C.VELARDE
29. NOCHE BUENA
JORGE SOTO
Sábado 24 de diciembre
21:17 hrs.
El invierno estaba pegando brutal en Monterrey. De hecho en todo México ese diciembre se estaba descubriendo como uno de los más gélidos de los últimos años. Muchas ciudades estaban en estado de alarma por las fuertes nevadas o fríos intensos que afectaba no sólo a las metrópolis importantes del país, sino también a las zonas rurales.
Hago esta aclaración porque, sin importar el frío de esa noche, me tomó por extraño que Livia se pusiera un vestido largo de color negro tipo sirena, completamente destapado de la espalda desde la parte posterior del cuello hasta el inicio de sus nalgas, que le ceñía su hermosa y esbelta figura, remarcándole sus protuberantes pechos aún si no tenía escote, y engrandeciendo sus caderas y su voluptuoso culo. Es cierto que se colocó un abrigo, pero sabía que cuando llegáramos a la Mansión Abascal se lo iba a quitar y Raquel se escandalizaría.
Su cortina de chocolate caía como cascada por los costados, y el maquillaje y labial rojo de sus labios le concedían a su rostro un magistral deje de seducción.
No le dije nada en el camino, pues temía hacerla enfadar si le externaba que, aun si el vestido era muy elegante, me parecía inapropiado para una cena de navidad. Además, todavía estaba nervioso por lo que me habían contado esos putos ingenieros respecto al Bisonte y la mujer que se había follado en los baños del bar, cuyas características eran semejantes a las de Livia. No quise pensar en ello porque no tenía sentido: era impensable que mi novia hubiese estado con él y con Leila al mismo tiempo. Además, sabía que insinuar mis sospechas a mi novia sería tanto como ofenderla y provocar que terminásemos la noche terriblemente mal.
Por si fuera poco, el infiltrado que iba con todas contra Aníbal ahora me estaba acosando a mí y yo estaba asustado. ¡Me quería chantajear! De no ser así, ¿por qué me había dejado esa caja blanca en mi cubículo en cuyo interior yacía la fotografía impresa de Olga Erdinia que yo mismo había editado de broma, mostrándola desnuda y en una posición bastante obscena? Pensar que la doctora Erdinia podría estar al tanto de esa imagen y del autor me aterrorizaba. Esa mujer imponía, rompía esquemas y alborotaba voluntades por donde pasaba. Su rectitud, principios y poderío la hacían la mujer más exitosa, empoderada y peligrosa de cuantas conocía…
—¿Qué opinas de los tatuajes, cielo? —me preguntó Livia mientras nos dirigíamos a la cena.
—Que son horripilantes, asociados a los delincuentes, drogadictos y a las prostitutas —comenté asqueado—; que las personas que se los ponen no tienen respeto por su cuerpo y por tanto no pueden exigirlo de la sociedad.
Ella no me miraba, sino que se entretenía conversando por alguien a través de whatsapp.
—¿En serio?
—Sí, claro —admití seguro de mis convicciones—, y, según entiendo, mi ángel, creo que tú tienes una opinión mucho peor que la mía respecto a los tatuajes, ¿verdad?
—Pues la verdad es que no tanto. —Su respuesta me contrarió. Ella siguió escribiendo en su chat.
La miré de reojo. Estaba sonriendo mientras leía.
—De hecho he visto por ahí a una chica que llevaba una mariposa en la espalda baja y me gustó —comentó con naturalidad.
—Estás de coña, ¿verdad, Livy? —forcé una sonrisa.
—Para nada, mi Joli hermoso. De hecho Leila tiene uno y…
—¡Ah! ¡Ya! ¡Ya! —dije hastiado—. De nuevo esa loca metiéndote esas absurdas ideas en la cabeza.
—No la culpes —defendió a su amiga—, que mis gustos no tienen nada que ver con ella.
—¿Tus gustos? —dije atónito, acelerando más al volvo—. A ver, Livy, ¿desde cuándo tienes esos gustos tan nacos y tan vulgares?, ¿o qué es exactamente lo que me estás insinuando?
—No, nada, bebé, nada —me dijo con una sonrisa nerviosa—, mira, ya llegamos—. Suspiré.
Los jardines y la enorme edificación estaban repletas de adornos y luces navideñas; al entrar fuimos inspeccionados por los hombres de Aníbal para corroborar que no llevábamos armas y luego el mayordomo nos condujo al interior de la elegantísima casa hasta una gran y distinguida sala de estar, donde, para mi gran sorpresa, yacía Renata Valadez, la hija de doña Priscila y don Humberto, éste último dueño de la farmacéutica Valadez. Resoplé asustadísimo.
Livia al ver a doña Priscila, intuyó enseguida que aquella preciosa muchacha de 21 años de cabellos recogidos de color granate, vestido plateado y mirada dulce (que la acompañaba) era la chica que, había dicho mi hermana, “seguía enamorada de mí”. La sentí tensa pero no se doblegó. Además de la familia Valadez, allí también estaba Lola y Ezequiel, dos diputados y sus esposas, tres empresarios de alto prestigio y don Valentín Russo (padre del Bisonte, que para mi gloria estaba ausente) y su joven esposa Amatista.
Aníbal, al vernos llegar, centró su atención en Livia, tratándola con las más remilgadas maneras y nos invitó a pasar. Le dio un par de besos en las mejillas antes de indicarnos dónde sentarnos. Raquel me llenó de besos al verme, saludó a mi novia con desprecio y miró de soslayo hasta donde estaba Retana Valadez mirándome con una sonrisa. Entendí que la había invitado para molestar a Livia y me sentí mal. Me sabía terrible que las dos mujeres más importantes de mi vida no se quisieran. No obstante, en ningún momento solté a Livy de mi mano, no fuera que se sintiera desplazada. No cometería el mismo error de la última vez.
Buena parte de la noche se habló de negocios, política y religión, y constantemente Raquel hacía comentarios sobre mi infancia y cómo ella había creído que “Renata y yo” hacíamos bonita pareja. Vi que Aníbal constantemente echaba a mi hermana miradas de reproche, en tanto Livia tenía el mentón levantado con perfecta altanería, aunque podía notar su incomodidad.
A las 10:30 de la noche pasamos al enorme comedor, donde se sirvió la cena, cuyos asientos quedaron estratégicamente acomodados para que Livia quedara en mi lado derecho y… Renata en mi lado izquierdo. Menos mal mi ángel no había hecho por quitarse el abrigo, y eso que la calefacción en la mansión estaba a todo lo que daba. A lo mejor había entendido que un vestido con semejante abertura por la espalda era indecoroso para una noche donde había genta muy importante.
Raquel presidió la oración de Nochebuena, dio gracias a Dios por el año trascurrido y Aníbal la secundó hablando sobre los valores cristianos y la importancia de preservar las buenas costumbres en las familias. A la hora de servir la cena, Livia se puso de pie para recibir nuestros platillos, el suyo y el mío, diciéndole a la mujer del servicio “Yo le ayudo”, justo al tiempo que todos en la mesa la miraban como si hubiera dicho una barbaridad.
—Livy, por Dios, que para eso hay gente del servicio —le dije en un susurro que escuchó mi hermana, que estaba en la punta de la mesa cerca de donde nosotros nos encontrábamos.
—Déjala, querido —dijo Raquel—. Ella no tiene la culpa de haber sido criada con tendencias… serviles.
Livia ladeó la cabeza hacia donde estaba Raquel mientras ponía nuestros platillos en la mesa, y le dijo con serenidad y una sonrisa monstruosa:
—Se llama educación, señora; no sé si le suene de algo. Además, Jorge y yo no estamos acostumbrados a que nadie nos sirva, así evitaremos convertirnos en unos inútiles en el futuro. —Su comentario ocasionó ciertos rumores.
—No estarás acostumbrada tú, querida —respondió Raquel apretando los dientes—, pero mi niño creció así, siendo servido como el señorito que es.
—Con razón a veces no sabe ni siquiera agarrar una cuchara —murmuró Livia mientras Aníbal reía.
Y como para salvar una confrontación, fue mi propio cuñado quien se puso de pie, diciendo:
—Bueno, pues yo iré por las botellas, que es tradición que el anfitrión vaya por ellas.
—Le acompaño, Aníbal —se ofreció Livia para sorpresa de todos—, que ya ve que fui criada con “tendencias serviles”.
La sonrisa de mi cuñado fue extrema, casi victoriosa. Se dirigió con premura hasta el costado de la silla de mi novia y la recogió con su brazo llevándola consigo hasta la vinatería, que estaba en el salón contiguo. Mi hermana y Lola los miraron con cierto recelo… y me pregunté por qué de la actitud de ésta última.
Todo el mundo continuó hablando sobre temas sin importancia, mientras yo intentaba rehuir a las conversaciones que la preciosa Renata intentaba abordar conmigo para evitar darle motivos a Livia para que se molestara o se pusiera celosa si nos sorprendía platicando.
—Así de traje te ves guapísimo —me dijo Renata sonriéndome con delicadeza. Toda ella era delicadeza y lindura. Menuda, fina y blanca como la espuma de mar—; y esa camisa azul contrasta muy bien con tus ojos grises.
—Tú también luces preciosa, Renata —reconocí.
—Como que ya se tardaron, ¿no? —me susurró Renata refiriéndose a mi prometida y Aníbal, mientras sus padres continuaban entretenidos con mi hermana—, ya pasaron casi veinte minutos, y nadie se da cuenta porque están en el chisme: ah, mira, ahí vienen. Por cierto, tu novia es preciosa.
—Gracias.
Al volverme hacia el umbral del salón comedor, vi que Aníbal y Livia aparecían entrelazados del brazo, cada uno con una botella en su mano libre, y mi novia riendo a carcajadas, seguido de mi cuñado que la miraba en lateral mientras avanzaban a la mesa con solemnidad. Lo más extraño fue que esta vez mi novia ya no llevaba el abrigo puesto. ¿Dónde lo había dejado?
—Vaya, cachorrito, la suerte que tienes de tener una chica tan espontánea, ocurrente y perspicaz como ella —me dijo Aníbal cuando la dejó a mi costado—. ¿Vino o tequila para brindar? —preguntó a los comensales.
—Vino —dije, casi al mismo tiempo que todos los presentes me imitaban, excepto Livia, que prefirió tequila.
—Para acompañar a la dama —anunció Aníbal—, yo también brindaré con tequila.
Entonces Raquel comentó:
—Para Jorge y para mí tráenos una botella de vino tinto sin alcohol, que luego nos ponemos mal de los nervios.
—Raquel, el vino sin alcohol no es vino —le dije.
—Tomarás lo que yo te diga —me ordenó ella con arrojo—, que lo hago por tu bien, querido.
—Si Jorge quiere vino con alcohol —intervino Livia devolviéndole a Raquel una hipócrita sonrisa—, entonces vino con alcohol tomará.
Raquel iba a replicar, pero Aníbal la detuvo con una mirada determinante.
—Vamos, mujer, deja que el cachorrito tome lo que quiera, que tú sigues viendo a tu hermanito como un chiquillo y ya es un hombre, sólo que a veces le cuesta trabajo comportarse como tal y por eso se te olvida.
Ante esto, Livia no dijo nada, y yo sólo quería cagarme de la vergüenza, pues todos los presentes, incluida Livia y Renata, estaban viendo cómo Aníbal y Raquel me trataban como un monigote al que manejaban a su antojo.
Brindamos, y luego nos dispusimos a comer. Cuando volvimos a pasar a la sala, dijo Raquel:
—He llegado a la conclusión de que la gente de las zonas indígenas tienen una tendencia a ser más criminales que nosotros, la gente normal. Ellos tienen la culpa de todas las vergüenzas a las que somos expuestos como país de forma internacional: por su culpa los extranjeros creen que todos los mexicanos nos la pasamos saltando muros de forma ilegal, cuando la realidad es que si se largan del país sin documentos, es porque son gente ignorante y sin estudios que no quieren ganarse la vida de forma honrada. En México tenemos trabajo, nosotros, los que tenemos más, les tendemos la mano, pero ellos prefieren la vida fácil. La culpa la tienen los izquierdistas, como Erdinia, que quieren darle a esos hasta la comida en la boca y los mal acostumbran.
El rostro de Livia fue de pasmo brutal.
—¿Tú no estás de acuerdo, querida? —preguntó mi hermana intentando dejarla en ridículo ante una congregación de conservadores extremistas.
—Por supuesto que no —respondió mi novia—. Y de hecho, si en mi decisión estuviera, yo no aspiraría a ser alcaldesa de Monterrey, sino gobernadora del Estado de Nuevo León o Presidenta de la Republica entera; así endurecería las penas y las multas a los racistas y clasistas de porquería cuya capacidad cognitiva no da para pensar fuera de su pobre cerebrito de rata.
—¡Madre mía! —se escandalizó la esposa de uno de los diputados estatales.
Todos los presentes se movieron en sus asientos, incómodos, mientras Livia resplandecía con una gran sonrisa, diciendo:
—¿Alguien sabe si hicieron tamales?
Yo no sabía si reír, mandarla callar o salir corriendo de la mansión. Preferí quedarme allí como pasmarote, esperando el momento en que Raquel se pusiera a gritar como una desquiciada por la ofensa implícita que le había tirado Livia. No obstante, Aníbal, que estaba en los sofás de en frente, observaba a Livia con fascinante admiración, a veces sin parpadear. La elegancia de ese hombre deslumbraba a través de sus ojos azules. Me pregunté qué pensaba de ella y por qué la miraba tanto. ¿De qué habían hablado a solas en la vinatería y, lo más importante, dónde carajos había dejado ella su abrigo?
Cuando todos conversaban, pregunté a mi novia sobre lo que había hablado con Aníbal, y ella me platicó que habían sido sobre cosas casuales, como el hecho de que, por el momento, ella no quería tener hijos (pese yo habérselo insistido, pues para mí un hombre no era hombre hasta no procrear), pues prefería desarrollarse profesionalmente antes de esclavizarse criando un bebé. Aníbal, por el contrario, le contó sobre su deseo incumplido de tener un hijo varón, aunque reconoció que sus gemelas lo hacían el hombre más afortunado del mundo. Luego le contó a mi novia sobre sus días como militar, bajo las órdenes del padre de Valentino y demás gestas heroicas en sus compañas militares.
Livia terminó la narración con una voz que denotaba admiración y dicha por la “valentía” y “seguridad” de Aníbal, según sus propias palabras.
A medianoche nos dimos el abrazo y nos repartimos los regalos: Livia obsequió a Aníbal y a Raquel un pay de queso, frutas y mermelada a cada uno que hizo especialmente para ambos por mi recomendación, ya que, como ella decía, era complejo obsequiar algo a los ricos.
Aníbal recibió su postre con escandalosa alegría, mientras que a Raquel se le cayó el pay al suelo “accidentalmente” e hizo un gesto de verdadera tristeza que nadie creyó. A Livia no le importó, y eso que mi hermana “olvidó comprar un obsequio para ella”. Sentí pena, pero al menos el nuevo teléfono que había comprado para mi chica lo tenía envuelto en casa para cuando llegáramos.
Al poco rato nos despedimos, y Aníbal nos acompañó a la puerta mientras Lola nos observaba con acritud. Allí, en la puerta de la mansión, recogió el dorso de Livia para besarlo a modo de despedida, y en seguida extrajo de su bolsillo una cajita de terciopelo que le extendió. Ella, asombrada, recibió el obsequio en su mano derecha, y al abrirlo por poco se desmaya al encontrar una preciosa gargantilla de pedrería brillante a la que le colgaba un valioso dije de oro puro.
—Por tu trabajo, tu compañía… y para compensar un poco los desprecios con los que la desequilibrada de mi esposa ha intentado ofenderte, sin éxito.
—Pero… Aníbal —se sorprendió mi prometida—; no se hubiera… quiero decir; no te hubieras molestado, la gestión del volvo ya era demasiado, y ahora con esto…
—Anda, mujer, déjame ponértelo. El dije es un laurel de oro, como el que usaba la poderosa “Livia Drusila”, la primera emperatriz consorte del imperio romano. Que este laurel signifique el poderío más alto y excelso que es a donde tú llegarás, si es que te dejas guiar por mí.
Como si yo no existiera, Aníbal me hizo a un lado y rodeó el cuerpo de Livia hasta posarse detrás de ella, y casi estoy seguro que le restregó toda la bragueta sobre el culo, con la justificación de colgar con delicadeza sobre su cuello aquella gargantilla. Y mi novia se dejó hacer, ladeando el cuello hacia la derecha fascinada por tales atenciones.
Cuando ya volvíamos a casa en el auto, de buenas a primeras Livia (mientras acariciaba esa preciosa joya que le había obsequiado mi cuñado) me dijo con severidad:
—Jorge, ahora soy yo quien te lo pide: defiéndete, plántate como un hombre frente a tu hermana y todos esos que intentan humillarte; dame seguridad y sé fuerte, porque tú eres mi ancla, y si te debilitas… yo no sé qué es lo que pasará con nosotros después.