JOSÉ MANUEL CIDRE
El ruido de la puerta del piso al abrirse y el portazo al cerrarse ya solo agrietaban un poco más su avejentado corazón. Teresa, sentada en su cuarto, al lado de la cama, aún recordaba la primera vez que escuchó ese sonido, hace cinco o seis años. Fué una puñalada.
Hacía tiempo que había tomado la determinación de no salir a recibirle. La mayor parte de las noches no le había ido bien y podía pagarlo con ella perfectamente. Cómo dolía recordar la primera vez que le gritó, el primer empujón… Como se clavan, a veces, los recuerdos.
El resto de los sonidos se los sabía de memoria; la puerta de la nevera, la lata de cerveza que se abría, la silla, el encendedor, la primera calada…
Teresa decidió levantarse de su silla. Quería verlo. Pensó que cualquier día sus rodillas se romperían como un cristal. Abrió la puerta de su cuarto, y con ella el álbum de fotos que era su pasillo. Cada paso era un viaje décadas atrás.
La fiesta de graduación de su Tere. Como la echaba de menos. Que le fuera bien en su trabajo era un alivio, quizá el único que tenía.
–El niño tiene un problema. Yo no sé si lo quieres ver o no. Pero esto que hace no es normal. No está bien. Tantísimo tiempo ahí metido y el dinero que se gasta. Mamá, hay que hacer algo.
Quizá fue ella la primera que se dio cuenta de lo que pasaba con su hermano. Hacer algo. Sí, pero ¿Qué? ¿Qué sabían ellos?
La Primera Comunión de Antonio. Se le veía un niño feliz, sonriente. Tener que mirar una foto para ver la sonrisa de tu hijo, pensó. Y se vió a sí misma, doce años atrás. También sonriente, serena, con las manos sobre los hombros de su pequeño. Pensó por un momento que ese sí era su pequeño. Pero qué diablos, el que estaba en la cocina también lo era. A pesar de todo. ¿O es que una madre puede dimitir de ser madre?
La boda con su Gregorio. Otro día feliz. Aunque los padres de él no acabaran de ver aquél casamiento. Que si no se daban cuenta de lo que hacían. Que si estaban con una mano delante y otra detrás. Sí, así se vinieron del pueblo. Y les costó tirar para adelante. Diez años levantándose a las cinco. Él para el polígono. Ella a limpiar portales.
Gregorio. ¿Qué haría el pobre si siguiese con ellos? Teresa aún tenía grabada la cara de la doctora mientras leía el maldito informe. Si es que aquellos dolores de barriga tenían muy mala pinta. Año y medio después le estaban despidiendo. Diecinueve años tenía Tere y quince Antonio. Qué edad más mala para perder a un padre. Se volvió un muchacho huraño, contestón, y las malas notas no tardaron.
La luz de la cocina se colaba por el resquicio de la puerta. Teresa abrió con intranquilidad, con incertidumbre.
Salieron el olor a tabaco y cerveza. Antonio estaba sentado a la mesa manejando su móvil. Levantó la mirada y la dirigió de nuevo al teléfono.
–Hijo. ¿No te acuestas?
–Noo.
Teresa se quedó unos segundos con la mirada fija. Esperando quien sabe qué. Luego volvió a su cuarto lentamente. Al entrar en él dejó la puerta abierta, y mientras lo hacía, se quedó mirando la cerradura. Tener que poner cerradura en la puerta de tu cuarto. En tu casa.
Parecía mentira. Ya habían pasado más de dos horas. Teresa también se sabía los sonidos que tocaban ahora; la silla, los pasos, descolgar la chaqueta del perchero, la puerta…
Se asomó y miró al fondo de la calle, y allí estaban, como siempre; tréboles de cuatro hojas, dados, monedas, luces, muchas luces y, a ambos lados de la puerta, la frase que revolvía el estómago:
Teresa abrió el cajón de su mesilla y cogió, otra noche más, su gastado Rosario. Lo apretaba fuertemente contra sus dedos. Ya no le dolía. Paró y volvió a abrir el cajón. Sacó la octavilla que le dieron en la asociación de vecinos. El martes a las ocho. Allí estaría.