ANTONIO LÓPEZ VALLEJO

Con el peso de todo lo vivido, Raimundo baja a la calle sintiendo crujir bajo sus pies los escalones de madera vieja y desgastada que dan acceso a la vivienda donde ha pasado los mejores y los peores años de su vida.

Una vez en la calle, aferrado al bastón que le salva de los traspiés y le encallece las manos, pone rumbo al parque, pasando, casi sin mirar, junto al bar de la esquina, donde hasta hace tan solo unos pocos años, encontraba calor, conversación y buen vino, cuando el tiempo era otro, cuando no contaba las horas que le faltaban para tomar sus pastillas y en el barrio había más caras conocidas que ausencias. Eran los tiempos anteriores al colesterol, a la artrosis y la cojera; anteriores a aquella vejez que, aunque siempre supo inevitable, acabó pillándolo desprevenido.

Ya en el parque, haciendo gala de toda la dignidad que le permiten sus reumatismos, deja pasar un par de bancos, obligándose a mantenerse erguido y continuar caminando, sabiendo que, una vez que se siente, el reloj dará varias vueltas antes de verse capaz de encontrar el ánimo y la energía para volver a ponerse en pie.

Al fin encuentra un sitio, cerca de la fuente principal, a la sombra de un magnolio, donde da descanso a sus retorcidos huesos y a su bastón y, desde su silencio y sus muchos años, se convierte en callado espectador de la vida del parque. Y así, mientras los pájaros, confiados, revolotean entre las ramas que hay sobre su cabeza, medio calva, medio encanecida, picoteada por manchas que el tiempo y el sol han ido dibujando sobre su piel, él se distrae viendo pasar a los vecinos empujando sus carros de la compra. Un grupo de escolares pasa frente a él, algunos corretean y ríen, pero la mayoría andan lentos y encorvados sobre las pantallas de sus teléfonos móviles. Son otros tiempos. A su mente llegan recuerdos brumosos, confundidos con los recuerdos aprendidos de otros, que le transportan a su niñez, tan lejana que pareciera pertenecer a una vida pasada, a un tiempo de carreras sin rumbo, de mocos, de arena en los zapatos y costras en las rodillas. El mundo ha dado muchas vueltas y ha cambiado. Él debe aprender a seguir adaptándose hasta el final. Un final que cada vez ve más cerca, pues se sabe ya en la antesala de ese mundo desconocido adonde nadie quiere llegar, pero que la decrepitud hace, en cierto modo, anhelar. Lo que más le preocupa es ser capaz de mantener a raya sus dolencias. Si lo consigue y tiene la suerte de que su memoria no se emborrone demasiado, si es capaz de seguir subiendo las escaleras que llevan hasta su casa y de valerse por sí mismo para mantener su higiene personal y la decencia de su hogar, habrá ganado. Aunque la vida y los días se vuelvan cada vez menos rápidos, más espesos, y cada salida al parque sea para él como una maratón, aunque sus conversaciones se reduzcan al ámbito del médico y de la farmacia y a intercambiar unas palabras con el mozo que le lleva la compra a casa, si consigue llegar hasta el final manteniendo la dignidad habrá ganado.

A eso del mediodía, Raimundo se obliga a ponerse de nuevo en pie y tomar el camino de regreso. Hace una parada en la farmacia para saludar a Cecilia: la dependienta de ojos verdes y voz dulce de la que sabe que se enamoraría sino fuera porque los años, las arrugas y los problemas diuréticos le ridiculizarían frente al amor, así que se conforma con un flirteo desprovisto de maldad y de segundas intenciones; se divierte piropeando a Cecilia que, coqueta, comprensiva y transigente, le ríe los chistes y escucha con atención sus historias de juventud. Una juventud en la que hubo amor, desamor, celos y despecho, una juventud que vivió con el ímpetu y la autenticidad que los de su generación, desprovistos de teléfonos móviles y de redes sociales virtuales, sabían imprimir a sus actos, en unos años en que, si tenías que decir algo tenías que decirlo en ese momento y a la cara, pues no había programas de mensajería instantánea en los que escudarse para posponer conversaciones. Por aquel entonces, si dejabas pasar el momento, perdías la oportunidad.

A Raimundo le pesan menos sus huesos después de hablar con Cecilia y escucharla reír. Sube hasta casa acordándose de todos los ojos en los que se ha mirado a lo largo de su vida. Todos los amores se le acabaron, alguno incluso terminó antes siquiera de empezarlo, otros le duraron años, le transformaron y acompañaron en el camino por cuyo último tramo le ha tocado transitar en solitario.
Después de la siesta, la soledad le empuja a hacerse preguntas extrañas para las que no tiene respuestas, sobre el amor, el tiempo desperdiciado o los errores del pasado. Entonces, buscando distraerse, sintoniza un canal de noticias en la radio; nada bueno parece esperarles a los que aún tienen esperanzas de seguir viviendo.

Avanza la tarde y los edificios de la ciudad comienzan a tragarse al sol, que en su huída deja el cielo pintado de naranjas y rosas. A Raimundo le crece una melancolía lacrimosa que le hace añorar todas las cosas que nunca hizo, para las que le faltó el ánimo o las ganas y que ya sabe imposibles de llevar a cabo, entonces se instala en su sillón frente al balcón y abre una botella del mejor vino que puede pagar con la pensión de jubilación que le ha quedado después de cuarenta años repartiendo electrodomésticos. Allí se queda hasta que la oscuridad obliga a encender el alumbrado municipal. Entonces, poniendo el corcho a la botella, repasa mentalmente que todo esté en orden, y se va a la cama sabiendo que ha vencido al día, viéndose capaz de llegar hasta el final con dignidad.

https://antoniolopezvallejo.wordpress.com/

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