ROSA LIÑARES

El autobús se para en el mismo semáforo de siempre, ese cuyo color rojo permanece alumbrando mucho más tiempo del necesario y soportable. Es insufrible. Desde su asiento al lado de la ventanilla observa la casa abandonada de la esquina. Una edificación de dos plantas y una azotea cuya balaustrada se cae a trozos. La puerta de entrada y las ventanas del bajo tapiadas con ladrillos. Es la última moda para evitar que entren los okupas. En el barrio hay unas cuantas casas así, lo cual le resulta triste, recordando lo que fueron y pensando en lo que se han convertido.
En las ventanas del primero se pueden ver aún, a través de los sucios cristales, unas viejas cortinas de encaje. Posiblemente en su día fueron blancas; ahora lucen grises, víctimas del paso del paso del tiempo, la suciedad y el abandono.
Pero algo llama su atención. Las ventanas del segundo no parecen tan sucias. Y las cortinas tampoco se ven viejas. No da sensación de abandono. Incluso diría que es una vivienda habitada. En ello está pensando cuando ve que una luz se enciende en la ventana que da a la esquina. Es un parpadeo fugaz, pero suficiente para llamar su atención. En ese momento el autobús continúa su marcha. Al fin el semáforo se ha puesto verde.
Durante los siguientes días, desde el mismo autobús intenta fijarse más en la casa abandonada. No vuelve a distinguir ninguna luz, ni cualquier tipo de movimiento, pero siente que hay algo raro tras esas paredes.
Después de varios días, decide bajarse en la parada anterior e ir caminando a su destino, haciendo un pequeño bordeo para pasar por delante de la casa que ocupa su mente últimamente. Se para ante el frente del edificio, donde está la puerta y las ventanas tapiadas. Aparentemente, lleva ya mucho tiempo así. Da la vuelta a la esquina y descubre lo que antiguamente debía ser una entrada al garaje de la vivienda. Ahí está tapiado con un portón de tablones de madera, pero ya está carcomida por las inclemencias del tiempo y parece muy endeble.
Entre los tablones hay un pequeño agujero, y no puede evitar la tentación de mirar a través de él. Lo que ve la deja ojiplática. Un hermoso jardín con árboles, plantas y
flores luce en todo su esplendor. Verde, rojo, blanco, morado, amarillo… Un sinfín de colores se mezclan en aquel vergel. No da crédito. Parece el decorado de una película.
Está tan ensimismada que cuando alguien a su espalda le dice “perdón, ¿me permites?”, da un respingo. Un joven, más o menos de su edad, moreno, bien vestido, con una bolsa del supermercado en la mano la mira sonriente. Parece que quiere entrar. Ella se aparta sin quitarle la vista de encima y él mete el dedo por un agujero, agarrando un pequeño cordón y haciendo que los tablones se muevan. Con un movimiento ágil se desliza tras el portalón de madera, lo vuelve a cerrar y se adentra en el jardín.
Ella vuelve a mirar a través del agujero y ve cómo una niña de unos cuatro o cinco años sale corriendo de la casa, saltando y gritando. Corre a abrazar al joven, al grito de “¡Papi, papi, papi!”. Él la agarra por la cintura con el brazo que tiene libre y la sube para que la niña pueda darle un beso mientras le rodea el cuello con sus bracitos.
Una mujer sale por la puerta tras la niña, sonriendo. Se dan un beso en los labios y todos entran juntos. Es una imagen bucólica. Justo antes de desaparecer de nuevo tras la puerta, él se gira, mira hacia el hueco de la madera, lleva el dedo índice a sus labios y dice: – shhhhh… guárdame el secreto… Le guiña un ojo y desaparece.
Ella sigue yendo en el mismo autobús. Sigue parándose en el mismo semáforo infernal y sigue viendo la vivienda tapiada. No ha vuelto a ver luz en la ventana del segundo. Pero sabe que allí hay algo especial. ¿O lo habrá soñado?

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