C.VELARDE
34. LAS DOS LIVIAS
JORGE SOTO
Viernes 30 de diciembre
21:07 hrs
Otra vez Livia se iba de noche, después de varios días en que parecíamos haber sido los mismos novios cursis de antes: en que parecía que nos habíamos entendido y que habíamos retomado las riendas de nuestra relación. Ambos habíamos aprendido a lidiar con nuestras crisis de ansiedad. Ella ya no volvió a tenerlas, pero yo sí, todo el miércoles que ocurrió lo de Erdinia, el jueves un poco menos y un solo brote tuve la mitad de ese día. Todo iba bien hasta que Livia me avisó que había quedado con Valentino “y Leila” a finiquitar un negocio en un bar.
Esta vez no hice rabietas, aunque ella sabía que yo me había enfadado de nuevo. Mis reacciones corporales no lo podían ocultar. Nunca iba a acostumbrarme a ver cómo el amor de mi vida se arreglaba con tanto esmero y delicadeza para irse con otro. Nunca iba a acostumbrarme a quedarme en casa como un perfecto imbécil mientras la mujer que amaba y con la que compartiría mi vida hasta la vejez, un día se portara cariñosa, atenta, comprensiva conmigo, y al otro día, bastando una orden de un hijo de puta como Valentino, ella se transformara y me relegara de su vida.
—Yo no puedo ser tu novio por momentos, Livy —le dije en susurros, mientras ella se untaba crema en todo su precioso cuerpo desnudo: sus curvas, sus carnes, su todo—, tú no puedes amarme y respetarme sólo cuando tu jefe está ausente de tu vida y no interviene. Mira como fuimos felices estos días en que Valentino no estuvo presente en La Sede. Mira cómo de bien nos la pasamos juntos, riendo, besándonos, amándonos. Y ha bastado con que él llegara unos minutos hoy en la tarde, te dijera que te necesitaba para esta noche y tú… olvidaste por completo nuestra cita en el restaurante y centraste tus prioridades en él.
—No sé qué tratas de decir, Jorge. Todos estos días los he pasado junto a ti, no te puedes quejar de que te he abandonado. He sido una mujer abnegada, desde tu crisis me la he pasado cuidándote (así como mi cuidaste tú a mí el otro día), dándote cariño, mimos y besitos. No puedes acusarme de que te desplazo. Estas salidas con mi jefe no son de diario.
Me dolía que hablara como si tuviera razón: me dolía que estrenara para esa noche una tanga color de pedrería en la parte del elástico delantero que le había obsequiado un año atrás, y que nunca se la hubiera puesto antes para mí.
El hilo de la tanga coral se enterró entre sus dos colosales y carnosas nalgas, para después ponerse con dificultad un minivestido metálico sonrosado de corte corrugado que se adhirió a su piel como si estuviese mojado, a la altura de sus muslos, siendo hasta el momento el más corto que se había puesto nunca. Un vestido que no le conocía de nada, ni si quisiera lo había visto cuando hurgué entre sus cosas. Encima, me dolía en el alma saber que se había recortado sus vellos púbicos, ¿para qué?, ¿por qué?, ¿qué más daba si los llevaba largos o cortos? Con el único que tenía que quedar bien era conmigo, ¿entonces?
“Es para que no me friccione la tanga, que luego es incómodo. Y la tanga, a su vez, es para que no se marquen las costuras en el vestido con las bragas convencionales” se excusó.
—Si no te amara tanto… Livy —dije con una opresión en el pecho, mientras ella se estiraba el vestido para que se adecuara a su poderoso cuerpo, mirándose en el espejo—… si no te amara tanto como te amo yo no sé si… soportaría todo esto que me haces.
La Livia que me amaba y me había consentido esos últimos días se habría vuelto hasta el borde de la cama donde yo estaba sentado viendo cómo se arreglaba; se habría sentado a mi lado y me habría besado, infundiéndome seguridad y cariño. La Livia de Valentino, esa que se arreglaba para él, sólo me miraba por el espejo con una mueca de disgusto mientras continuaba en lo suyo sin importarle mis sentimientos.
—Creí que me habías dicho que no me ibas hacer más reproches —me recordó echándose espray en el pelo.
—Porque creí que tú… habrías comprendido que sólo era cuestión de sentido común para evitar estos disgustos. ¡Mira el vestido que te pusiste, Livia! —Evité decirle que parecía una zorra porque entonces sí que las cosas se pondrían feas—. ¡Se te ven todas las tetas! Si te vas desnuda ni siquiera habrá diferencia a como te ves ahora. ¡Mira lo corto que es! ¿Sabes que se te podría ver la raja entre la minúscula tanga nada más sentarte? ¿En qué mundo una mujer comprometida sale vestida así con su jefe a quién sabe dónde?
Ella no decía nada, pero la escuchaba resoplar.
—¡Tú eres dos Livias, la que me ama y la que me aborrece! La de hoy es la que me aborrece, una versión de ti que parece sacada de mis peores pesadillas. La Livia de esta noche no es la misma que me consintió y tuvo compasión de mí estos últimos días. No, hoy, justo hoy tú eres la versión de esa Livia que me desprecia, la que se burla de mí y hace todo lo posible para que yo la odie.
Ella se volvió hasta mi cara, con el ceño fruncido, mirándome con extrañeza, ofendida, angustiada, con sentimientos encontrados, pero al final no fue capaz de responder a mis palabras, sino que inició su propio hilo:
—Ya te di la alternativa de que salgas con tus amigos, con Fede o Pato. Fede estará solo hoy, porque Leila vendrá conmigo. Y Pato, pues no sé, hoy llegaba de Arteaga, ¿no? Pues ve y diviértete con ellos, y no te quedes aquí sólo, que a mí también me sabe mal dejarte… solo y no sé.
El atrevido escote de su minivestido apenas le cubría las aureolas y los pezones, y los tirantes transparentes con dificultad se perdían con el color de su piel. Una vez más la espalda la tenía destapada hasta el nacimiento de su culo, y sus cabellos color caramelo caían insulsos por sus costados.
El impúdico vestido metálico le acentuaba su vientre plano, ciñendo su estrecha cintura, remarcándole las nalgas que se bambolearían al caminar, para después ampliarse por sus caderas formando el cuerpo de una guitarra. Mi novia se roció de un perfume intenso en su precioso cuello, se colocó unos tacones altos acordes al color de la prenda que llevaba y esta vez lució sus pantorrillas y piernas tonificadas al natural, finalizando su look barnizando sus labios con un labial color carne brillante que hizo resaltar su boca.
En resumen: las tetas se le desbordaban por el escote, y el culo por poco reventaba debajo de ese vestidito. En fin, ella era todo un insulto para su reputación y la mía como su prometido.
—¿Qué dirías si quedara con Renata esta noche? —se me ocurrió decirle por decir, poniendo sobre la balanza mi sentir para que ella tuviera un punto de partida sobre cómo me sentía al respecto.
Su rostro se deformó, tragó saliva, apretó los dientes y finalmente me dijo, con los brazos en jarra:
—A veces eres un tipo insoportable.
—La Livia que me ama no me diría nunca que soy un “tipo insoportable” —me quejé.
—¡Y el Jorge que me ama jamás se atrevería siquiera a pensar en irse con esa maldita fulana!
—¿Ves lo que se siente? —se la devolví.
—¿Ahora se trata de revancha, Jorge Enrique?
—Sólo se trata de que sientas un mínimo de remordimiento al saber que me dejas otra vez aquí. ¡Esto no es normal!
—¡Lo que no es normal es tu actitud de niñito inmaduro que no quiere que su novia salga a trabajar!
“Como una puta” dije en mi fuero interno, pues en voz alta no me atrevía. Nunca la había insultado y no era esa noche cuando comenzaría a faltarle al respeto.
—¡El problema no es el trabajo, sino que vayas vestida como una…!
—¿Cómo una qué? —se exaltó, abriendo mucho los ojos, desaprobándome—. ¿Cómo una zorra? ¿No era así como querías que me vistiera, como esas actrices porno con las que te masturbas? ¿A caso no solías decirme que vestía como una mojigata? ¡Pues aquí lo tienes, querido! —se dio una vuelta para exhibirme su vulgar figura, justo cuando sentía un pinchazo en el corazón—. ¡Capricho cumplido!
—¡No pongas palabras en mi boca que yo nunca dije, que yo nunca te he dicho mojigata ni que te vistieras… de esta forma para nadie, salvo para mí!
—Ese es tu problema, Jorge, que todas las cosas que haces y dices son indescifrables. ¿Y sabes qué? Ya no estoy yo para servirte de intérprete.
Mi problema no era parecer un tonto ni ser indescifrable: mi problema era amarla más de lo que podía soportar mi dignidad, encubriendo sus comportamientos, justificando sus extrañas actitudes: autoconvenciéndome de que esa Livia era la misma de la que me había enamorado, aunque ya no lo fuera.
Mi novia miró su teléfono cuando alguien le mandó un mensaje, se echó un último vistazo en el espejo, y luego, cogiendo un bolso, se marchó, sin darme un beso y sin decirme adiós.
Livia Otra vez me dejaba: otra vez se vestía de zorra para salir con Valentino Russo a una nueva “cena de negocios”, asegurándome que, de esa manera, podría pasar la nochevieja conmigo, al día siguiente.
La diferencia a las últimas ocasiones en que también me había abandonado, fue que aquella noche del viernes 30 de enero yo había puesto en su bolso un pequeño llavero GPS que me había conseguido Fede (así como él se lo había puesto a Leila, para rastrearla).
Yo la seguiría. Esta vez iría tras ella y la vigilaría. Sabría lo que hacía a solas con aquél hijo de puta. Miraría su comportamiento desde un punto dónde ella ignorara mi presencia. Sabría cómo era esa Livia de Valentino y no la mía. Sabría, por fin, si mis sospechas y celos eran infundados o si en verdad tenía razones para sentirme así… como un puto celoso de mierda.
Después, según lo que comprobara, tomaría decisiones.