TANATOS 12
CAPÍTULO 6
No quise mirar a Edu pues me desagradaba cada vez más su gesto de superioridad y dominio. Llevé mis ojos a María que, hasta chulesca, se intercambiaba el número de teléfono con un Rubén que reaccionaba serio, como si una mujer como María se le insinuase de aquella manera cada noche.
De nuevo pasaban las cosas a más velocidad de la que me daba tiempo a digerir. De hecho se podría decir que eso llevaba casi año y medio sucediéndome.
María guardó su teléfono en el bolso, sin siquiera mirar a Rubén durante todo el tiempo que duró aquel intercambio de información, como si lo hiciera todo con desidia, y yo no sabía si lo hacía para tener a Edu contento un rato o si de verdad aquello iba a alguna parte.
—Gracias. Ya está. Puedes irte —le dijo María, pronunciando las cinco palabras a gran velocidad al ver que Rubén no se retiraba, y este se volvió a marchar, visiblemente desconcertado.
Edu no dijo nada de aquel trueque, ni se regodeó en la obediencia de María, sino que revisaba algo en su teléfono móvil.
María bebió. Yo bebí. Y entonces Edu dijo:
—Mira, vamos a hacer una cosa. Hay un hotel por aquí, siguiendo por el paseo… Yo llevo mis copas ya, más el vino, y tú también —expresó, refiriéndose a María—. Así que lo mejor será pasar la noche aquí… mañana vamos a la playa. Necesitamos tiempo para ir normalizando esto.
Mientras lo decía María no le miraba y él se acariciaba sutilmente la barba.
—Estoy bastante cansado del viaje. Yo me voy a una habitación, descanso. Y vosotros os cogéis otra y habláis lo que tengáis que hablar. Y lo arregláis, ya sabéis… —apostilló, socarrón.
Yo no tenía ni idea de a qué jugaba. Y él volvió a provocar:
—Diría que espero que no seáis muy ruidosos en la reconciliación, pero los tres sabemos que…
—No tengo ropa para quedarme aquí a pasar la noche, ni para ir a la playa mañana, ni nada que se le parezca —interrumpió María.
—Sí. Además creo que lo podemos arreglar incluso mejor en casa —aclaré yo, simulando seguridad, pero la idea que Edu planteaba me ponía ciertamente nervioso, y lo cierto era que no me disgustaba.
En ese momento Rubén llegó con la copa para María y se fue sin decir nada. María me miró entonces, durante un instante, y vi por fin un poco de complicidad. Me alegré. Parecíamos dispuestos a rechazar, juntos, el plan de Edu. Sentí de golpe una alegría contenida y unas ganas inmensas de arreglar las cosas con ella en la intimidad.
Pero todo aquello estaba a punto de saltar por los aires, de irse al traste de una forma injustísima.
—Bueno —reinició Edu su propuesta—. Pablo podría estar en… una hora, o en hora y poco… de vuelta con ropa… y lo que queráis para pasar la noche y pasar el día de mañana. ¿Verdad, Pablo?
Solo no podría haberme rebelado contra él. Pero la reciente mirada de María me daba fuerzas para vencer en aquel dos contra uno. Iba a rechazar su maravillosa, entre comillas, propuesta, de conducir una hora y hacer dos maletas mientras él se quedaba a solas con María, pero entonces, de repente, algo vibró con fuerza sobre la mesa: era mi teléfono que se iluminaba. Begoña me estaba llamando.
Tan pronto vi su nombre iluminando la pantalla fui, tenso, a ver los ojos de María, los cuales se mostraban claramente clavados sobre mi teléfono. Agobiado y súbitamente acalorado, mi mano fue rauda a parar aquello, a detener la llamada. Dudé en guardar el teléfono, pero pensaba que aquello sería incluso peor. Así que lo dejé donde estaba. Aquella gota que nacía en mi nuca y bajaba por mi columna vertebral volvió a surcar el camino ya hecho, y miré a la nada y fue entonces cuando el teléfono volvió a vibrar, y tuve que volver a rechazar la llamada, a silenciar mi teléfono, con unos dedos que tiritaban, dándole a todo aún más impacto, y guardé el teléfono en el bolsillo.
Fueron unos quince o veinte segundos asfixiantes, que hicieron que la temperatura de mi cuerpo se disparase, y que el semblante de María diese un vuelco.
—¿No respondes, Pablo? —dijo ella, matándome.
—¿Qué? No… La verdad es que no sé por qué me llama.
—Me refiero a Edu. Te acaba de hacer una pregunta.
—Ah… —apenas pude pronunciar, sobrepasado.
—Yo creo que sí, que en una hora puedes estar de vuelta. ¿Te parece? —sugirió ella, en un tono que evocaba más una orden que una propuesta.
Su mirada no es que fuera seria, es que era arrogante, superior. Como si su enfado tuviera siempre que traducirse en chulería.
Pasábamos del todo a la nada en un segundo. Yo maldecía mi mala suerte, pero no podía explicarme en aquella situación.
María bebía de nuevo. Yo ni miraba a Edu, que era testigo de excepción de mi metedura de pata, y yo aún no había alcanzado a responder, pero María quiso zanjarlo del todo:
—Cógeme la ropa que tú veas. Confío en ti —dijo astuta, con retintín, planteando una batalla que yo no podía librar.
Me bajé del taburete. En pie, frente a ellos, y, como Rubén en su momento, esperaba un gesto de connivencia, sobre todo de María, pero también incluso de Edu, que en ocasiones mostraba cierta indulgencia. Sin embargo, María volvió a su copa y él dijo, para sí, o para ella:
—No creo que haya problema, pero voy a llamar.
Se llevó el teléfono a la oreja y se disponía a reservar las habitaciones. Y yo, sin atreverme a mirar a María… me marché.
Tan pronto me subí al coche pensé que la llamada de Begoña había sido tan extrañamente oportuna, que hasta dudé si de alguna forma Edu había conseguido que se produjera aquella casualidad. Pero al final, siempre, siempre, acababa concluyendo que Begoña tenía que ser un verso libre, que la omnipresencia de Edu no podía llegar hasta esos extremos.
Fue un trayecto extraño, incómodo, tenso. Que al inicio venía empapado de quejas y de maldiciones a mi mala suerte, y que poco a poco fue mutando hacia sentimientos morbosos, casi enfermizos… cosa que alcanzaría su clímax al llegar a casa.
Y es que cuando estaba cerca de llegar, comencé a darle vueltas a la idea de que allí se habían quedado, los dos, con sus ginebras, sus mejores galas y un hotel reservado. ¿Qué impedía que se fueran a follar? ¿Que Edu prefiriese a la María conmigo presente que a la meramente infiel? ¿Qué impedía siquiera que le pidiera un acercamiento con Rubén? Y fue entonces cuando dudé realmente de hasta qué punto podría estar naciendo una dominación real… o si María solo le seguía el juego y se lo seguiría… lo justo, para tenerlo algo satisfecho.
Entré en nuestra casa y no tuve tiempo de valorar, y hasta de disfrutar, de la sensación de hogar, de protección, que me daba aquel lugar, pues sabía que iba a contrarreloj. Pasé el salón y avanzaba por el pasillo y por un lado sentía que había estado allí aquel mismo día y por otro que hacía una eternidad desde la última vez.
Todo estaba perfectamente en su sitio, como si no hubiera pasado nada.
Busqué una de mis mochilas y metí en ella lo justo y necesario para pasar la noche y el día siguiente. Era todo como un sueño, iluminado por la luz de la mesilla, algo tocado por el alcohol, y cada vez con más destellos en mi mente de lo que podría estar pasando entre María y Edu. Y, en seguida, la imagen que cruzó mi mente no fue la de ellos, a futuro, imaginada, sino una del pasado:
Mi mente, y mi cuerpo, volvieron a aquel aparcamiento… Volvieron al momento preciso en el que Carlos se descargaba sobre la cara de María… y ella, no le miraba a él, sino a Edu. Con sus rodillas en el barro, con su camisa de seda calada por la llovizna, recibiendo la corrida de Carlos, en su cara, pero mirando a Edu. Ese deseo… tan brutal… me erizaba la piel y me mataba. No me parecía de este mundo. Edu decía necesitarme a mí, y aquello tenía sentido, pero más a efectos de que María pudiera soltarse, libre de culpa, que porque el deseo en sí aumentase. Edu necesitaba a María exculpada de sí misma, pero el morbo, el deseo de ella hacia él, era el mismo y era tan áspero, tan brusco, tan animal, que dejaba sin aire.
Me excité sobremanera al recordar aquello y fui inmediatamente, y temblando, a la parte del armario donde sabía María guardaba los elementos que venían a ser una especie de recopilación de nuestras locuras. Estaba el pantalón de cuero agujereado, la camisa de seda de aquel tono marfil de esa noche… las medias y liguero de la fiesta en casa de Álvaro, el arnés… Y me di cuenta de que faltaba algo. Fui entonces a la mesilla de María, abrí el cajón, y lo encontré: nuestro primer juguete, aquel consolador que simulaba una polla de forma tan realista. No dudé. Lo olí. Pero no olía a nada. Me bajé ligeramente los pantalones, sabía que no tenía tiempo, que debía hacer su maleta y volver cuanto antes, pero no me podía contener; empecé a masturbarme, agarrado a aquella polla de goma, sabedor, que si bien lo que se habían escrito la noche anterior tenía casi todo de ficción, era indudable que María se había masturbado pensando en él veinticuatro horas atrás.
Sabía que de nuevo tocaba fondo, pero no me podía controlar, e, insatisfecho por el olor de aquel aparato, fui entonces hacia el cuarto de baño, al cesto de la ropa sucia, y allí encontré unas bragas sedosas, grises, que me llevé a la cara, a la nariz, como un auténtico enfermo. Inhalé de aquel olor a coño, de María, de mi propia novia; olor potentísimo, seguro por haber pensado en el cabrón de Edu, quizás incluso en el trabajo, en el despacho… Me la imaginé, cachonda, en alguna reunión con algún cliente, cachonda y empapada porque la noche siguiente vería a Edu… y creí que eyaculaba allí mismo.
Se la había follado cuatro veces, pero a mí, lo que más me mataba del morbo en aquel momento, era que se hubiera masturbado, que se hubiera metido nuestro juguete hasta el fondo, pensando en él.
De pie, con una mano sacudiendo mi polla, y la otra llevando sus bragas a mi cara, me seguía pajeando, y entonces recordé el momento en el que Edu la follaba sobre el barro. Me fui al momento preciso en el que la tenía a cuatro patas y la embestía y María le agradecía… entregada con aquellos “¡Oh… Dios… qué bien me follas…!” Mientras aún colgaba semen de su mentón por la corrida de Carlos en su cara. Cerré los ojos y, sintiendo la seda de las bragas de María en mis mejillas, e inhalando de aquel celestial olor a coño… vi aquel momento, con sus tetas colgando, su camisa calada, su gesto descompuesto y el pollón de Edu entrando y saliendo de su cuerpo, follándola salvajemente entre los dos coches…
Me corría… No podía más… Pero un resquicio de lucidez hizo acto de presencia. Y me detuvo. Y me detuve. Resoplé. Me maldije. Me sentí culpable. Resoplé. Dejé caer sus bragas y me subí los pantalones. Pensaba que no era posible que, después de lo que había sufrido aquellas semanas, y sin haberme reconciliado completamente con ella, volviera a todo aquello… A todas aquellas locuras.
Mi sentimiento de culpa me hacía ganar aquella pequeña batalla, pero no la guerra, pues fue volver al dormitorio y comencé a hacer una maleta, a meter cosas en ella… que no eran seguramente las que esperaría María. Un equipaje que no tenía apenas nada de normal… y es que acudí varias veces a aquella parte tórrida de su armario.
Y, la última vez que fui a aquella parte prohibida, me encontré con una camisa blanca, normal, pero que no me sonaba, y una falda, tableada… Y me quedé estupefacto. Impactado. Y mi corazón comenzó a hacer retumbar mi pecho. Era el uniforme de la hija de Carlos.
Aquello me desconcertaba tanto que no sabía ni qué pensar. Fui al cuarto de baño, cogí cosas para el neceser de María y salí de nuestra casa.
Esperando el ascensor, con mi mochila y su maleta, y aún con la necesidad de ordenar qué hacía aquello de Carlos allí, mi teléfono vibró.
De golpe apareció en la pantalla que Edu había escrito en nuestro grupo de tres. Allí se plasmaba una foto en la que aparecía María, de pie, con aquel vestido veraniego, en el paseo marítimo, al lado de alguien que parecía ser aquel camarero que vestía de negro.
Infartado, leí el texto:
Edu: Pablo, no vengas. Rubén ocupará tu cama. Igual te envío alguna foto después. Descansa.