C.VELARDE
25. SENTIDOS Y PERTENENCIA
JOAQUÍN ARMENTEROS
Viernes 4 de agosto
Club Shadow Babilonia
Leila no me respondió a mis mensajes hasta pasadas de las tres de la madrugada. La muy cabrona seguramente se había ido a fornicar con algún cabrón mientras su «mejor amiga» padecía los efectos de la sordidez en ese lugar.
«¿Dónde estás, Joaco?» leí su texto.
«Vaya, hasta que te dignas, Leila. Si hubiera sabido que te importaría una mierda la suerte de tu amiga te habría mandado a la chingada desde el principio. ¡Pinche pérdida de tiempo contigo! Te la bañaste ahora sí, Leila. Estoy en la barra de la sección A, si quieres venir, pues aquí te espero» le dije.
Las horas habían trascurrido lentas y serenas mientras yo buscaba por todo Babilonia, al menos donde pude acceder. Para no general sospechas estuve en varias salas —sólo en las que podía entrar, que eran pocas—, fingiendo beber tranquilamente mientras «esperaba a mi novia que había ido al tocador.»
Algunas parejas que me vieron solo entre los pasillos o sentado bebiendo entre los bares se habían acercado a mí para proponerme ser «el corneador» de la noche. Eran matrimonios liberales, y la mayoría de maridos que me contactaron me dijeron que no buscaban tríos, sino que yo me follara a sus esposas mientras ellos veían.
—¿Perdona? —había respondido a todos los maridos como primera palabra, antes de rechazar sus extravagantes ofrecimientos—, disculpa, amigo, pero en otra ocasión será, tu mujer es hermosa, pero ahora vengo acompañado y… mi novia no tarda en regresar.
—Descuida, caballero —me decían algunos prospectos de cornudos consentidores—, de todos modos te dejo mi tarjeta para que contactes conmigo en caso de que cambies de opinión.
Y veía cómo los maridos se levantaban y volvían con sus mujeres que —no miento cuando lo digo—, eran verdaderas hembras en potencia, hermosas, seductoras, y con ganas de dar rienda a su pasión, ¿quién en sus cinco sentidos que esté presente en un club liberal como ese diría que no? Sólo un loco.
Y, sin embargo, yo dije que no.
La verdad es que me sentí muy afortunado de que me consideraran para compartir intimidad con ellos; y no miento si digo que probablemente habría aceptado alguna de esas propuestas de no ser porque en ese momento mi prioridad era encontrar a Estefi, mi Estefi.
Por otro lado, mis pesquisas tras seguir por un buen rato a Lorna Beckmann —sí, descubrí que la diosa rubia se llamaba así— me llevaron a entender sólo un par de cosas, en las que destacaba un drama matrimonial.
Al parecer Leo, que era pareja de Lorna y amigo de Valentino, años atrás, tras una especie de desquite personal, el muy cabrón le había quitado la mujer a un tipo que, por si fuera poco, era su mejor amigo.
Todo apuntaba a que el marido de Lorna los había encontrado en el acto, razón por la cual se había divorciado de ella, sobre todo cuando, supuestamente, la diosa rubia salió embarazada de Leo, su entonces amante.
«Lo que tienes de hermosa lo tienes de zorra» pensé mientras la veía. Y Leo, que con razón se llevaba de maravilla con Valentino, se me antojó como una abominación humana.
«Dios los hace y ellos se juntan, par de cabrones.»
Esa noche, por si fuera poco, en un acto de verdadera crueldad, Lorna y Leo se presentaban en Babilonia como pareja, aun si al parecer el ex marido de la mujer estaba presente ahí con su nueva esposa, produciéndole una gran humillación.
¿Qué hombre es capaz de soportar que su ex mujer se aparezca años después ante él y sus amigos, junto al hombre con quien le puso los cuernos y que ahora resulte que es su pareja?
Y ahora ahí estaba el desdichado cornudo, sentado solitariamente en aquel sofá de media luna, que estaba frente a mí, tomando agua con sal en un aparente intento por librarse de la resaca que le había venido por la cantidad de tequila que seguramente había bebido al no poder superar ver a su ex esposa con su ex mejor amigo.
—Pobre hombre —murmuré.
Y en toda esta locura yo seguía sin entender qué mierdas pintaba Heinrich con Lorna. ¿Qué era de él y por qué le ocultaba ese vínculo a Leo?
A lo mejor escuchar conversaciones ajenas podría convertirse en mi nuevo oficio, ahora que estaba tan apretado de dinero.
Y minutos más tarde, en un acto de buena voluntad, mientras esperaba a que Leila volviera, me acerqué a él, que se estaba quedando dormido en el brazo del sofá, y le dije:
—¿Se encuentra bien, caballero?
Él entre abrió los ojos, se incorporó, me observó apenas consiente de sí mismo y me respondió, forzando una sonrisa:
—Apenas sé cómo me llamo, muchacho.
—Yo me llamo Joaco, ¿entonces usted ha olvidado su nombre? —lo cuestioné, sintiendo pena por él.
—Dicen que me llamo Noé —volvió a sonreír, apesadumbrado, mientras tomaba otro trago.
—¿No está seguro de llamarse Noé? —indagué.
—De lo que no estoy seguro es de pertenecerme.
—¿Eso qué significa?
—Eres muy joven para ya no pertenecerte, así que no lo entenderías.
Si Noé hubiera sabido cómo estaba mi sentido de pertenencia gracias a mi vida de excesos al lado de Valentino Russo, tal vez no me hubiera respondido eso.
—¿Quiere conversar conmigo de algo que le aflija, Noé?
El hombre, que por cierto era bien parecido, se encogió de hombros antes de contestarme:
—Yo no soy muy buen conversador. De hecho creo que cuando hablo confundo a la gente. Lo único que se me ocurriría decirte es que el erotismo y el placer son la dualidad más grande y la única certeza que nos recuerda, más que la muerte, que estamos vivos. Que ellas no viven de nosotros, sino nosotros de ellas.
Entendí esa referencia. Él hablaba de Lorna, y yo podía emplear esa misma frase en Estefi, mi Estefi.
—¿Está así… por su ex mujer, Noé?
Él no sabía que yo ya conocía su historia, aun así osé en mostrarle mis condolencias.
—¿Mía? No, Joaco, nadie es de nadie, sino de nosotros mismos. Cuando cedes a tus caprichos y a las voluntades ajenas, entonces dejas de pertenecerte. A eso me refería antes.
—Habla en parábolas, Noé, como si fuera Cristo.
—A lo mejor lo soy, Joaco, y mejor que te vayas, que estoy por presenciar mi crucifixión.
Cuando iba a retirarme para dejarlo tranquilo con sus penas, recordé que antes de sentarse ahí había preguntado a un camarero por el paradero de una persona.
—Noé, hace rato oí que estaba buscando a alguien.
—Ah, sí —dijo ensimismado, echándose otro trago de agua y sal—, estoy buscando a mi mujer, mi nueva es mujer, no la que sigo amando pese a su perversidad, sino a la nueva, a la que estoy aprendiendo amar. Se llama Rosalía Carvalho, y al parecer está perdida… en alguna habitación… follando con alguien.
—¿Cómo dice? —me sorprendió su comentario—. ¿Será que su mujer se equivocó de cuarto?
—Más bien se equivocó de marido —rio con amargura—, y al parecer yo… otra vez, me equivoqué de mujer.
—¿Está usted casado, Noé?
—Ni Dios lo quiera, Joaco, ni Dios lo quiera. Esas cosas son del diablo. No te cases.
Reí ante su sonrisa y me despedí de él, cuando vi a Leila que me buscaba desde el umbral de ese salón.
—Buenas noches, Noé.
—Buenas noches, Joaco —asintió Noé, estrechándome su mano.
Me di la media vuelta y me dirigí a la entrada de la sala, donde Leila me seguía buscando, con una expresión rara en la cara.
—Leila… —le hablé, levantando mi mano.
Ella al fin encontró mi mirada y yo la noté abstraída, pensativa, sin la energía que solía llevar en su personalidad.
—Lo siento… Joaco… yo… lo siento… —Su voz quebrada, sus ojos cristalinos.
—Ya, Leila, no te preocupes —le dije, acercándome a ella con el propósito de marcharnos ante el fracaso de la noche—, si no fue hoy será mañana, o pasad…
Pero apenas iba a terminar la frase cuando él apareció detrás de ella, con una sonrisa y un par de bragas en la mano que aparentemente pertenecían a Leila.
Y ella agachó la cara, compungida, y yo le eché una mirada de decepción, de rabia, de traición, ¿cómo había podido?
—Mira nada más a quién tenemos aquí —se burlaba Valentino, rodeando a Leila de la cintura como si fuera de su propiedad, besando su nuca—, el rubito descolorido.
—Hola, Valentino —dije con un hilo en la voz, sintiéndome traicionado por Leila—, cuánto tiempo.
—Lo mismo digo —acarició la nuca de la chica que había hecho pasar por mi novia esa noche y él continuó—: Pfff, Joaquito, Joaquito. Qué bajo has caído y con qué poco te conformas. Mira que de enamorarte de Aldama a conformarte con esta, que no es más que una pobre puta. ¡Vaya abismo!
Y aunque Leila era culpable de lo que Valentino le decía, mis principios me impulsaron a tomar su brazo, arrebatársela al cabrón y esconderla detrás de mí.
—Llévatela con calma, Valentino, y no vuelvas a faltarle el respeto a Leila.
Oí un gemido detrás de mí y una risotada de Valentino.
—Tu noviecita se faltó al respeto sola, al abrirse de patas para mí.
—¡No fue tan así! —lloriqueó Leila, agarrándose de mi camisa por la parte de mi espalda.
Tuve que contener mi rabia para no cometer una locura, aunque las ganas que tenía de reventarle la cara me superaban.
—Olvidémonos de ella —me propuso Valentino con desprecio—, mejor dime, ¿no te parece que estás muy lejos de Monterrey?
—Lo mismo digo, Lobo. Me parece que desde hace tiempo estabas desaparecido, sin dar señales de vida. Y mira dónde te vine a encontrar; escondido en Linares como una vil rata.
Él continuó jugueteando con las bragas de Leila, atándoselas en la muñeca como pretendiendo humillarme. Si supiera el pendejo que Leila no era nada de mí.
—Vine al club, ¿qué rareza encuentras en ello?
—Más parece que estás huyendo de Aníbal y de Los Rojos, por temor a que te maten como una puta cucaracha de alcantarilla.
Valentino bufó. Había herido su orgullo.
—No, no, no. Yo vine aquí porque puedo y porque quiero. Tengo dinero para aventar para arriba y saciar lo que me apetezca. Y no podría decir lo mismo de ti, que seguramente desde que ya no trabajas para mí andas como perro, ahí, mendigando comida en los basureros.
—¿En serio tienes dinero para aventar para arriba, Lobo? Pues yo te recomiendo que mejor lo guardes, porque oí que interpondrán una demanda por intento de asesinato hacia Jorge Soto y por incendiar el inmueble de Patricio Bernal.
Valentino aún me sonreía, pero su mirada era monstruosa, echándome llamas venenosas desde sus ojos negros. Chasqueó la lengua, estiró las bragas de Leila hasta que las rompió en dos, y entonces me dijo, acercándose un paso más:
—Hay quienes nacen para clavo y otros para martillo. A ti te toco ser el clavo y a mí el martillo.
Yo también eché un paso hacia adelante. Valentino estaba pendejo si creía que yo le tenía miedo. Para empezar, yo era mucho más alto que él, y de un puñetazo estuve seguro que lo clavaría en el suelo.
Valentino continuó amedrentándome, según él:
—Mucho cuidado con lo que haces, Joaquín Armenteros, y no le busques tres pies al gato… que tiene cinco. Y mira, rey, si a mí me juzgan, ten la completa seguridad de que a ti te acusaré de ser mi cómplice. Después de todo, eras mi mano derecha, ¿no? Casi casi el que me agarraba el pito para orinar.
Me eché a reír por las estupideces que me contaba, y yo le dije:
—A mí no me amenaces, hijo de la chingada, que yo no soy Jorge Soto. Antes te respetaba porque eras mi patrón, y más que eso, mi amigo, o así te consideraba yo. Pero que te quede claro que hemos roto cualquier tipo de vínculo que nos uniera, y aun si agradezco lo que hiciste por mí, en su momento, si tú te metes conmigo, además de darte una santa putiza hasta desfigurarte esa cara de perro que tienes, cabrón inservible, yo mismo me encargo de hacer que tu estancia en la cárcel sea mucho mayor. ¿O en serio piensas que no estoy preparado para defenderme? Tengo pruebas, Valentino, pruebas que me libran de culpa y que a ti te harán mierda si se me da la puta gana. Así que llévatela tranquila, cabrón, que si yo trueno los dedos, tú te refundes en la cárcel.
—Eres un puto rastrero, Joaquín —me dijo apretando los dientes.
—Fuiste un gran maestro —se la voltee.
Valentino agarró los dos pedazos de bragas y me las puso en los bolsos de mi saco, uno en cada uno. Y agarrando valor, se plantó frente a mí y me gritó:
—¡Por mí tragaste, cabrón malagradecido! ¡Por mí tu puta familia de mierda no se murió en la miseria! ¡Por mí el pendejo de tu hermano lelo tiene vid…!
Pero no lo dejé terminar. El fortísimo puñetazo que le propiné en la cara lo tumbó al suelo, dándose tremendo trancazo. Leila gritó, y un par de camareros se volvieron hasta el incidente e intentaron levantar a un Valentino que le sangraba la nariz y le temblaba el labio.
—¡Te la tengo jurada, rubito de mierda! —rabió cuando estuvo de pie, retrocediendo, limpiándose la sangre—. ¡Te la tengo jurada y te juro por tu puta madre que me la vas a pagar más pronto de lo que te imaginas!
—Sí, sí, como tú digas. Mientras tanto ve a untarte metreolate en la jeta, Valentino, o vas a parecer burro cuando el hocico se te inflame. ¡A LA MIERDA CABRÓN!
El Lobo se marchó echando fuego, y Leila me miró con los ojos llorosos, intentando disculparse. Como no tenía ganas de más falsedades tragué saliva y la hice a un lado.
—Joaco yo…
—No digas nada. Fue un error haber confiado en ti. Vámonos ya.
Salí de esa sala y me enfrenté a un angosto pero largo pasillo. Me dolía haber fracasado en mi primer intento por encontrarla. Sabía que cada día sin Estefi era un sufrimiento más para ella. Leila lloriqueaba detrás de mí, pero no me conmovía. Sólo pensaba que como caballero era mi obligación llevarla de nuevo a su casa, sin importar que me hubiera traicionado.
—¡Te juro que lo hice por Livia! —se justificó otra vez. Y me dolió que la usara a ella para exculparse.
Por eso no dije nada. Seguí caminando rápido delante, saqué los dos pedazos de bragas de mis bolsos y los tiré en el suelo.
—¡Valentino olía a Livia, no sé cómo explicarte! ¡Era su esencia! Por eso… cuando me encontró y me saludó, preguntándome por ti (sabía que yo venía contigo) le hice creer que yo era tu novia. Valentino es tan predecible que intuí que me llevaría a una habitación para follarme y de ese modo humillarte. ¡Yo quería sacarle información y…!
—¡¿Quieres callarte?! —le grité cuando me paré en seco y la miré, resentido, sintiendo un fuerte dolor en mi pecho—. ¡Se trata de Livia, mi Livia, la mujer de la que estoy enamorado! —Ante mi confesión Leila abrió mucho los ojos—. ¡Estoy sufriendo su ausencia, porque de alguna manera yo tengo la culpa de su desaparición! ¿Y tú qué mierdas haces, Leila, sólo justificar tus calenturas?
—¡No me juzgues mal, Joaco, que yo no sólo follé con Valentino por «calenturas» —me dijo limpiándose las lágrimas. Se le veía sincera—. ¡A Valentino lo detesto desde que por su culpa perdí a… a mi gordito, a mi Fede!¡Créeme, Joaquín: Valentino me ha confirmado que Livia está aquí!
—¿No me digas? —desconfié de ella una vez más.
—¡Créeme cuando te digo que lo persuadí para que me lo contara, y… me lo contó! Pero no sólo eso… cuando él se descuidó… yo… yo le robé esto.
Leila Velden, luego de gimotear, sacó de su bolso de mano una tarjeta negra perteneciente a Valentino Russo que me entregó. La revisé y confirmé que era una membresía «diamante» a nombre del Lobo.
Pero no sólo fue eso lo que renovó mis ansias de encontrarla, sino un pedazo de papel auto adherible pegado en la parte posterior de la tarjeta que decía entre garabatos:
«Livia, piso 2, pasillo G, habitación 24»
—¡Gracias, Leila! ¡Gracias! —exclamé, alborozado, corriendo hasta la planta superior.