cálido beso en labios, al tiempo que me hacía entrega de su esperado obsequio. El resto de los invitados permanecían en un completo silencio, observando ese instante.
Por el tamaño de la caja comencé hacer elucubraciones, «Quizá otros zapatos de marca», pensé ansiosa, deseando poder desenvolverlo.
—Mi amor, no tenías que haberte molestado, —intenté expresar cierta calma y elegancia, tal y como mamá siempre me había enseñado—. Con que hayas organizado esta fiesta, ya es más que suficiente.
—Todo es poco para ti, mi vida.
—Gracias, —respondí radiante. Con mis dedos temblando de emoción por desenvolver el regalo.
Al retirar el dorado papel, descubrí que dentro había una caja personalizada con mis iniciales. Estaba intrigada sobre que podría ser, lo que no me cabía ninguna duda es que, siendo un regalo de Manuel, sería exquisito y exclusivo, algo que no se podrían permitir ninguna de mis amigas.
Pero cuando la abrí, comprobé totalmente horrorizada que dentro había un collar de perro con una cadena. En esos momentos me sentí totalmente ridícula y humillada. No comprendía el significado de dicho regalo. Al principio, incluso llegué a pensar que me habría comprado un cachorro, pero pronto me confirmó que la única perra era yo.
—Póntelo, cariño. En el collar he mandado serigrafiar tu nombre.
Me quedé tan perpleja que fui incapaz de reaccionar durante muchos segundos. Él fue el que me lo cogió de las manos y me lo puso en el cuello delante de todos los asistentes, seguramente tan asombrados como yo.
—Brindemos todos por la perra más adorable que he tenido nunca, —indicó alzando su copa de champán con el resto de los invitados.
Solo diré, que aquella noche, una hora más tarde, Manuel me desnudó completamente delante de sus amigos. Exhibiéndome para ellos como quien muestra un objeto que le hace sentirse orgulloso.
Todos aplaudían, al tiempo que él me iba quitando prendas, yo me sentía avergonzada, incapaz de fijar la vista a ninguna parte. Escuchando todo tipo de comentarios alrededor mío.
—¡Joder! Qué tetazas tiene, para ser tan joven…
—Date la vuelta, mi amor. Así nuestros amigos podrán observar mejor tu espléndido cuerpo, —Me indicó Manuel, girándome hacia ellos—. No diréis que mi perrita no tiene un buen culo… —Señaló, dándome un par de fuertes cachetes sobre mis nalgas.
Sin embargo, lo más fuerte vino a continuación. Manuel me hizo dar vueltas alrededor de la mesa, caminando a cuatro patas como una auténtica perra, mientras él sujetaba la cadena y tiraba de mí. No dejó que nadie de los presentes me pusiera una sola mano encima, tan solo quería exhibirme.
Esa fue la primera vez que tuve un orgasmo sin tener necesidad de tocarme. Estaba tan exageradamente excitada, que simplemente la fricción de mis gruesos labios vaginales, al rozar mis piernas caminando a cuatro patas, me sirvieron para alcanzar el clímax.
Quizás ese haya sido el regalo más interesante que haya recibido nunca. Manuel me enseñó, de esa forma, que el órgano sexual más potente que todos tenemos es nuestro cerebro. Tan solo hay que saber encontrar la parte más oscura de nosotros mismos para descubrir quienes somos.
Pero como he dicho anteriormente, Manuel era un amante maravilloso, capaz de darme un perfecto equilibrio psicológico. Un rato después, brindando con él con una copa del mejor champán en la cama, me regaló un precioso bolso de marca, que él mismo había mandado comprar a su esposa, en un viaje reciente a Italia. Dentro de dicho bolso, había también un frasco de un famosísimo perfume y unos pendientes de cristal de Swarovski. Más de veinte años han pasado de aquello, pero a día de hoy, aún conservo con especial de cariño, tanto el collar de perra, como el bolso y los pendientes
—¡Vamos, Olivia! —Exclamó Don Ramón, sacándome así de esos maravillosos y lejanos recuerdos, al tiempo que me agarraba por la cintura, entrando por la puerta del hotel.
Yo caminé a su lado plenamente orgullosa, de sentirme suya. A pesar de que, con los tacones puestos, le sacaba más de media cabeza de altura.
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Continuará