TANATOS 12
CAPÍTULO 13
Muchas veces es el más pequeño de los detalles el que te hace tomar un camino u otro; como lo de la cortina de la ducha de María de la noche anterior o aquel “por ahora” que formaba parte de lo último que me había escrito. En este caso el detalle era aquello de que Edu se marcharía en dos horas, de tal forma que sabía que al poco tiempo de presentarme allí él se iría, quedándome a solas con ella.
Se abrían además dos horizontes, los que marcaban mi vida, el morboso de estar con ellos en la playa y el del amor, pues una vez sin Edu no dejaría escapar a María sin hablarlo y arreglarlo.
Revisé mi teléfono otra vez, pero ya descartaba casi completamente cualquier respuesta de Edu. Y tampoco esperaba nada de una María que sumaba estado vigente más naturaleza: enfado y orgullo.
Abrí entonces la ventana, dejando ventilar mi angustia, y me encontré de golpe con una tarde de verano prematuro; una tarde cálida a la que le quedaba poco, sobre todo si no me daba prisa.
Me vestí con un bañador y una camiseta, y rehíce mi mochila con lo básico para afrontar aquel encuentro del que no sabía o conocía nada más que desconcertantes señuelos de Edu.
No fue hasta que estuve en el coche, otra vez en aquella ruta que hacía por tercera vez en veinticuatro horas, cuando aquello de Rubén y aquello de “un sucio”, expresión que ni sabía si realmente entendía, me sobresaltaron de forma más concreta. Pero busqué el autocontrol para no infartarme divagando, como si buscara una resistencia a caer en las trampas de Edu.
El camino se me hizo extrañamente corto. No conocía demasiado la zona. Aparqué lo más cerca que pude de donde mi teléfono indicada. El sol caía a gran velocidad por la zona trasera de la pequeña playa que ya avistaba, pero el calor parecía querer quedarse un rato más, reverberando desde la arena y las piedras. Mi sensación era de prisa, de que todo era precipitado y a contrarreloj. No sabía qué esperar, qué querer.
Caminé escasos metros por unas tablas y bajé una cuesta de tierra hasta que apareció ante mí un pequeño arenal, recogido, que formaba una mini bahía, que parecía tranquila, pero a la vez tramposa. Y vi a Edu y apenas a nadie más, dos o tres personas más alejadas, y después vi a María, metida en el agua hasta la cintura. El mar parecía inerte completamente, como si María lo hubiera paralizado.
Tragué saliva. Agaché la cabeza. Y me acerqué a donde Edu yacía recostado boca arriba. Y miré de reojo cómo María, a unos quince o veinte metros, se giraba y me veía; tenía que verme, y yo vi su bikini de triángulos, color rosado apagado, o casi salmón. Bikini elegido por María en su momento y por mí la noche anterior.
Me embriagaba e intimidaba el silencio, solo roto por unas olas minúsculas que golpeaban sutiles y rítmicas la orilla. Y me quise unir a Edu, como si fuéramos un extraño equipo, o al menos como si quisiéramos objetivos similares, pero en seguida él, tan pronto sintió mi presencia, me hizo un gesto con la mano; un gesto autócrata, desconsiderado, como indicándome que juntos, pero que no revueltos, que podía instalarme, pero que no estaba autorizado a romper la pareja, que en aquella cala, aunque yo llegase, no seríamos tres, sino dos y uno.
No me pareció exageradamente mal, y es que yo me decía que le dejaba ganar aquella batalla, siempre que yo acabase después ganando la guerra, que consistía en quedarme a solas con María a no mucho tardar.
Extendía mi toalla a unos metros de donde él yacía recostado con las piernas estiradas y con los codos apoyados. Y, mientras me quitaba la camiseta, retenía la imagen de Edu: con su bañador algo corto y azul marino, sus abdominales marcados, sus piernas musculadas, sus pectorales delineados, sus ojos azules, su barba goteante y su media melena echada hacia atrás, lo que me indicaba que acababa de bañarse por completo; no así María que parecía más reacia a un mar, de junio, aún fresco, y cuya melena lucía voluminosa y sequísima.
Adopté entonces una postura similar a la de él, lo que produjo una comparación desoladora entre lo que él ofrecía y yo presentaba. Y no me culpaba a mí, que en bañador y con mi miembro a resguardo lucía un cuerpo normal para un hombre de treinta y tantos, sino que, había que reconocer que, por una vez, allí solo había mérito de él y no demérito mío.
Pero pronto mi análisis corpóreo se desvió de nosotros y fue hacia una María que salía del agua, en zancadas largas, tirando ligeramente de las tiras de la braga de su bikini hacia arriba, en un movimiento coqueto, sabiéndose observada. Y reparé en que aquel bikini tenía una forma y una sugerencia similar al famoso rojo que tantos momentos excitantes me había brindado. Y lo que vino después fue un caminar pausado, falsamente avergonzado, como una timidez estudiada; y su vientre lucía plano, y sus piernas se exponían largas, y sus pechos se balanceaban hipnóticos, queriendo desbordar, sobre todo por los lados, un bikini creado para contener contundencia, pero no para reprimir contundencia más movimiento.
Acabó por llegar hasta Edu y el show fue entonces a su pelo, y es que despegó su melena de su nuca, en un alarde exagerado, entrecerrando los ojos, como si se quejara del calor pegajoso en un resoplido, que fue casi un gemido… Y después de ese gesto, que ella parecía querer jurar como casual y no sexual, miró hacia abajo, hacia él. Y después me miró a mí. Y después hacia el otro lado, donde parecía haber otra pareja, pero Edu me la tapaba. De tal manera que ella representaba un espectáculo donde Edu era el patio de butacas y yo, y quien fuera que se ubicaba al otro lado de Edu, éramos los palcos laterales.
Con las manos en la cabeza, sujetando con ambas su pelo, liberando así su cuello, le hizo un gesto, como indicándole que se iba a sentar. Y no lo hacía en su toalla, sino que, dándole la espalda, se acomodaba entre las piernas de él, cara al mar. Edu acompañó su movimiento separando sus piernas, dejándole ese espacio y yo temblé al ver que parecían una pareja normal, que parecían novios.
Y lo que fue aún más sutilmente doloroso, fue que, inmediatamente después, Edu se incorporó un poco, levantando su torso, y, tras apartarle un poco la melena, posó con dulzura un beso en su espalda, un beso que pude oír.
Y entonces supe algo que además no tenía, ahora sí, ninguna parte positiva, y era que aquello ya no era solo follar.