GAMBITO DANÉS

VII

Al día siguiente irrumpió en mi habitación-apartamento mi madre muy temprano. Encendí la luz de la mesilla de noche al tener las persianas bajadas y allí la vi, observándome.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—Me acompañas a la compra.

—¿Yo?

—Sí, tú. Necesito ayuda con las bolsas, parece que el virus está en horas bajas y ya es hora de que poco a poco te vayas incorporando a la sociedad.

—¿Pero si son las siete y media de la mañana? —me quejé al ver el reloj.

—Sí, hay que ir a primera hora, cuando casi no hay gente. Dúchate, vístete, desayuna y al coche. Ah, y no te olvides la mascarilla —ordenó.

Me quedé observándola. Últimamente era lo primero que hacía, fijarme en el modelito de las féminas de mi casa. Llevaba una blusa blanca y algo transparente, una cortísima falda vaquera y unas sandalias, el look me animó enseguida a convertirme en su sherpa.

—Ya voy —dije al fin.

En un tiempo récord estaba en el asiento del copiloto rumbo al supermercado del pueblo más cercano. El recorrido se me hizo ameno, sobre todo observándola de reojo. La diminuta falda, al estar mi madre sentada, parecía haberse reducido incluso más. Si me inclinaba ligeramente para adelante, forcejeando con el cinturón de seguridad, podía incluso atisbar sus braguitas blancas.

—Papá se ha ido una temporada a Alemania, tiene un proyecto allí que no ha podido rechazar, pero si la situación sigue mejorando a la vuelta ya podrá instalarse en casa —me informó mientras yo le miraba los descubiertos muslos obnubilado.

—¿Y ni se ha pasado por casa antes de despedirse? —me hice el falsamente interesado.

—No ha podido, han sido unos días muy estresantes y fenéticos.

—Vale.

—Y yo voy a volver a trabajar, solo cosas muy concretas. Me han contratado para cubrir algunas rutas turísticas de la zona, hay varios puntos de interés, llevo días estudiándolos.

—¿De guía turística?

—Sí.

—¿Nos van mal las cosas, Eli? —pregunté algo preocupado pero incapaz de separar mis lascivos ojos de su cuerpo.

—No hijo, no. Son momentos complicados, tenemos que trabajar más para tener lo mismo, pero por suerte todo está bien. Además, tú cada día estás mejor y necesitas menos atenciones.

Atenciones no sé, pero estaba completamente concentrado en sus pechos. El aire acondicionado estaba fuerte, y a pesar de llevar sujetador, sus pezones se marcaban de manera obvia, imparables por la blusa y la ropa interior. Tragué saliva justo cuando llegamos a nuestro destino.

Era la primera vez que ponía un pie en un supermercado, y me pareció especialmente grande. A pesar de la hora, ya había algunas personas amontonadas en pequeños grupos por toda la superficie. Mi madre me hizo de improvisada guía y, armados con un carrito, lo fuimos llenando de verduras, leche, cereales, etc. Lo curioso fue al ir a pagar, ya que pareció que los pocos compradores coincidimos todos en el mismo instante, creando una apretada cola incluso sin que fuera necesario por el espacio.

Llegó nuestro turno, mi madre puso el carrito a un lado y lo fue vaciando con estilo sobre la caja. Se agachaba e incorporaba continuamente, producto a producto, con la suerte o la desgracia que, con cada movimiento, sus nalgas rozaban la bragadura de mi pantalón. Hice un amago de dar un paso atrás, pero una señora, probablemente octogenaria y poco amistosa, me lo impidió. Dejaba un cartón de leche en la caja y volvía a por el siguiente producto, poniéndose casi en pompa y con su trasero de nuevo en mi entrepierna. Durante décimas de segundo podía observar su falda ceder y las braguitas blancas acercarse hasta impactarme. Cuando hubo repetido la acción unas siete u ocho veces, mi miembro ya era un volcán y yo estaba casi mareado por la situación.

—¿Tiene tarjeta cliente? —le preguntó la cajera viendo que faltaba poco.

—Sí —respondió ella dictándole el DNI.

Pero esos últimos artículos fueron aún peor, teniéndose que inclinar aún más hacia adelante, dejando las nalgas indefensas hacia afuera frotándose contra mi bulto. Terminó al fin, pagó, y me dio dos bolsas con las que cargar. Ya en el coche abrió el maletero y colocó las suyas. Hice yo lo mismo y, cuando ella se inclinó por última vez para acomodar la compra, rescatando incluso unos melocotones que habían rodado por la cajuela para devolverlos a su bolsa, perdí el control y la agarré de las caderas para acercar de nuevo sus glúteos a mi endurecido falo.

Ella se sintió atrapada y giró la cabeza para entender que estaba pasando y yo, aprovechando mi erección como si de un gancho se tratara, le había subido la falda y restregaba ahora mi excitación por su impresionante culo cubierto solo por las finas bragas.

—¿Qué haces? —se quejó ella empujándome con una mano y dándose la vuelta.

Pero no me di por vencido, aprovechando la nueva situación con ella de cara frente a mí le agarré de nuevo las nalgas y la acerqué, clavándole ahora mi erección justo en su pubis aprovechando que la diminuta falda seguía sin volver a su sitio. El movimiento fue algo brusco y con el forcejeo terminó sentada sobre el borde de la cajuela del maletero, momento que aproveché yo para abrirle las piernas suspendidas en el aire y acercarme de nuevo.

—¡¿Pero qué haces?! —me increpó enérgicamente empujándome con ambas manos y haciéndome retroceder.

Me quedé petrificado, como consciente al fin de lo que estaba pasando mientras ella mascullaba algo en voz baja, se incorporaba y cerraba definitivamente el maletero. Entró en el coche unos segundos antes que yo. Cuando me acomodé en el sitio del copiloto aún podía oír sus ininteligibles susurros.

—Perdona.

No reaccionó, arrancando el coche algo nerviosa.

—Lo siento Eli. Llevas una faldita tan corta, y cuando pagabas no has parado de restregar tu culo contra mí. No podía más.

En ese momento me di cuenta del problemón social que tendría que afrontar si pronto debiera enfrentarme a la sociedad. Intenté arreglarlo, pero a mi estúpida manera:

—Quiero decir, no es tu culpa eh. Ha sido sin querer. Pero claro, ya en el coche te miraba las piernas, los pezones marcados en la blusa…las piernas…

—¡Ya! ¡Cállate ya! ¡Basta de tonterías eh! Y a partir de ahora me llamas mamá, nada de Eli, ¿me entiendes? ¡Mamá! Que es lo que soy, tu madre.

Después de esa merecida bronca, el de regreso a casa fue silencioso e incómodo.

VIII

Esa noche dormí muy mal, dando vueltas sin parar en la cama y despertándome a cada hora. Hacía tiempo que había perdido el control, pero lo de la mañana anterior rozaba el delirio. A pesar de mi preocupación a las siete de la mañana había irrumpido ya una tremenda erección mañanera. Cogí el walkie:

POL: Sara, ¿estás despierta?

Esperé un tiempo prudencial e insistí:

POL: ¿Sara?

SARA: ¿Qué quieres, Burbujo? ¿Has visto la hora que es?

POL: No puedo dormir.

SARA: ¿Y es mi culpa?

POL: ¿Vamos a dar una vuelta?

SARA: ¿Qué? Déjame dormir, pelmazo. Además, sigo confinada, no sea que le contagie algo a la Princesa Burbujita.

POL: ¿Puedo subir a tu habitación?

SARA: ¿Aquí? ¿A qué? Yo no tengo una cama de matrimonio y vivo en un palacete como tú, eh.

POL: Por favor, que tengo ansiedad.

Después de unos segundos de reflexión respondió al fin:

SARA: Sube anda, sube. Pero si te pilla mamá a mí no me metas.

Recorrí la casa a hurtadillas, abrí con sigilo la puerta de su dormitorio y me metí en su cama, la erección era tan desmesurada que enseguida entró en contacto con su anatomía de manera inequívoca. Me reprendió:

—¿Pero esto qué es? ¿A qué coño te crees que has venido?

—No es eso, me pasa todas las mañanas —me defendí.

—¿Y a mí qué? A mi cama no vengas con la anaconda, ¡será posible!

—Shh, más bajo, que te oirá mamá.

Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pude verla con más definición, vestida con una cómoda braga-culotte y un top de tirantes a modo de pijama. Para hacerme espacio ella se había puesto de lado y yo, casi instintivamente, me había colocado como una cucharilla, por supuesto con mi granítico falo pegado contra sus rotundas y firmes nalgas.

Hubo un silencio incómodo, uno de esos que abundaban por mi casa últimamente.

—¿Se te bajará el tema, o qué? —me preguntó.

—Con tu culo sobre mis…partes…no lo creo.

—Joder Burbujo, pues apunta para el otro lado o mirando hacia arriba, ¿no?

—No quiero —afirmé después de reflexionar unos segundos.

—¡Eh! Una cosa es un día porque el nene ha estado encerrado toda su vida y bla bla bla, pero a mí me tratarás con respeto, ¿vale? ¿Qué te has creído que soy?

—Sara… —dije a modo de súplica mientras le agarraba un pecho desde detrás.

Ella se movió espasmódicamente para librarse de mi mano diciéndome:

—¡Para! Déjame o grito, salido de las narices.

—¿Pero por qué? —me quejé lleno de frustración— Es que no lo entiendo. Me dejas restregarte la polla hasta correrme, pero a la que te toco una teta te pones histérica.

Mi reproche sonaba lleno de agonía, acentuada por un lenguaje que jamás utilizaba.

—Que no me puedes tocar las tetas joder, que soy tu hermana. Ni tocarme ni restregarte, ¿vale? Que no soy tu muñeca hinchable.

Ya se había librado de mi mano, y ahora movió el trasero e incluso me recolocó hasta que me quedé tumbado “apuntando” hacia el techo. Con dificultades por el espacio, ella también se estiró mirando boca arriba, abandonando su anterior posición fetal.

Yo, disimuladamente, acerqué su mano hasta que se topó con mi bulto y le dije:

—Mira cómo estoy.

Ella hizo un ruido chasqueando la lengua contra el paladar quejándose y la apartó. Sin darme por vencido, retiré mi pantaloncito del pijama hasta las rodillas, mostrando la pétrea herramienta. De nuevo le agarré la mano y la llevé hasta mi carne sin ropa de por medio.

—Sara…

—¡Ni Sara ni leches! Acabará viniendo mamá y o una de dos, o se pone celosa o se colapsa y se muere.

—El otro día… —comencé diciendo.

—¿El otro día qué? —preguntó con contundencia.

—Pasaron cosas —dije yo.

—Mira niño burbuja, el otro día me diste pena y te asistí en una digamos…paja. Me dejé hacer, ¿vale? Pero ya veo que hice mal. Solo dejé que te frotaras un poco para que te aliviaras, eso es todo. Tendría que haberte partido la cara el primer día que me metiste mano en la piscina, jo-der.

—Sara, te oí gemir.

—¿Pero qué dices, flipado?

—Te oí gemir y luego retorcerte insatisfecha, estoy seguro.

—Oye mira, tengo dieciséis años, ¿vale? Me habría puesto cachonda con cualquier tío, una ardilla o contigo después del tiempo suficiente de tocamientos, ¿de acuerdo? No te hagas ilusiones. Serás niñato, joder, encima que le hago un favor.

Fruto de mi inmadurez aquellas palabras me dolieron, haciéndome sentir insignificante, y así lo demostró mi silencio. Sin embargo, mi erección seguía presente como un invitado más.

—Burbujo, no te pongas ahora tontito, eh. Que contigo no pasa nada de malo, eres un chico guapo y cuando salgas al mundo real las tías se te van a rifar, pero somos hermanos. Una cosa es un tonteo y la otra es esto, ¿vale? —se explicó poniendo su voz más comprensiva.

No respondí.

—Pol…

—¿Pol? —reiteró.

Seguí sin responder, con la mirada perdida en el techo.

—Muy triste no debes estar con la picha tiesa como la tienes —dijo jocosamente.

—¿Po-ool? —insistió partiendo mi nombre en dos sílabas y alargando la última.

Hizo un ruidito de paciencia, susurró algo y de repente noté como su mano me agarraba delicadamente el miembro.

—¿Esto es lo que quieres, niño mimado?

Probablemente era una situación humillante, pero el contacto de su mano en mi piel era tan placentero que no dije nada. Comenzó entonces a mover la muñeca, subiendo y bajando mi piel con sutileza.

—Te ayudo una vez más y se acabó, ¿vale? —me dijo como si le hablara a un niño aumentando un poco el ritmo de los tocamientos.

Era maravilloso, mucho mejor que nuestro encuentro sobre el césped, el morbo de la situación multiplicaba el gusto que sentía.

—Imagínate que soy mamá —dijo medio en broma medio en serio, confirmándome que, probablemente, la que en su día se sintió celosa o engañada había sido ella.

—Mm, ¡Mm!

—Sabía yo que lo de mamá te iba a poner más cachondo —bromeó volviendo a subir las revoluciones.

—¡Mm! ¡Mm! ¡Ah! —gemí de nuevo aventurándome y alargando mi brazo hasta poner mi zarpa de nuevo en uno de sus pechos, acariciándolo por encima del top y jugando con su endurecido pezón.

—Mira que tienes obsesión, eh —me dijo sin evitarlo.

—¡Ah! ¡Mm! ¡Mm! ¡Ahh!

Le levanté el top con una mano y con la otra le manoseé ambos pechos a placer, senos turgentes, grandes y compactos. Ella siguió pajeándome y yo sobándola como si estuviera en el mejor de mis sueños, repasando sus pezones como si fueran codiciadas reliquias.

—¡Ahh! ¡Ahh! ¡Mmm!

Al ver la poca resistencia, bajé el brazo y comencé a acariciarle el sexo por encima del culotte,desesperado, como si hubiera una cuenta atrás imaginaria y estuviera llegando a su fin.

—¡Mm! Joder Burbujo, qué caliente estás.

Seguí frotando sus partes, inexperta pero voluntariosamente, supe entonces que el clímax se acercaba y cobró sentido lo de la cuenta atrás.

—¡Mm! ¡Mm! ¡Ah! ¡Ohh!

Cuando parecía que estaba a punto de llegar al orgasmo, noté como disminuían y perdían el ritmo sus caricias, claramente afectadas por las mías sobre sus zonas erógenas. Introduje mi mano como pude por dentro de la ropa interior y seguí los tocamientos sobre su clítoris de manera circular.

—¡Mm! ¡Mmm! Joder… —gimió ella.

Su mano ya casi se había detenido, haciéndome solo alguna sacudida desacompasada.

—¡Oh! ¡Mm! Sigue. ¡Mm! —me dijo quitándose las bragas hábilmente para no entorpecer los tocamientos.

Sin parar ni un momento agarré su mano con la mano libre a modo de guía, recordándole que me había desatendido. Ella hizo un vago intento por seguir, pero parecía demasiado concentrada en su propio placer.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ahh!

De nuevo, con mi mano agarrada a la suya y al mismo tiempo a mi pedazo de carne, la sacudí a modo de queja y bajé un poco la intensidad de mis caricias sobre sus partes.

—¡Mm! Mm…mmm…sí, sí, ya lo sé ya lo sé —dijo incorporándose y dejándome durante unos segundos confundido.

Se movió a cuatro patas por la cama, colocando sus piernas abiertas a la altura de mis hombros, colocándose en lo que entendí era la postura del sesenta y nueve, me dio un lametón en el falo y dijo:

—Cómemelo, cabrón.

Lamió primero mi pene como si fuera un helado mientras yo asimilaba sus palabras, haciendo especial hincapié en mi glande y besándome el tronco y entonces se lo introdujo entero en la boca, comenzando la inesperada y casi acrobática felación, podía notar sus grandes pechos contra mi vientre mientras me succionaba.

—¡Mm! ¡Mmm! ¡Mmm!

Creí que sería yo el que ahora me paralizaría por el placer, pero en un esfuerzo heroico le agarré las nalgas como si fuera una sandía y comencé a lamerle el sexo con fricción.

—¡Oh! ¡Oh! ¡¡Ohh!!

Los dos gemíamos sin disimulo, recé para que mi madre no estuviera aún despierta y agradecí vivir en una casa grande. Aunque estaba a punto de explotar, tener que concentrarme también en su placer me hizo aguantar un poco más.

—¡Ahh! ¡Ahh! ¡¡Ah!! ¡¡Ah!! ¡¡Aahh!!

Rodeaba su clítoris con mi lengua y repasaba toda su raja, penetrándola incluso ligeramente con la punta y sintiendo el enorme placer de su mamada, cada vez más rápida y más profunda. Probé diversos movimientos: circulares, de lado a lado, profundos y lentos, rápidos y más superficiales, siempre con sus gemidos como guía.

—¡Ah! ¡Sí! ¡Sí! ¡Ohh! ¡Mmm!

Me pareció que su cuerpo comenzaba a contraerse por el placer, pero yo ya estaba realmente superado y me corrí sin poder avisar, alcanzando un memorable orgasmo. Ella, no me lo reprochó, agarrándome el inicio del tronco y succionando hasta lo más profundo, recibiendo todas las ráfagas de mi leche dentro de su boca. Exhausto, me vi incapaz de seguir con mi trabajo. Se sacó mi falo de su interior, se dio la vuelta y colocó mi satisfecha pero aún firme herramienta en la raja de su sexo, sin penetrarse, pero lo suficientemente sujeta como para poder restregarse. Comenzó entonces a mover las caderas, jugando conmigo como si fuera un consolador, restregando el tronco en su raja y utilizando el glande para estimular su clítoris.

—Eres un cabrón —me dijo mirándome a los ojos, pudiendo ver yo como parte de mi simiente se derramaba, deslizándose por sus labios y la barbilla.

—¡Oh! ¡¡Ohh!! ¡Ohh! ¡¡Ohhh!! ¡¡Ohhh!!

—Eres un puto cerdo de mierda —insistió acelerando los movimientos.

Finalmente se corrió, sintiendo yo su cuerpo temblando sobre el mío y tumbándose al momento extenuada a mi lado. La observé, estaba increíblemente sexy. Desnuda de cintura para abajo, con los pechos al aire y su maltrecho top convertido en una especie de improvisado collar. En sus labios, mejilla y mentón aún había restos de mi esencia.

—Ha sido increíble —dije.

—Te corres en mi boca y pretendes dejarme a medias, cuando me recupere te voy a matar.

IX

Un nuevo día después de la confesión, mi vida empieza a parecerse a un diario. Me he levantado y mi madre no está, he recordado entonces que me dijo que trabajaría todo el día y hasta tarde, su primer día reincorporada en el mercado laboral. Desayuno, leo, me ducho con pocas ganas. Calor, mucho calor. Continúo mi lectura. Hago una pequeña siesta antes de prepararme la comida con Tristán e Isolda sonando de fondo. Como, leo, cierro las persianas para resguardarme del calor. Leo en la penumbra alumbrado por mi pequeña lamparita. Mi hermana, dada ya de alta, ha aprovechado y ha quedado con una amiga. Se quedará a dormir. Me pregunto si mi madre será tan cruel de obligarle de nuevo a hacer cuarentena o, con la estabilización de la pandemia, se conformará con un par de test.

Me aburro.

Las paredes de la casa empiezan a caérseme encima y el aire se vuelve más denso, pero tampoco me apetece salir solo a dar una vuelta por nuestro terreno. Veo un documental sobre Los Celtas, como algo de fruta por hacer algo.

Me angustio.

A las siete de la tarde me estoy preparando ya la cena, una ensalada con un poco de todo. Siento una presión en la garganta, es una sensación nunca antes experimentada por mí la de la ansiedad. Estreno una botella de vino y me sirvo una copa, algo nada común en un abstemio forzado como yo. No me gusta su sabor, me falta experiencia, aunque considero que podría ser peor.

Bebo.

Más de la cuenta, lo que en mi caso se contabiliza en tan solo cuatro copas. Miro la televisión y me parece vulgar, soez y tramposa, pero tolerable gracias al alcohol que circula por mis venas. Sé que no debo hacerlo, pero, instalado ya en el sofá del salón, me sirvo otra copa. Cuando mi madre llega a las diez y media de la noche yo estoy mucho más que “achispado”.

—¿Ha ido bien? —pregunto con voz narcotizada.

La observo.

Está guapísima, con una blusa metida por dentro de la falda lo suficientemente corta como para ser sugerente pero convenientemente larga para convertirla en adecuada. Lleva zapatos de tacón que estilizan aún más sus piernas y va maquillada.

—Sí, hoy he estado con japoneses, son muy educados y estos entendían perfectamente el español. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—De puta madre.

Con tan solo usar esa expresión mi madre supo que algo estaba pasando. Vio entonces la copa de vino vacía y mis ojos vidriosos.

—¿Has bebido?

—Un poco. Quería comprobar por mí mismos los encantos de este brebaje.

—¿Y qué opinas? —dijo sentándose a mi lado en el sofá, acción que subió un poco más su falda, dejando sus muslos medio descubiertos y cercanos. No llevaba medias, aunque me la imaginé con ellas y me pareció incluso más sexy.

—Desinhibe, alegra y atonta.

—¡Vaya! —dijo ella—. Tú no sueles necesitar alcohol para desinhibirte últimamente.

—Supongo que te refieres a mis recientes confesiones y arrebatos, veo que hemos pasado la etapa comprensiva y entramos en la de los reproches —respondí, comprobando que el alcohol no había afectado tanto a mi capacidad de diálogo como pensaba.

—Yo no he dicho eso —se defendió bajando el tono que ya de por sí no era alto.

—Pues lo ha parecido, Eli.

—No me digas Eli, ¡soy tu madre!

—Lo eres —dije poniendo mi mano sobre su muslo y acariciándolo.

—¿Has comido y cenado bien por lo menos? —preguntó sacando a la madraza que llevaba dentro.

—Muy bien —contesté manoseándole la cara interna de la pierna, subiéndole incluso un poco más la falda.

Ella puso su mano sobre la mía, indicándome que me detuviera, pero no me di por aludido y seguí palpando su deseada piel. En un acto kamikaze, subí un poco más la mano en dirección a su entrepierna, pero ella me la retiró con autoridad mucho antes de llegar a mi objetivo.

—Tu madre, Pol, tu madre —recalcó.

Yo me quedé mirando sus preciosos ojos verdes, sus labios pintados de rojo y me abalancé, besándola. Ella me empujó a la vez que contorsionaba su cuerpo en dirección opuesta y exclamando:

—¡¿Estás tonto o qué?!

Me sentí fatal, como si me arrancaran de una pesadilla.

—Perdona, lo siento Eli, lo siento.

—¡¡Mamá!! ¡Joder, que me llames mamá! Me empiezas a tener hasta el c… —dijo reprimiéndose en la última palabra soez.

—Sí, mamá, no sé qué me ha pasado.

—Otra vez —afirmó ella.

—¿Otra vez? —inquirí yo.

—Sí. No sabes que te ha pasado “otra vez”, supongo que es eso lo que quieres decir.

—Pues eso, aunque no deja de ser una estupidez, el día de mi cumpleaños ya te dije lo que me pasaba y no pareció que te molestase tanto.

—El día de tu cumpleaños no me metiste mano.

—No, pero notaste mi polla dura sobre tu culo, ¿no?

—¡¿Que lenguaje es ese?! ¿En esto te has convertido? —me increpó.

—¿Y tú qué? Te has tenido que reprimir para no decir coño.

—Mira niño, no hay vida dura que justifique tu comportamiento, ¿te enteras? —me advirtió muy seria.

—Para ti es fácil eh. Tu puedes ir y venir cuando quieres.

—¿Crees que para mí ha sido fácil? —me recriminó recordándome todos los sacrificios que había hecho la familia por mí.

—Vale, pues no tan fácil, pero tienes a papá, ¿no? Por lo menos puedes desahogarte.

—¿Qué insinúas? —preguntó con los ojos coléricos.

—Que puedes hablar con él, consolaros, y… ¡coño! Que podéis echar un polvo de vez en cuando para olvidar la desgracia de tener un hijo como yo. Dime, ¿no te has escapado nunca a su apartamento de la ciudad? ¿Y luego? ¿Te has hecho test? ¿Cuarentena?

Ella reflexionó un poco su contestación, un par de largos minutos en los que no dejó de mirarme fijamente:

—Tú no eras una desgracia, eras un chico educado, inteligente y sensible. La desgracia empieza a ser ahora, cuanto más sano estás más intratable te estás volviendo.

—¿Y qué querías que hiciera? Dieciséis años saliendo lo justo y vigilado. ¿De quién me iba a enamorar? ¿Ves muchas mujeres por aquí? Podrías haberme buscado una tutora que fuera deseable por lo menos. ¿O quizás quieres que lo intente con Sara?

Me abofeteó, la primera vez en toda mi vida.

—Como metas a tu hermana en esto te vas a enterar—me amenazó—. Suficiente confundida debe estar desde vuestro cumpleaños.

Yo le agarré la blusa y como en las intensas escenas del cine le desabroché tres o cuatro botones de un tirón, dejando al descubierto sus pechos tapados por el sujetador.

Me abofeteó de nuevo.

La observé, con la blusa maltrecha y, tal y como estaba sentada en el sofá mirándome, sus bragas asomándose en la apertura de la falda. Excitado, agarré lo que quedaba de la prenda y la desabroché entera con brusquedad. Ella, perpleja, me dio otra bofetada en la misma mejilla y repitió una segunda en la otra, cruzándome la cara de lado a lado. Comenzaba a notar el rostro caliente, pero no tanto como otras partes de mi cuerpo.

—Tócame otra vez, niñato consentido, y verás.

—No lo soporto más —anuncié con voz profunda.

—Pues te la cascas —respondió ella siguiendo con la espiral de lenguaje ordinario.

Lancé mis zarpas sobre su busto y le agarré ambos pechos por encima del sujetador, manoseándolos durante un segundo hasta que me pegó de nuevo, tres bofetadas, usando las dos manos, izquierda-derecha-izquierda.

—¡Joder mamá! Negociemos, ¿cuántas hostias para poder abrirte las piernas?

Me di cuenta al instante de la monstruosidad que acababa de decir, de la barbaridad que estaba haciendo, de todo. La situación había pasado de ser tensa a insostenible y difícilmente el vino y mi enfermedad podían considerarse ya un atenuante. Ella no me volvió a pegar, se limitó a estudiarme con odio, casi podía atravesarme con la mirada. Me levanté, me fui lentamente y cabizbajo y me encerré en mi habitación.

Lloré.

X

Después del asalto a mi madre toqué fondo. Los siguientes días no salí de la habitación. Me aseaba poco y con desgana y comía menos, viviendo siempre en penumbra, absorto por mis pensamientos. Me traía la comida mi madre, pero no intercambiábamos ninguna palabra. Luego empezó a preocuparse un poco e hizo un par de intentos de hablar conmigo, pero fueron inútiles. La angustia solo cesaba para dejar paso a la tristeza.

Al quinto día entró mi hermana, de la que no había sabido nada y suponía que seguía en casa de su amiga. Iba vestida solo con un biquini y llevaba una bandeja llena de comida.

—¿Se puede saber qué chorradas me ha contado mamá de que no sales de aquí? —dijo dejando la bandeja en una mesita y sentándose en el borde de mi cama.

Estaba preciosa, con su voluptuoso cuerpo embutido en la escasa prenda, sus nalgas apenas cubiertas por la fina braga y qué decir de sus pechos, apenas tapados por dos finos triangulitos de tela. Pero ni eso me animó.

—Déjame en paz, Sara.

—Pero, ¿qué te pasa? —repreguntó con voz dulce.

—Nada, no sé…

—Bueno. Oye, mientras te decides a contármelo come algo, que tienes a mamá histérica.

—No tengo apetito —respondí después de unos segundos.

—No seas crío Burbujo, venga, come y vamos a refrescarnos a la piscina.

—No.

Se tumbó a mi lado e insistió:

—Comes y en la piscina me hago la tonta y dejo que te restriegues un poco.

Era una oferta tentadora, pero mi apetencia se trasladaba a todo y di la callada por respuesta.

—¿Me vas a contar qué te pasa? Luego te quejas de mí.

Reflexioné unos instantes, pensé en cuál sería la manera más delicada de resumir la historia y, como siempre, me equivoqué:

—Le he tocado las tetas a mamá.

—¿ Qué? ¡¿Qué?! ¿Pero tú estás tonto?

—Sí, Sara, ¡sí! Estoy tonto, ¿vale? ¿Me dejas ya en paz?

Ella, al darse cuenta de lo realmente afectado que estaba, bajó de nuevo el tono y prosiguió:

—Bueno. Eh, no será para tanto, a mí me has hecho cosas peores y aquí estoy, ¿no?

—Es diferente —maticé.

—Sí, lo es. Por eso no lo puedes volver a hacer. Mira Burbujo, cuando estés…desesperado… —comenzó a decir bajando el tono como si se avergonzara—. Me avisas, ¿de acuerdo? Me llamas y… negociamos.

No dije nada, no supe qué decir.

—Ahora come y a la piscina, va, que me estoy asando de calor. ¿Cuánto tiempo llevas sin ventilar?

Al ver que seguía sin revitalizarme perseveró:

—Comeee vaaaa, ¡reacciona! ¡Come!

—No tengo hambre.

Viendo que las palabras no surgían efecto decidió pasar a la acción. Lenta y sensualmente se puso encima de mí, mirándome con sus ojos pícaros y bajando su cuerpo despacio hasta colocar su entrepierna sobre la mía, sujetando la mitad de su cuerpo con los brazos como si fuera a hacer flexiones, regalándome una visión exquisita de su escote. Estaba guapísima, con el pelo recogido en una trenza y sus enormes ojos observándome. Se apoyó entonces del todo, con sus enormes senos sombre mi pecho y movió ligeramente las caderas, restregando la braguita del biquini sobre mi miembro, separados solo por esta y mi pantaloncito del pijama.

—¿Te tengo que animar un poco para comer? —me susurró.

Tenerla encima y de manera tan dispuesta era muy morboso, pero contra todo pronóstico su maniobra tampoco me hizo reaccionar, ni física ni mentalmente.

—¿Qué te pasa? ¿Eh? ¿Está hoy perezosa? —musitó.

Siguió frotándose contra mí mientras me besaba el cuello sensualmente, rozándome incluso la oreja.

—Normalmente no te haces de rogar.

—No estoy de humor —advertí, aunque debo reconocer, que sí sentí mi entrepierna endurecerse ligeramente.

—¿Ya no te gusto, Burbujo? —preguntó sin dejar de moverse sobre mí, consiguiendo una medio erección.

Salió entonces de encima y se tumbó a mi lado sin dejar de mirarme seductoramente, me dio un par de sensuales picos y con su delicada mano retiró mi pantalón descubriendo mi falo algo más animado.

—Bueno, poco a poco —dijo acariciándomelo con la yema de los dedos, recorriendo mi tronco y mi glande.

Volvió a besarme, lentamente, rozando con su lengua mis labios y sin dejar de tocarme la incipiente erección.

—Primero… y después comes, ¿eh? —negoció como si hablara con un niño pequeño.

Me agarró la herramienta y comenzó a masturbarme, con maestría, pero se dio cuenta de que el vigor no era el habitual. Subió incluso los tocamientos, pero fue inútil, de hecho, casi estábamos retrocediendo.

—Pero bueno, está plasta tu picha hoy, eh. ¿Qué quieres hermanito? ¿Estás caprichoso?

Me agarró la mano y me la llevó a sus pechos, animándome a magrearlos mientras continuaba con la dificultosa paja. Yo me sentía débil y desganado a pesar de sus esfuerzos, y eso se notaba en la dureza de mi bulto, pero también en los tocamientos.

—¿Qué quieres? ¿Eh? Dime —insistió ella algo frustrada—. Cuéntame, no te cortes.

Dejó los tocamientos y se quitó la parte de arriba del biquini, mostrándome sus imponentes melones. Se los agarraba y los apretujaba a escasos centímetros de mi cara, como mostrando el género. Los acercó a mis labios, invitándome a chuparle los pezones, cosas que hice con poco interés. Me besó de nuevo, en la boca, el mentón, el cuello y fue bajando por mi pecho y el vientre, siguiendo un imaginario camino de besos hasta llegar a mi polla. La agarró entonces y comenzó a lamerla, todo sin dejar de mirarme, metiéndosela entonces en la boca y comenzando una felación. Recorría mi glande con su lengua mientras succionaba, primero lento y sensualmente y luego más rápido, casi con furia. Yo, a pesar de estar erecto, supe que era imposible que llegase al orgasmo, era como si no pudiera sentir del todo. Finalmente, asqueada, dejó lo que estaba haciendo y se tumbó a mi lado quejándose:

—Joder Burbujo, ya te vale, me siento como una mierda, como la tía más fea del universo.

—No eres tú, Sara —intenté explicarle.

—No, ya, si lo sé. Yo solo era un sucedáneo. Alguien a quien utilizar mientras pensabas en otra persona.

—Te prometo que nunca he pensado en otra persona.

—¿Y entonces? El otro día casi me violas y hoy, conmigo en plan peli porno, ni caso.

—Supongo que estoy deprimido.

—Tú no estás deprimido, lo que estás es salido y con un complejo de Edipo del copón. Y yo, que te intento aliviar, no soy suficiente para ti.

Estuvimos callados un par de minutos. La miré de reojo, desnuda a mi lado con solo la braga del biquini. Con sus imponentes tetas desparramadas hacia los lados por su tamaño. Eran definitivamente más grandes que las de mi madre, pero Eli era más estilizada, con piernas más torneadas y la cintura más delgada. Alargué el brazo y le acaricié un pecho de manera cariñosa.

—No me toques por pena, eh. Que yo lo hacía por echarte una mano.

—Lo sé —dije sin dejar de sobársela.

Me animé un poco y aumenté la intensidad de los tocamientos, magreándole ambos senos y jugando con sus pezones.

—¿A ti qué te pasa? Eres un rarito. ¿Es que hay que resistírsete para que te pongas cachondo? Déjame, anda.

Me puse encima de ella, restregando yo ahora mi bulto contra sus partes y manoseándole los pechos, animándome por momentos sin saber muy bien la razón.

—Pues nada, lleva tú la iniciativa, para eso estoy, para complacerte —dijo con ironía mostrándose impasible y desconcertada. Le agarré entonces la braga del biquini y se la quité por los pies, descubriendo su sexo depilado en forma de pequeño triangulito, coloqué mi glande en su entrada casi por instinto y en ese mismo momento ella hizo un movimiento pélvico y se libró.

—Ni lo sueñes.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Porque no. Solo faltaba eso, que me desvirgara el chalado de mi hermano.

—Pero Sara… —insistí volviéndome a colocar, pero con ella evitándolo con sutiles meneos de cadera.

—Estate quieto, capullo. Te he pajeado, te la he chupado, te he dejado que me metas mano, que te restriegues, de todo. Pero no me vas a follar.

—Pero si tú también disfrutaste, no seas condescendiente —me quejé.

—Mira, Burbujo, soy una romántica, ¿vale? Y mi recuerdo de la primera vez no será con el depresivo, salido y sociópata de mi hermano. Toquetéame, chúpame, frótate, te la chupo, te toco, decide. ¡Todo!, menos esto.

Algo de razón tenía, ya que la mezcla de probar cosas nuevas con su negativa me había puesto caliente como nunca, olvidando por completo mi lamentable estado anímico. La agarré de las nalgas para intentar inmovilizarla, pero conseguía resistirse sin demasiado esfuerzo. De hecho, ni siquiera parecía nerviosa o violentada.

—Sara, esto es lo que necesito.

—¡Sí claro! —exclamó con sarcasmo—. ¡Esto es lo que necesita el nene! El nene necesita tocarme, el nene necesita una paja… Oye, me pides demasiado.

Mientras se justificaba yo había cambiado de estrategia, tumbándome a un lado y acariciándole el clítoris tal y como sabía que le gustaba.

—¡Mm! ¿Qué haces? Con esto no me vas a convencer eh, solo harás que te haga trabajar —me dijo con la voz entrecortada.

—Quiero que disfrutes tú también —afirmé.

Lo estaba haciendo, era obvio, aunque intentara disimular. Seguí metiéndole mano, apretujándole los senos mientras jugaba con su pepita de placer.

—Burbujo…

—Shh, calla y disfruta. Esto es lo que necesitaba, que tú también lo desearas.

—Mm. ¡Mm!

Notaba su cuerpo contraerse por el placer, incluso movía los glúteos para seguir mis caricias, acentuando así el gozo.

—¡Mm! ¡¡Oh!! ¡Mmm!

—¿Ves como también te gusta?

—Joder, me has toqueteado por todas partes, ya te lo dije, no soy de piedra —se justificó.

—Sin embargo, prefieres que te la meta cualquiera que no yo, que soy el hombre que más te quiere en el mundo —argumenté.

—No empieces, mm, ¡mm!

Sus gemidos eran sordos y profundos, autolimitados, disimulados pero cada vez con más dificultad. Podía sentir su entrepierna completamente lubricada.

Seguí.

—¡Mm! ¡¡Mm!! ¡¡Mm!! ¡Mmm!

El cuerpo de mi hermana temblaba como si fuera la cosa más frágil del mundo, pero cuando vi que estaba cerca de llegar al punto de no retorno, bajé el ritmo lenta y frustrantemente hasta detenerme.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —se quejó desesperada.

—Necesito más Sara —informé mientras volvía a tumbarme sobre ella con la bayoneta tiesa como nunca.

—¿Cómo? —preguntó realmente confusa, increíblemente ajena a mi plan.

—Quiero estar dentro de ti. Te amo más que a nada y no permitiré que te desvirgue cualquiera.

Ella me estudió con rostro desvalido mientras le abría las piernas y me colocaba, puse de nuevo mi glande en la entrada de su orificio y antes de empujar la miré fijamente a los ojos, como esperando la autorización definitiva. Mi hermana me aguantó la mirada unos segundos, reflexionando, cerró los ojos y miró hacia arriba vencida. La penetré, lentamente, pero sin detenerme hasta que mis testículos toparon con su pubis. Ambos gemimos en una mezcla de placer, incomodidad y algo de dolor.

—¡Ahhrgg! ¡Ahh! ¡Ahhh! ¡¡Mm!!

Sentí mi miembro totalmente aprisionado en su estrecho y virginal conducto. Aunque también era mi primera vez, creo que la exagerada lubricación compensó en cierta manera su inexperiencia.

—¿Te duele? Mmm. ¡Mm! ¿Estás bien? —pregunté mientras comenzaba a moverme con extrema delicadeza y dificultad en su interior.

—¡Ahh! ¡Ahhh! Sí, sí, pero sigue, sigue.

Moví mis caderas, comenzando un arduo y corto recorrido de mete-saca que no por ello era menos placentero. Podía sentir su dolor, pero también su placer, en su vientre se marcaban las abdominales como nunca antes por el esfuerzo.

—¡¡Ahh!! ¡Ahhh! ¡Ahhhh!

A cada pequeña acometida mía Sara me respondía con un espasmo, aunque poco a poco conseguía que mi falo se moviera con algo más de libertad.

—Joder, joder Sara, ¡mm! ¡Mm! Que estrecha eres tía, no voy a durar nada.

—¡Ah! ¡Ahh! Tranquilo, tranquilo, es normal que no lleguemos al orgasmo la primera vez. ¡Sigue!

Noté entonces una considerable mejoría y pude penetrarla mejor, más profundamente y con un recorrido también más largo.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡¡Ah!! ¡¡Ahh!!

Mi hermana gimió como nunca, poseída, fue como si de repente hubiera encontrado una tecla mágica. Grititos seguidos y cortos pero intensos, sin parar. Me rodeó con sus piernas y comenzó a acompañar mis embestidas, se penetró hasta lo más profundo y pude notar hasta cinco largos espasmos, estando convencido de que, contra todo pronóstico, había llegado al orgasmo. Sentí entonces su cuerpo relajarse.

—Hostias, pues al final sí que me he corrido —confirmó entre una risita nerviosa.

Yo la observaba sorprendido y me animé a preguntar:

—Sara… pero… ¿puedo seguir?

—Me has destrozado Burbujo, tienes dos minutos.

Me lo tomé al pie de la letra y sin previo aviso seguí con las arremetidas, contundentes y profundas. Sabiendo que era su primera vez, pensé que realmente sería una máquina del sexo. Sara gemía de incomodidad, pero aguantando estoicamente, y yo seguí embistiéndola hasta hacer crujir la cama.

—¡Au! ¡Au! ¡Ai! ¡Arrg! Vamos hermanito, vamos, termina ya, ¡Oh!

Seguí penetrándola con furia, viendo sus tetas rebotar con cada ataque, creí que la cama terminaría por ceder.

—¡Ohh! ¡Ohh! ¡¡Oh!! ¡¡Ohh!! Sara, mmm, mmm, eres increíble, ¡ah!

Le agarré el culo, la penetré hasta lo más hondo corriéndome en su interior, llegando a un descomunal orgasmo y descargando todo mi semen. Completamente extenuado, salí de su interior y me tumbé a su lado. Durante largos minutos solo se oían nuestras respiraciones intentando recuperar el aliento.

—Primero te corres en mi boca y ahora quieres preñarme, eres un cabrón niño burbuja.

—Ni lo he pensado —me excusé.

Pasó otro rato, de descanso, de reflexión. Bromeé:

—Ha sido el mejor polvo de mi vida.

—Sí, claro. Ahora come de una puta vez.

XI

Sara tardó dos días en recuperarse, dolorida, aunque soportable según decía. Yo me sentía mucho más animado y, después de la forzada espera, volvimos a hacerlo. Durante una larga semana fue un no parar, algunos días dos veces. Follamos en la ducha, en la piscina, en el salón, aprovechándonos de que mi madre había empalmado una racha de trabajo.

 La mañana del sábado me desperté con una colosal erección y también hambriento. Viendo que era muy temprano fui directo a la cocina, pero por el camino me encontré con mi madre a la que, gracias a mi hermana y mi corta depresión, había conseguido dejar completamente en paz durante diez días. Estaba limpiando el salón, armada con un spray y una bayeta, y su vestimenta me pareció una crueldad, una provocación y una temeridad:

Llevaba puesto un top deportivo azul marino y un legging corto del mismo color, tan ajustado como pequeño.

Abrillantando la mesita la veía en pompa, inclinada mientras frotaba ajena a mi presencia. Su culo era impresionante, inmejorable, una especie de corazón invertido, y le acompañaban unas piernas igual de perfectas y una cintura estrecha y firme. Apenas tenía perspectiva para verle los pechos, pero no fue necesario, me acerqué sigilosamente por detrás y clavé mi volcán matutino en sus pecaminosas nalgas. Ella dio un respingo por el susto al sentirme y, aunque supongo que en seguida se daría cuenta de lo que estaba pasando, siguió pasando la bayeta por la madera como si nada.

—Buenos días —dije consiguiendo un siniestro e involuntario saludo.

—He comprado mantequilla —anunció, recordando que se había terminado y supongo que intentando tener una conversación normal incluso con mi sable intentándola ensartar.

—Se me ha pasado el hambre —dije restregándome y agarrándola por las caderas.

—Para —dijo entonces ella, empujándome con una mano y apartándose. Su voz, más que autoritaria, era de paciencia.

Comenzó entonces a sacudir los cojines del sofá, pero la postura era la misma, medio inclinada mostrándome las espectaculares posaderas. Insistí, acercándome de nuevo hasta chocar con mi falo en sus glúteos.

—Es difícil parar si vas medio desnuda por casa, Eli.

Me imaginé un guantazo, un reproche o por lo menos que me recordara que la llamase mamá, pero no sucedió, aguantando de nuevo mi carne contra su anatomía con desdén. Volví a agarrarle las caderas y me restregué a placer, recorriendo todo su culo con mi órgano viril, transitando por sus dos nalgas y la raja marcada en la ropa. Ella siguió adecentando el sofá ante mi sorpresa. Me deleité un poco más y le agarré ambos pechos con mis manos desde detrás, instante en el que volvió a separarse de manera brusca exclamando:

—¡Que pares te he dicho!

Se quedó de nuevo de espaldas a mí, pero esta vez erguida, mirando el brazo del sofá disimulando, como si reflexionara sobre qué hacer. Contraataqué, arrimándome de nuevo y sobándole los pechos con una mano y con la otra su sexo por encima de la escasa ropa, todo desde la retaguardia, sin haberle visto casi la cara desde que me había encontrado con ella.

—¡Mierda! —profirió mientras forcejeaba sin éxito.

La sobé todo lo que pude, las tetas, la entrepierna, el culo, sin dejar ni un momento de frotarme con mis partes nobles, pero finalmente consiguió zafarse de nuevo, se quedó a un metro mirándome y me dijo con auténtica autoridad:

—Inténtalo otra vez y te encierro en un internado. ¡O en un manicomio!

Frustrado y consciente de que no conseguiría nada abandoné la estancia, pero en vez de ir a mi primer objetivo que era la cocina subí las escaleras en dirección a la habitación de mi hermana. Recordé su frase:

“Mira Burbujo, cuando estés… desesperado… me avisas, ¿de acuerdo? Me llamas y… negociamos.”

Invadí su habitación y nos metimos en su cama, mi titánica erección y yo. El calor había descendido un poco, y aunque estaba destapada, observé que a su top de pijama lo complementaba un pantalón fino pero largo. Estaba tumbada mirando al techo y me coloqué de lado, rozándole el muslo con mi entrepierna. Ella se despertó, analizó la situación unos segundos y me dijo:

—Joder Burbujo, que estoy sobadísima.

—He tenido un encuentro con mamá, o mejor dicho un desencuentro.

—¿Por eso vienes? ¿A desahogarte conmigo? —dijo no sin cierta crítica.

—Eso me dijiste, ¿no? Que si me pasaba algo así te viniera a buscar —respondí olvidando de nuevo cualquier diplomacia o tacto.

—Espero que no le hayas metido mano por lo menos —afirmó con voz somnolienta.

—Lo he intentado, pero no se ha dejado.

—Jo-der, qué mal estás tío —comenzó a decir sin conseguir desperezarse—. Mira, tengo mucho sueño, hazte una paja o ven luego, ¿vale?

—¡Sara! —me quejé.

—Oye tío, sin exigencias eh, que no soy tu puta.

—Jolín no me dejes así —supliqué.

Ella rio antes de replicar:

—¿Jolín? ¿Ahora que empezabas a hablar normal? Cuidado que se me irá la libido para siempre.

—Sara, por favor…

—Está bien, está bien. Hazme lo que quieras anda, pero no me hagas trabajar.

Como un niño el día de navidad le quité el pantalón nervioso, patosamente, comprobando que debajo no llevaba ropa interior. Le sobé un poco las tetas por encima del top, le acaricié el sexo casi de forma protocolaria y rápidamente le abrí las piernas y me coloqué encima, penetrándola.

—¡Au! Joder Burbujo, un poco de delicadeza coño —se quejó ella sin ni siquiera abrir los ojos.

Comencé las acometidas a un cierto ritmo, siendo menos placenteras de lo habitual per la escasa lubricación, pero disfrutables igualmente. Los chirridos de la cama se acompasaron perfectamente con el ruido de mis caderas golpeando su pelvis. Seguí embistiéndola de manera algo mecánica, magreándole de nuevo los pechos para animarme un poco pero poco ayudado por su pasividad.

—Mm, mm. Muévete un poco. Sara, porfi…

—Lo quieres todo tú también —dijo ella acompañando ligeramente mis movimientos con indiferencia.

Parecía demasiado abstraída para participar, sin ni siquiera abrir los ojos, y yo estaba perdiendo un poco el impulso del principio.

—Date la vuelta —le dije sacando mi pedazo de carne de su conducto.

—¿Qué? ¿El perrito? Ni lo sueñes, eso cansa, haberte esperado a que desayunara.

—Que no, que estarás tumbada, tu déjame a mí —dije.

Ella obedeció con desgana y yo me coloqué, con mis piernas a cada lado de su cuerpo y la penetré desde esta nueva postura.

—Mm. ¡Mm! Eso es, mucho mejor —anuncié.

La visión de su rotundo culo me animó, pero con el invento no conseguía penetrarla profundamente, sintiendo que solo entraba la mitad de mi falo y, aunque el morbo y el cambio me resultaron estimulantes en un principio, pronto sentí de nuevo un cierto tedio.

—Mm. ¡Oh! ¡Oh! —gemía mientras subía la fuerza de las acometidas.

—¡Mm! ¡Mm! ¡Mm!

Terminé por salir, observando su deseable cuerpo sin entender muy bien qué estaba fallando.

—¿Ya estás? —preguntó ella casi entre sueños, hiriendo de nuevo mi ego.

—Espera —dije.

Coloqué entonces el glande en la entrada de un nuevo orificio, el de su ano, apretujándolo para acomodarlo y recuperando la vigorosidad ante la nueva expectativa. Ella sacudió su culo y me dijo:

—¿Qué coño te crees qué haces?

Parecía ofendida, sin rastro del sueño que le acompañada desde que había llegado.

—¿Pero no me has dicho que te haga lo que quiera? —me lamenté.

—Sí joder, claro, pero es una expresión eh. No te hagas el rarito que suficiente lo eres.

—Pero…

—Que no hombre que no, ni de coña. Y ves terminando o te acabarás haciendo una paja, y esta vez ca en serio, llorica.

—Pero sara es que solo con verte en esta posición me he puesto a mil.

—Pues te jodes.

Durante unos segundos dejamos de discutir, pero mi terquedad aumentaba junto con mi excitación, volviendo a colocar mi aparato en su culo en un nuevo intento.

—¡¿Pero que no me has oído o qué?!

Recordando sus anteriores negativas que acababan en nada, forcejeé con ella sin cesar mis intenciones, agarrándola de las caderas para que estuviera quieta.

—¡¡Burbujo!!

El nuevo conducto era estrecho, más incluso que su vagina el día que nos estrenamos, y parecía imposible de asaltar sin su ayuda.

—Por favor Sara, por favor, por favor, por favor, ¿qué te cuesta?

—¡¿Cómo que qué me cuesta?! Hace nada me dolió el coño dos días por tu culpa, ¿y ahora quieres desflorarme otro agujero?

—Intentémoslo solo un poquito —rogué mientras presionaba contra su agujero.

—Solo un poco más, lo necesito.

—¿Ya empiezas? ¿Te crees que me vas a convencer siempre así? A que me giro y te doy una hostia.

Hice oídos sordos, luchando con ella y mi nuevo objetivo excitadísimo, agarrándole una mano la cadera y colocando la otra en su espalda para presionar mejor.

—¡¡Pol!!

—Vamos Sara, si no he entrado y ya casi me estoy a punto de correr, ni te vas a enterar.

—Para, joder, que me estás haciendo daño.

—Te lo suplico, es lo último que te pido, te lo juro.

—¡Arg! ¡Au!

Seguí presionando hasta que conseguí meterme, el glande entero y parte del tronco, notándome deliciosamente apretujado en su interior.

—¡Ah! Joder, ¡Mierda! ¡Mierda! —se quejó ella sufriendo.

—Ya está hermanita, ya está, ya casi estoy —anuncié empujando hasta meter el resto, sintiendo una mágica sensación al encontrarse mis testículos con sus nalgas.

—¡Oh! ¡Oh! ¡¡Oh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohhh!! Me encanta Sara. ¡Me encanta! Me gusta más que todo, ¡mmm!

Apenas podía moverme, pero la embestía igual disfrutando de la fricción.

—¡Ahhrgg! ¡Ahh! ¡Ahhh! ¡¡Mm!!

Conseguí maniobrar lo suficiente, sin comodidad, pero con mucho placer, pudiendo notar mis huevos rebotando contra su culo.

—¡Ohh! ¡Ohh! ¡¡Oh!! ¡¡Ohh!! Sara, mmm, mmm, ¡Sara! ¡¡Sara!! ¡ah!

Me corrí, frustrado por no aguantar más, pero alcanzando un excepcional orgasmo, contando hasta siete espasmos dentro de su culo y descargando en él toda mi leche. Mi polla seguía tiesa e incluso retirarme fue una maniobra difícil y algo brusca. Como de costumbre me tumbé a su lado, recuperando el aliento y diciéndole:

—Te quiero muchísimo.

—Eres un imbécil —me recriminó enseguida.

No era como en veces anteriores, que me insultaba entre bromas, parecía realmente sincera.

—¿Sara?

—Ya me has oído. Eres un gilipollas. Te crees que puedes hacer lo que quieres, que como has sufrido en la vida tenemos que estar todos dispuestos para ti. Las cosas no van así.

—Pero…

—Déjame en paz anda, vete a tu puta habitación, o donde quieras.

—Pero si yo pensaba…

—¿Qué? ¿Eh? ¿Que no es sí? ¿Qué para es “bueno vale”? Cuando salgas al mundo vas a flipar con los nuevos tiempos.

—Pero si siempre te quejas y luego disfrutas, ¿cómo voy a saber yo…?

—Mira, Pol. De verdad, déjame sola. Y no vuelvas a hablarme hasta que lo haga yo.

XII

Los siguientes días nadie me habló en casa, me sentí más solo que en mis anteriores años de reclusión. El verano comenzaba a llegar a su fin, y yo casi estaba deseando volver a una cierta normalidad. No sabía que planes había conmigo, pero era consciente de que no era el momento para preguntar nada. A mi madre apenas la veía, pasando más tiempo en su dormitorio que con nosotros, y Sara me seguía castigando con su indiferencia.

Una tarde, algo preocupado, fui a la habitación de mi madre para ver si se encontraba bien. Estaba estirada, aparentemente dormida, vestida solo con un vaporoso camisón con reflejos plateados. Ni siquiera había bajado las persianas.

—¿Eli?

No hubo respuesta.

Miré en su mesita de noche y vi un tarro con pastillas. Alarmado, lo agarré enseguida y me leí el prospecto. Eran somníferos, y por suerte, ayudado también por mi móvil y Google, comprobé que era realmente difícil tener ningún tipo de percance médico con ellos. Como mucho, en una supuesta sobredosis, te afectaba a la conciencia y la alerta, sin llegar a ser peligrosas para la vida.

—¿Eli? —insistí.

No dijo nada, se movía ligeramente, pero sin llegar a estar consciente, como sumergida en el más profundo de los sueños. La insólita situación animó al monstruo que llevaba dentro y noté endurecerse mi entrepierna. Recordé los reproches de mi hermana, certeros e hirientes, pero ni estos reprimieron mi mirada lasciva que devoraban sus preciosas y desprotegidas piernas.

—¿Mamá? —dije acariciándole un muslo.

Quería irme, pero mi cerebro estaba envenenado.

«La acaricio solo un poquito y me voy», me dije.

—¿Mami? —lo intenté de nuevo sin dejar de manosearle la pierna.

Era consciente de que yo era el responsable de la situación, pero estaba demasiado enfermo como para actuar correctamente. Desde que todo había comenzado, pensaba que tenía que conquistar ciertas sensaciones para “curarme”, pero lo cierto es que cada vez que cumplía un objetivo se añadía otro, y otro, y así sin parar. Tenía claro que mi madre no era mi hermana, que nunca cedería a nada, ni siquiera a una paja por compasión, y esa certeza hizo que me sintiera delante de una ocasión única.

Le agarré con sumo cuidado el camisón y se lo quité, no sin cierta dificultad, pero evitando cualquier tipo de brusquedad. Apareció ante mí una mujer espectacular, la luna y el sol, con su piercing y el tatuaje completamente al descubierto y sus preciosos pechos con los pezones coronados por sensuales areolas. Vi que llevaba unas bragas negras debajo del camisón y me juré respetarlas.

—¿Estás bien? —pregunté tragando saliva con la respiración acelerada.

Era indudablemente preciosa, espectacular, y estaba indefensa.

«Le toco un pecho y me voy» me engañé.

Rocé primero sus puntiagudos pezones, rodeándolos con la yema de mis dedos para después agarrarle las tetas, apretándolas con las manos con fineza.

—Mmm Eli, qué buena que estás.

Las manoseé, desesperado, de nuevo sintiendo una contrarreloj, pero ella no parecía reaccionar lo más mínimo.

«Un poco de coño, solo esta vez».

Sin olvidarme de sus pechos le acaricié también el sexo por encima de las braguitas. Me gustaba todo de ella: sus tetas, su culo, su vientre, su cara, sus piernas…

Asustado, pero demasiado excitado, me desnudé por completo, liberando mi falo duro como el titanio.

«Me restriego un poco, me hago una paja sobre su escote, y punto».

En aquel momento ya no engañaba a nadie y mucho menos a mí mismo, tanto es así que lo primero que hice fue quitarle las bragas y deleitarme con su sexo, depilado de manera muy similar al de Sara, expuesto frente a mí como una jugosa y prohibida fruta. Me di cuenta que no recordaba haber visto nunca a mi madre desnuda, ni siquiera de niño o solo la parte de arriba. Mi peculiar situación y su pudor lo habían impedido. Le abrí las piernas, me tumbé sobre ella y coloqué mi polla en la entrada de su ansiado orificio. La punta de mi herramienta sintió un ligero flujo al entrar en contacto, la idea de que estuviera lubricada me excitó aún más.

«Mmm, Eli, ¿con qué estás soñando? ¿Te he despertado una fantasía con mis tocamientos? ¿O quizás eres consciente de que soy yo quién está aquí afuera?».

La penetré con absoluta delicadeza, como si estuviera profanando una reliquia y temiera la maldición posterior, como si fuera tan frágil que pudiera romperse con un simple zarandeo. Mi miembro entró en su interior sin dificultad, como el cuchillo que atraviesa la mantequilla caliente, y yo sentí un placer indescriptible. Emití un pequeño gemido, pero me pareció sucio, impuro, y me esforcé por reprimirme.

Comencé a mover las caderas manteniendo mi falo quieto, con mis testículos contra su pelvis, sin hacer la acción de meter y sacar, solo moviéndome. El placer era enorme, exagerado, ciclópeo, casi místico. Por primera vez me creía al final de un camino, terminando mi gran búsqueda y disfrutando del éxito.

—Mamá, así quieres que te llame, ¿verdad? —susurré aumentando el ritmo de los movimientos.

Ella no decía ni hacía nada, pudiendo observar yo ahora sus hermosos pechos danzar al ritmo de mis acometidas. Lo interpreté como una provocación y los agarré con ambas manos, estrujándolos mientras seguía penetrándola, esforzándome por no perder el equilibrio.

—¡Mm! Te amo, mamá.

Ni la boca, ni el coño, ni las tetas, ni las manos ni el culo de Sara me habían podido proporcionar el morbo y el placer de estar disfrutando de mi madre. “El coño”, qué gran palabra. Hacía tiempo que disfrutaba del lenguaje soez y del sexo mucho más que de la filosofía y la ópera. Sentí ganas de gemir, gritar, vociferar hasta desgañitarme, pero me reprimí sustituyéndolo por profundos suspiros, honrando el celestial momento que estaba viviendo.

Pensé en darle la vuelta. Probarla desde otra posición o incluso otro orificio, pero estaba tan excitado que sentí que con solo sacarla podía correrme y decidí continuar tal y como estábamos. Le sobaba las tetas con desesperación, recordando la represión y amargura de las últimas semanas. La besé en los labios, pero la sentí demasiado inconsciente y preferí seguir con el acto “sin amor”.

—Eres una Diosa, un pecado, o quizás un súcubo —desbarré mientras seguía arremetiendo contra su anatomía.

Oí chirriar la cama y la experiencia me dijo que ya habíamos alcanzado la velocidad de crucero, penetrándola ahora profunda y contundentemente.

—¡Mm! ¡Mm! ¡¡Mm!! —fui incapaz de reprimir.

Abandoné sus pechos, le subí las piernas aprisionándolas entre mis brazos y mi cuerpo y le agarré el culo con ambas manos, embistiéndola ahora salvajemente. Sus tetas, liberadas de toda poesía, rebotaban hacia todas partes sin control e incluso me pareció que ella también gemía.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Oh! ¡Ohh!

Finalmente eyaculé, descargando toda mi simiente en su interior y apretujándole las nalgas de manera casi violencia a medida que los espasmos se sucedían. Me tumbé a su lado y la observé durante más de veinte minutos, preciosa, sensual, pecaminosa, ultrajada…

Cuando recobré las fuerzas, volví a colocarle las bragas observando que en sus glúteos aún permanecían las marcas de mis dedos. Le puse también el camisón, la adecenté y me dispuse a salir de su dormitorio. Antes de irme la observé por última vez desde la puerta y dije:

—Estoy rodeado de buenas mujeres.

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