TANATOS 12

CAPÍTULO 8

Lo había descubierto. Me había descubierto. Y yo no podía imaginar un contexto peor para que Edu me expusiese.

No quería ni mirar. Y mis ojos fueron a una María que seguía mostrando desidia con Rubén.

Por un instante pensé que quizás Edu me salvaría, pero no. Fue a por mí. Y empezó a lo grande, destruyéndome a lo grande:

Con gesto serio, sin media sonrisa, sin socarronería alguna, lanzó sobre la cama el arnés.

Sobre aquella cama blanca, grande, de matrimonio… caía el arnés con sus cintas y con la polla de plástico enorme, que me pareció más obscena y burda que nunca.

Yo me quería morir, le iba a hacer un gesto para que parase, pero ni fui capaz. Un sudor frío recorría todo mi cuerpo, la camisa se me pegaba por la espalda… Suspiré, impotente. Miré a María, la cual, ofuscada tras su flequillo, no parecía darse cuenta y le decía al teléfono:

—¿Pero cómo voy a tomar algo contigo ahora? Estás loco.

Seguía pensando en la manera de detener aquello, pero no veía la manera. Y cada vez me sentía más bloqueado.

Edu cogió entonces el pantalón de cuero agujereado a la altura del coño… el pantalón de la noche de Roberto y el de dos semanas atrás… y lo dejó caer junto al arnés con solvencia y con aquel extraño semblante neutro. Lo dejaba caer de forma diligente, ni colocándolo ni lanzándolo.

Y María alzó entonces la mirada. Y lo vio.

Sus ojos brillaron al instante, se encendieron, de aquella forma suya que constituía el preludio de humedecerse, y no por la pena, sino por el impacto. Mientas, yo podía oír mi corazón latir y a Rubén hablándole, pero ella no respondía. Y empezó a negar con la cabeza a medida que sus ojos brillaban más y más, mostrando enfado o la enésima decepción, o las dos cosas. Y María me miró, paralizándome ya por completo, al tiempo que Edu alojaba sobre la colcha blanca las medias y el liguero de la noche en casa de Álvaro, y la camisa de seda de color claro de la noche del aparcamiento… y, mientras María hacía estallar toda mi sangre con sus ojos llorosos y colgaba el teléfono sin responder, Edu dejaba caer la camisa rosa que habíamos comprado para calentar a Víctor, y decía:

—Joder… puto tarado.

María posó el móvil a su lado. Le temblaban las manos. Cosa que aún se notó más cuando se las llevó a la cara.

—Esto es demasiado… —murmuró entre sus dedos y su melena.

Miré hacia la cama. Dos camisas, un pantalón de cuero, unas medias, un liguero y el arnés. Era cierto que parecía una locura cuando ni siquiera había arreglado apenas nada las cosas con ella. Mi corazón bombeaba haciendo temblar todo mi cuerpo y mis manos sudaban de una manera prácticamente insoportable. No sabía qué decir ni tenía fuerzas para decir nada.

—Esto es demasiado. Yo me voy. No lo aguanto —volvió a murmurar María.

—¿A dónde vas? —preguntó Edu, que casi no había cambiado el gesto, a pesar de estar en situación inmejorable para humillarme.

—Me voy… Me voy a la otra habitación. Y no me voy a casa porque no tengo por qué conducir aho..

—¿A la otra habitación? —le interrumpió.

—Sí. Aquí os quedáis. Yo no puedo más —respondió ella, más entera.

—Sí, ¿no? Y me quedo yo aquí con Pablito y todo su repertorio de guarradas…

—Me da igual —replicó ella, cogiendo su teléfono, despegando su trasero de la mesa y comenzando lo que parecía ser una marcha hacia la puerta.

—Me da igual no. Lo arregláis, lo habláis y me voy yo a dormir a la otra habitación —dijo Edu, interrumpiendo su camino.

—Déjame pasar —protestó María.

—¿Y además te vas así, sin maleta? —rio él, intentando reconducirla.

—Esto no es una maleta… ¿Me has traído el cargador del móvil, por cierto? —dijo entonces, girándose hacia mí.

—Sí, esta ahí, o… entre la ropa… o si no en la cremallera de dentro —dije tensísimo y superado.

María dio el par de pasos necesarios para llegar a su equipaje y comenzó a rebuscar entre bikinis, alguna camiseta y demás ropa que yo había metido dentro.

—María —dijo Edu— te vas a quedar aquí, vas a dormir con Pablo, y lo vais a arreglar.

—¿Pero a ti qué coño te importa que arreglemos nada? —protestó, girándose un poco, aún sin haber encontrado lo que buscaba.

—Me importa. Lo vais a arreglar y le vas a contar todo.

María volvió su cara y sus manos a la maleta y Edu prosiguió:

—Lo vais a arreglar y le vas a contar todo… le vas a contar cómo follamos en mi casa hace dos semanas…

María no dijo nada y él se colocó tras ella.

Yo la notaba sulfurada. Y Edu cometió el error de llegar a tocarla desde atrás.

—¡Apártate, joder! —protestó tan pronto sintió el contacto a su espalda.

Pero él apenas se movió y continuó:

—Cuéntale a Pablo… cómo me la chupaste…

Yo tragué saliva. Ella, echada hacia adelante, no decía nada. Mientras, Edu rozaba con su pelvis el culo de María y ella llevaba su mano hacia atrás para apartarle.

—Cuéntaselo.

—Eres un gilipollas —dijo finalmente, girándose.

Frente a frente, con aquellas sandalias negras de tacón largo y elegantemente fino que dejaban casi todo el pie al descubierto, María se ponía prácticamente a su altura. Estaba imponente. Sexual. Con aquel vestido que parecía hecho de aire, que no podía contener apenas nada de la sexualidad que había debajo. Sus piernas largas, su melena espesa, sus pechos que parecían querer escapar de la gasa por los lados… sus ojos encendidos. Era erotismo, era sexo puro. Dejaba sin respiración.

Pero Edu no parecía impresionado. No se amedrentaba, y quizás fuera eso lo que más la encendía. Que no mostrase un ápice de debilidad por verla así.

Él aceptó el insulto sin inmutarse, la tenía encajonada contra la mesa, con el culo de ella contra la madera… y llevó una de sus manos a uno de sus pechos, y lo rozó con suavidad, sobre el vestido. Ella se reclinó un poco hacia atrás, pero no le apartó.

—¿Cómo era aquella frase que me decías? —dijo él mientras mantenía su mano allí y yo podía sentir su teta palpitar.

María le miraba, encendiéndose, para bien o para mal, pero no apartaba aquella mano sutil pero firme que empezó a buscar despertar su pezón.

María no respondió y él llevó su cara hacia ella. Para besarla. Yo les veía, a dos metros, otra vez testigo de aquellos cuerpos que se merecían. La camisa blanca impoluta de él, el vestido que se deshacía de ella. La belleza agresiva de él, con su tez morenísima y su melena y barba densas, y el lascivo e incitador cuerpo de ella… Él la atacaba, y ella, encajonada, rehuía aquel beso y solo le daba una mejilla que no contentaba a nadie.

Edu se apartó, pero mantenía las caricias en su teta.

—¿Cómo era aquella frase…? —insistió, buscando permanentemente el conflicto—. Era… algo así como “Mátame a polvos…” ¿Te acuerdas?

María no negaba con la cabeza, sino con su mirada. Molesta. Y yo no sabía si más indignada o avergonzada.

—¿Y qué más? —preguntó él mientras llevaba su pelvis hacia el sexo de ella y seguía con las caricias en su teta.

—Eres un idiota —suspiró ella, con sus mejillas ya coloradas.

—Ah, sí… Pues mira, decías… ¿Cómo era…? “Quiero ser tu puta, Edu…” ¿Te acuerdas?

Pude sentir cómo todo el cuerpo de María subía de temperatura, por tenerlo tan cerca, por recordar el momento, o por su propio bochorno; sus mejillas ardían y le miraba dolorosamente sometida.

En ese momento Edu acercó de nuevo su boca a la de María… y ella giró su cara, hacia mí. Y Edu la besó en la mejilla, un beso sonoro… y yo temblaba al ver a María, que llevaba sus manos a la cintura de él, y que permitía que Edu la empujase sutilmente con su pelvis… y que llevase sus manos al nudo del vestido que había en su nuca.

No se demoró más: desenredó inmediatamente, pero con toda la calma del mundo, la atadura de allí atrás, y María llevó sus manos al culo de él, y pude sentir su tacto sobre el pantalón fino de Edu, al tiempo que él descubría sus pechos con parsimonia, como bajando un telón ligero y vaporoso. Todo salió a la luz allí. Y todo cambió. De golpe el impacto de sus pechos desnudos, enormes, apuntándole, con sus areolas excelsas, dejaron toda la habitación sin aire. Yo volvía a tragar saliva. Y la miraba. La miraba cómo me miraba a mí, y cómo intentaba disimular su respiración agitada, entreabriendo ya algo la boca.

Sus tetas caían pesadas, pero a la vez sutiles y preciosas, y repuntaban hacia arriba, y sus pezones estaban erizados como si llevaran hambrientos toda la noche. Aquellas tetas la ponían aún más en otra dimensión. La hacían aún más hembra. Más mujer. Más sexual. Más perfecta. Más animal. Más elegida. Más hecha para follar.

Edu llevó entonces una de sus manos al mentón de María, le giró la cara delicadamente, pero con firmeza, y la besó.

María, con el vestido caído hasta la cintura, recibía el beso y atraía el cuerpo de Edu hacía así, apretando con más fuerza con sus manos sobre sus nalgas. Sus lenguas entraron en contacto y yo sentía mi polla conmoviéndose y vibrando. Edu sujetaba su cara con una mano y con la otra acariciaba uno de sus pechos, lo levantaba un poco y lo dejaba caer, y después hacía lo mismo con el otro. El beso era contenido. Era lento y sentido como yo nunca les había visto.

Fue él quien cortó el beso a la vez que yo sentía como una gota espesa mojaba mi calzoncillo.

Se retiró un poco y miró hacia el torso de María, y ella sintió un rubor súbito, completamente expuesta.

—¿A dónde vas con esto…? Madre mía —dijo Edu, refiriéndose a sus pechos, y buscando otra vez incomodarla.

—Eres un gilipollas… —alcanzó a decir ella, fingiendo que no se sentía exhibida y dominada.

—¿Ah, sí?

—Sí, eres un gilipollas y te lo tienes muy creído.

—¿No tengo motivos para… serlo? —preguntó él, chulesco.

María no dijo nada y él continuó:

—Igual tengo motivos. Así de pronto se me ocurre cuando me montabas en mi casa, como una loca, y gemías… cómo era aquello… “Humm sí, Edu, qué bueno estás…” ¿Te acuerdas?

—No, no me acuerdo.

—Pues yo sí. Y creía que se me bajaba… y es que estabas bastante ridícula con estas tetazas botando y diciéndome lo bueno que estoy.

—¿Vas a parar? —le interrumpió María, poniendo una mano en su pecho, para separarle, y él apartó la mano de ella, rápidamente, cogiéndome a mí y a ella por sorpresa, y otra vez llevó su cara hacia la suya, y otra vez la intentó besar, y ella se apartó un poco, pero después él le giró otra vez la cara y volvió a besarla, y ella reculó un poco, sobre la mesa, llegando a subirse, y después a reclinarse aún más hacia atrás, hasta casi hasta llegar a tocar su cabeza con la pared, pues él la embestía con su pelvis de nuevo. El beso se hacía tórrido y María le abrazaba y él hacía como que la follaba, pero con toda la ropa por medio, y ella le dijo algo al oído que yo no entendí… y él se retiró un poco y le dijo que no.

Se hizo un silencio. María ya completamente reclinada, apoyada sobre sus codos, con sus tetas emergiendo hacia arriba y reposando ligeramente hacia los lados… todo su torso desnudo, torso que Edu volvió a acariciar con delicadeza.

Y el continuó. Martilleante:

—¿Qué quería Rubén? ¿Follarte esta noche ya? —preguntó, como si tal cosa, mientras le acariciaba su escote, su vientre y sus pechos con las yemas de los dedos, haciendo que ella se sonrojara más y se le erizase la piel.

—Quería… quedar.

—No me extraña. Tú sin sujetador… Él lo sabía. Venía empalmado como un burro. Cada vez la traía más dura. Y tú te diste cuenta, ¿a que sí?

—Sí… —casi jadeó María, que intentaba disimular lo que la encendían aquellas caricias.

—Y tú encantada… ¿a que sí? —preguntó él, y ella me miró otro instante, y después le miró a él, que hacía pequeños movimientos con su pelvis, adelante y atrás, mínimos, y María quizás sentía el impulso de rodearle con sus piernas, pero no lo hacía, y sus piernas colgaban sueltas, y temblaban un poco, de vez en cuando, delatándola a ella y matándome a mí.

Se miraban… La mirada de María era de súplica y la de él de control. Y llevó entonces un dedo a los labios de María, y su boca se entreabrió, y rozó su labio inferior y este rebotó, y lo volvió a posar en sus labios, y María lo entendió, y chupó aquel dedo índice, sin dejar de mirarle.

Ella primero empapó su dedo y después no se contuvo más, y por fin le rodeó con sus piernas, y comenzó a chupar el dedo, como si fuera su polla, moviendo sutilmente su cabeza adelante y atrás. Siempre sin dejar de mirarle. Y yo tampoco me contuve más y comencé a desabrocharme los pantalones.

El ruido de mi cinturón alertó a María y entonces me miró, y chupaba de aquel dedo y atraía el cuerpo de Edu hacia sí mientras me miraba. Y liberé mi miembro a la vez que Edu retiraba de allí su dedo, el cual, empapado, llevaba a uno de los pezones de María… y la follaba sutilmente, con ropa, con aquel ritmo, mientras iba a mojar su dedo a la boca de María y después lo llevaba a su pezón, una y otra vez, hasta que la coronación de su teta brillaba como nunca y lucía tan duro como hipnótico.

Era otra vez como un sueño. Como la noche de la boda. Mi polla estaba empapada y un hilo densísimo y viscoso unía la punta con un calzoncillo encharcado que yo opté por apartar.

—Bájate —dijo entonces Edu, separándose. Dejándola completamente huérfana.

—¿Qué… ? —replicó ella, ardiendo, pero otra vez desconcertada.

—Que bajes de la mesa. Cómo era aquello que me dijiste ayer… Eso sí que era verdad. Lo de que te pone que me la saque por la cremallera del pantalón, sin desvestirme.

Edu aceleraba. Se veía completamente seguro de lo que hacía. Y María asimilaba, siempre un paso por detrás, cómo la iba llevando, y él ya se disponía a cumplir aquello que la excitaba: sacarse aquella polla que la volvía loca por el apertura de su fino pantalón, sin desnudarse absolutamente nada.

Sentí flaquear mis piernas y también que si sacudía mi miembro estallaría. Aquello era tan maravilloso como a la vez amargo y desgarrador.

Y María me miró, agarrado a mi polla dura pero pequeñísima, recogiendo con la otra mano la parte baja de mi camisa para no mancharme, y con mis calzoncillos y pantalones bajados hasta los tobillos. Y temí que me pidiera que me marchase.—Si no le has querido contar a Pablo cómo me la chupaste en casa, como una puta loca, se lo demostramos aquí en un momento. ¿A qué sí? —forzaba Edu y yo no sabía cuánto más aguantaría ella.

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