JUAN CARLOS VÁSQUEZ
—¡Es un simple esfuerzo!—, fueron las últimas palabras que escuché antes de colapsar.
En síntesis, se trataba de modificar los hábitos. Era una preparación para dar tiempo a un cambio en mis órganos y viajar…. pero no, pensé de inmediato, el cambio no debe convertirse en costumbre.
Objetivos: disminuir los altos niveles de tensión, acabar con la úlcera, con los temblores, con las pérdidas de memoria.
Profundidad contra las tentaciones de la superficie. Y, sobre todo, fortaleza. Ahora, con tantos avisos representados en los sobresaltos del cuerpo, era el momento.
Todas las prohibiciones que estaba cumpliendo al pie de la letra me servirían para recobrar las fuerzas. La solución para el hígado radica en duplicar la enzima transformadora del acetaldehído. Sin embargo lo que considero un breve lapso se transformó en ese tiempo interminable con el que decidí acabar.
El hígado ya estaba funcionando con propiedad, la absorción del alcohol por el organismo era la adecuada, me había acoplado al ritmo de trabajo hepático. Delgado, con piel lozana me eché a la calle metiéndome en vena picos de vitamina B6 y B12 y recordé otros consejos que eran otras opciones.
Alguien me habló de Lituania, de su gente, de sus hermosos paisajes y de una particularidad que desconocía. Aunque la policía había comenzado a usar drones militares para investigar el tráfico ilegal de puntos de destilerías de alcohol en los bosques aún quedaban cientos sin descubrir. Difícil dar con todos en un país repleto de parques nacionales y maderas por las que perderse.
II
Después de muchas vueltas y de racionalizarlo hasta el cansancio llegó el día.
Estaba preparado, expectante, idealizando aquellos largos días de camino. Al abrir el mapa y el cuaderno de notas di los últimos vistazos antes de coger el autobús que me aproximaba al primer bosque… y un foráneo al verme admirar irrazonablemente la ilegalidad me advirtió al decir que mi idea era un delito.
Lo que no sabía es que aquel hombre visiblemente enfurecido era representante de «Lituania sin Sombra», una organización que se encarga de desmitificar en la sociedad todas aquellas costumbres etílicas que se habían extendido por el legado soviético.
III
Detallé lo verde verdísimo, árboles inmensos con formas de paraguas, grupúsculos de personas regadas por el césped mirando todo con extrañeza. Escuché el Kanklės, un instrumento que contrasta en la cantidad de cuerdas, tambores y tabalas (un aparato de percusión), un arco melódico, gestos armónicos y cánticos… hasta que repentinamente un hombre se acercó y me informó que las cantidades de isopropanol y de detergente en polvo eran mínimas en la sustancia.
«Bimbalakė, birbalė, krupis mills, pliumpuzynė, šamarlek». No supe si aquellas palabras eran divertidas o degradantes, pero me abstuve de preguntar. De lo que sí estaba consciente era que describen el alcohol ilegal. Otra clase informal me estaba introduciendo en el mundo subterráneo del bosque y en un efecto contemplativo que siempre soñé con obtener.
IV
En los antiguos bosques de Punia, en el lazo del río Nemunas, rodeado por el río más largo de Lituania: Pinos, robles. Llegar me requirió tiempo y esfuerzo, pero lo conseguí.
En el Bosque de Dainava. En tren, en autobús, a pulgar … De una parte del bosque a otra hasta establecerme al lado de una cabaña donde había un enorme destiladero…
Sentado a la distancia saludaba mientras el que sería alguno de los propietarios sujetaba un arma, en aquel instante descubrí algo en lo que había estado documentandome: granos convertidos en harina, agua y mezcla bajo presión para obtener almidón y luego en azúcar que, bajo el efecto de la levadura, se transforma en alcohol durante la fermentación.
Cinco alambiques de acero inoxidable con partes de cobre, destilados, filtración. Rápidamente otro hombre aclaró que el proceso era de los mejores señalando con la mano algunos filtros de carbón de madera de abedul, supuestas arenas de cuarzo, metales preciosos…
Tres hombres y dos mujeres estaban tirados en el piso… los rayos de luz del sol se difuminan sobre sus cuerpos en líneas dispersas. El silencio hizo que el sonido casi imperceptible del bosque se acentuará en mi mente. Al lado de aquellos cuerpos inmóviles estaban grandes restos de alcohol en recipientes caseros. Abro la boca, una, dos, tres veces, cierro. Abro la boca, cuatro, cinco, ocho veces. Todo empieza a tomar forma, se desdibuja el hastío, sonriendo dimito, desenrollo el nudo, descargo el tambor. Reconozco: objetos, animales, sonidos que empiezan a mezclarse de manera confusa. El hombre que se había ido sorpresivamente regresó con una enorme cantidad de botellas que dejó a mi disposición.
—Da las gracias a Ga-bee-jah… diosa lituana del fuego y el hogar, no a mí. Por la zona siempre estará provisto de esta sustancia.
Mi sentido se hizo permeable: contemplé a una de las mujeres tendidas en el suelo zoomorfa como de un gato, cigüeña o gallo, sin embargo al restablecer su apariencia era otra, vestía de rojo y estaba erguida…
Quería agua, buscaba agua, pero solo encontraba alambiques y vodka en botellas de vidrio. Y escuchaba el sonido de una flauta opacando con su estridencia un bullicio; una algarabía desproporcionada que rompía el orden místico del abuso.
V
Las mariposas vuelan hasta rodearme por completo, cigüeñas negras que vienen del bosque de Curonian Spit, se paran, observan y siguen al ver que ni en las mesas ni en el piso quedan alimentos.
Uno de los recién llegados pregunta quién soy. Yo creo que me preguntan quién soy cuando en realidad no sé que preguntan.
Experimento un cuadro confusional agudo, una subida de noradrenalina en sangre. Entre síntomas hago grandes sorbos y creo desarrollar una visión periférica, capaz de engrandecer utilizando los ojos como una lupa a los insectos que se arrastran por el suelo hasta tamaños sorprendentes. Entre la algarabía de una presentación suena un disparo y un dron de la policía lituana que nos estaba grabando cae hasta precipitarse contra una piedra y hacerse pedazos.
VI
Estoy hundido en un montón de hojas secas y tengo una bolsa con hielo sobre la cabeza y un plato de Cepelinai a un costado. No puedo precisar dónde estoy, ni cómo llegué, solo intento reconocer un camino que me traslade a la salida, pero no hay salida, no hay personas.
Me arrastro hasta ubicarme bajo un árbol, envuelto con un abrigo, tiritando mientras sudaba. Me duermo, me despierto, duermo.
Recuerdo que estoy en Lituania, recuerdo la última vez que había dormido al aire libre, no lo hacía desde la infancia.
Una niebla se coló entre los árboles con masas grises y vaporosas suspendidas tan solo a unos cuantos centímetros de la tierra, inmóvil ante la magia avanzo decidido, en busca de nuevos almacenamientos.
Con los ojos a duras penas adaptados a la oscuridad, puedo ver lo qué podría ser una seña y la sigo —dulces y largas subidas seguidas de raudas y horrorosas bajadas—. El halo romántico de mi viaje se empieza a disipar entre zumbidos y siseos constantes que me llevan a saborear un extraño sabor a óxido en la boca que convierte mi saliva en sangre.