C. VELARDE
23. MARCADAS
JORGE SOTO
Jueves 15 de diciembre
7:20 hrs.
No supe a qué hora llegó Livia esa noche. Cuando abrí los ojos ella ya estaba haciendo el desayuno y había puesto mi traje y camisa del día encima del escritorio, sobre su Mac y mi vieja computadora.
Sentí punzadas en la cabeza producto de la resaca y vi las famosas lucecitas que avisan de una inmediata migraña. Corrí al botiquín del baño y me tomé un par de pastillas para que ese puto dolor no me fuera a llegar. Me bañé de prisa y me vestí.
Luego salí a la mesa donde mi novia ya estaba desayunando.
—No me despertaste —le comenté, bostezando.
Livia ya estaba maquillada y peinada, sólo faltaba ponerse su ropa. Tenía puesto un albornoz blanco.
—Ya te había advertido que no volvería a ejercer de tu despertador cuando bebieras. Vi las botellas tiradas alrededor de la cama, Jorge, ¿cómo es posible esto? Como me entere que lo agarrarás de vicio la pasaremos mal.
Di un mordisco a un pan al que le unté un poco de mantequilla y la miré a la cara. Estaba serena, hermosa, brillante. Pero seria.
—Ya te dije que cada vez que me dejes solo por las noches me emborracharé hasta que tengas compasión por mí —respondí, bebiendo un poco de jugo de naranja.
Livia ni siquiera me observó. La oí resollar, enfadada, y me dijo:
—Las cosas no funcionarán mientras continúes teniendo tus estúpidas actitudes de niño de cinco años, Jorge. Te recuerdo que ya eres un hombre y que ya te he advertido mil veces que ya no voy a ceder ante tus chantajes. Como te digo, no te despertaré más. Si un día te quedas dormido te dejaré allí y yo me iré en taxi.
—Tranquila, Livy, que solo estaba bromeando —quise remediar la conversación—. Te prometo que no volveré a beber.
—¡Anoche llegué a casa a las tres de la madrugada! Apenas he dormido tres horas y hoy tengo una reunión importante al mediodía en la que tengo que estar al 100%. En cambio, lo único que te pido a ti es que me apoyes, que seas el remo que me ayude avanzar, ¿y qué haces?, te pones ebrio (un hábito del que nunca creí que padecerías) y encima quieres que te levante a tus horas como si no tuviera más que hacer.
No le respondí. Tenía razón.
—Ah, y para la próxima vez prefiero que dejes mi ropa tirada en el suelo y mi zapatos desperdigados antes que los arruines metiéndolos en el horno de microondas.
Elevé la cabeza y la miré asombrado. Según yo, los tacones los había metido en la alacena…
¿O no?
—Y no me mires como si no lo hubieras hecho, Jorge, por Dios, que eso me fastidia. En lugar de hacer tus niñerías sé sincero conmigo y dime qué fregados te pasa, que yo no te puedo interpretar. ¡En esta casa parece que Bacteria tiene más sentido común que tú! ¡Madura, maldita sea!
Se levantó de la mesa abruptamente y me dejó desayunando solo. Cerré los ojos y caí en la cuenta de cómo me estaba comportando. Livia tenía razón.
Entré al cuarto con los ojos aguados mientras ella estaba de frente al espejo, poniéndose las pantimedias. Me dirigí al baño sin decirle nada y, con un labial que encontré en el borde del lavamanos, escribí con letras grandes:
Te Joli
Tuyo, Jorge
Salí de nuevo de la habitación y me senté entristecido en el sofá, esperando que mi princesa estuviera lista para irnos a La Sede.
Al poco rato la sentí llegar detrás de mí, se sentó a mi lado con cuidado y me abrazó como la madre que consuela a su hijo pequeño.
—Yo también te Joli, mi vida —me susurró con un nudo en la garganta, frotándome la cabeza. Su actitud áspera de antes había cambiado—, tuya… Livia. Perdón si te ofendí.
Cuando elevé mi cara ella se sorprendió de que me estuvieran escurriendo lágrimas por las mejillas. Quedó tan chockeada que no supo qué hacer. Nunca me había visto llorar, y menos por ella.
—Siento que te estoy perdiendo, Livia —dije entre sollozos—, y tengo miedo, un puto e intenso miedo de perderte y que me hace cometer y decir locuras. Mis pesadillas suelen ser sobre ya no verte a mi lado al amanecer; a que un día salgas por esa puerta y ya no vuelvas conmigo. A que un día me digas que has dejado de amarme y que te irás con otro.
Los ojos de mi novia se cristalizaron mientras sus labios temblaban, recogiéndome las lágrimas con los dedos. Estaba pasmada, incapacitada para decirme nada.
—Yo no sé si soportaría estar sin ti, Livia, entre otras cosas porque tú eres lo único que me queda, porque, aunque mi hermana está allí… es como si no estuviera. Mis sobrinas, que tanto amo, están lejos, muy lejos de mí, y los hermanos de mi madre hace mucho que no los veo. No tengo a nadie, mi amor, sólo te tengo a ti, y te estás desvaneciendo entre mis dedos.
Livia continuó estremecida, acunando con sus manos mi barbilla. Entonces recordé a Pato y a Fede y recordé que los tenía a ellos también.
—Es probable que pienses que soy débil y un perfecto imbécil, pero es que ya no he encontrado una forma más sentida de decirte que te amo; que nunca he visualizado mi vida futura sin ti, que en todos mis proyectos del mañana estás tú, sólo tú. Es en serio, Livia mía; todo lo que hago, bueno o malo, lo hago por ti, porque te amo, porque quiero hacerte feliz. Esa es la única verdad. Nunca antes te sentí tan lejos, teniéndote tan cerca, y es ese constante miedo a perderte lo que me hace reaccionar con… inmadurez, ¿yo qué culpa tengo de quererte y de que tú no me entiendas? Pero… aún así, a pesar de amarte tanto y de no saber si soportaría estar sin ti… quiero que seas sincera y me digas si me amas.
Los ojos de Livia seguían entornados, y su expresión era de confusión y pena.
—Porque si no me amas… yo me voy y…
—Jorge… mi hermoso bebé… —me sonrió en medio de su pasmo, besándome los labios con dulzura, así como antes, como cuando nos hicimos novios—. No pienses en esas cosas… que te ponen mal. Yo no quiero ser la responsable de que te pase algo y… Mira, bebé, no pienses en eso, por favor.
Luego me miró y lo hizo con aquella ternura semejante al día que le regalé una rosa de chocolate al salir de La Sede y ella me dijo “Hola” por primera vez.
—Livia, por favor, sólo dime si…
—Tú eres todo para mí, Jorge —me interrumpió, colocando su frente sobre la mía, mientras nos frotábamos la nariz—. Pero a lo mejor tú me estás… idolatrando de una manera que no merezco. —No entendía a lo que se refería—. A lo mejor no soy tan buena y perfecta como creías. A lo mejor no merezco que me ames como me amas.
—¿Por qué me dices eso, Livy?
Su mirada era una nostalgia personificada.
—Porque ni yo misma sé quién soy, mi pecosín. Es como… si de un tiempo para acá apenas me estuviera redescubriendo, y no supiera quién soy en realidad.
—Lo sé, lo he notado —admití—, pero a lo mejor es culpa del estrés al que te tiene sometida ese Bisonte de porquería.
Livia sonrió ante mis impertinencias. Luego se puso seria y me pidió que la mirara a los ojos, diciéndome:
—Si un día ves que me estoy perdiendo, Jorge… que me estoy hundiendo en un pantano espeso colmado de perversidad y vileza; sálvame, por favor; sálvame aunque ya no me ames ni sientas ningún respeto por mí.
Sus palabras y el tono de su voz me dejaron petrificado.
—No te entiendo, Livia; de hecho me estás asustando.
—Sólo hazme esa promesa, bebé, y olvídate de lo demás.
—Si eso te hace sentir bien, entonces te lo prometo. Pero que sepas que nunca dejaré de amarte. Que nunca te dejaré caer… ni a un pantano ni al infierno mismo. Sólo te pido que no me mientas, nunca, que seas sincera por más dura que sea la verdad. Con todo lo que te amo… y todo lo que te idolatro, si un día… tú… me engañaras, Livia, yo no te lo perdonaría nunca.
Livia cerró los ojos y la vi soltar una lágrima. La noté impresionada, con angustia, y hasta el aire le faltó, pero a los pocos segundos recompuso su rostro, sonriéndome:
—El amor es tan volátil, querido, ya que así como se ama se aprende a odiar con la misma intensidad. Nunca me odies… no lo soportaría.
Volví a quedarme extrañado ante sus duras palabras. Pero me tranquilizó cuando la vi sonreír otra vez:
—Yo te prometo, Jorge, que si tú me salvas, yo también te salvaré. Y volveré a ser tu despertador. Esto sí quiero que lo tengas claro, mi angelito pelirrojo; yo no dejaré que nunca nadie te haga daño, y si… por alguna razón, el daño te lo hago yo… entonces apártate de mí, porque lo estaré haciendo sin darme cuenta.
—¡Livia, basta, que me arruinarás el día!
Ella se limpió los ojos, suspiró y se echó a reír.
—Sí, sí, tienes razón —dijo poniéndose en pie—, ¡mira que es tardísimo! Anda, vámonos ya. Sólo espérame a que me ponga los tacones y mejor pensemos qué haremos por la noche, que cumplimos un mes más de vivir juntos.
Esa conversación me había dejado mucho más tranquilo. De nuevo, Pato había tenido razón: él siempre tenía razón. Hablar sobre mis temores con Livia era lo que necesitaba para sentirme bien. Y al fin pude respirar.
Al poco rato escuché que tocaban el timbre de la puerta. Fui hacia allá más animado y abrí.
Me encontré con Ezequiel de frente. Se me hizo raro encontrarlo allí pues nunca se le despegaba a Aníbal ni siquiera para ir a cagar. Bueno, a lo mejor para eso sí.
—Qué tal, Ezequiel, ¿qué te trae a mi casa?
—Buen día, joven Jorge. Vengo a ver a la señorita Aldama, su prometida, por una encomienda que me ha dejado el señor Abascal.
—¿Aníbal? —me asombré, frunciendo el ceño—, ¿Aníbal te ha enviado por una encomienda para Livia?
—En realidad vengo a entregarle algo que le envió.
—¿Quieres pasar, Ezequiel?
—Aquí espero, joven.
—Como quieras.
Llamé a Livia a gritos y al poco rato ella apareció vestida con su look de oficina de ese día. Lucía espectacular. El perfume que se puso penetró en mis poros y me dieron ganas de lamerla.
—Livy, él es Ezequiel, la sombra de Aníbal —dije riendo para amenizar la tensa atmósfera.
El lugarteniente de mi cuñado permaneció rígido, inalterable. Ambos se saludaron con un asentimiento y después Livia me miró de reojo con las mismas incógnitas que yo tenía, así que sólo quedó encogerme de hombros.
—Usted dirá, Ezequiel —murmuró mi novia.
—El señor Abascal me ha pedido que le entregue las llaves de su nuevo vehículo que ha gestionado a través de La Sede, señorita Aldama, pues ya que usted es asistenta personal del señor Valentino Russo, que además de jefe del departamento de prensa también es coordinador de campaña, el señor Abascal ha considerado que es imperativo que usted también tenga acceso a una buena movilidad para cuando sea necesario desplazarse con urgencia a un determinado lugar.
Por poco me caigo de culo al ver unas relucientes llaves pendiendo delante de Livia. Ella me miró con un gesto de asombro esperando mi aprobación.
—Anda, anda, agarra las llaves —le susurré sin poder creerme lo que estábamos presenciando.
Livia continuó estática, mirando a Ezequiel, quizá esperando que le dijera que todo era una broma.
—Que las recibas, mujer —le insistí, empujándola hacia adelante.
—Pero Jorge, ni siquiera sé conducir…
—Qué importa, recíbelas, que yo te enseño luego, no seas tonta —volví a susurrarle con insistencia.
Livia cogió las llaves de las manos del marido de Lola como si fuese una bomba atómica que estuviera a punto de explotar y suspiró.
Cuando el hombre de Aníbal se marchó no pude evitar soltar un grito de alegría y levantar al Livia por los aires, dándole un par de vueltas mientras ella gritaba riéndose para que la bajara.
—¡No me lo creo, Livy! ¡Un auto para ti… que bueno, claro… como tú no sabes conducir, tendré que conducirlo yo hasta que aprendas!
Livia estaba igual de asombrada que yo, y mucho más lo estuvo cuando bajamos al aparcadero y vimos un volvo blanco c30 en su versión del año, estacionado al costado de nuestro pollo desplumado.
—¡No inventes, Jorge…! ¿Qué… es esto? El auto… es… demasiado…
—¡Demasiado chingón y espectacular! —salté de gusto—. ¡Estoy seguro que Aníbal en realidad me lo ha querido obsequiar a mí! —dije acariciando la textura del volvo, admirando semejante belleza—, pero conociendo como es de cabrón de bromista conmigo, ha tramado toda esta jugarreta. ¡Anda, preciosa, ven, sube, que te abro la puerta como Jack a Rose en el titanic!
—Bueno, ya, pero que sepas que por la tarde me pasaré por la oficina de Abascal para agradecerle esto, por Dios…
—Sí, sí, mujer, lo que tú quieras.
Esa mañana vivimos un instante pleno de felicidad. De esos que casi nunca se repiten.
No obstante, ni siquiera por eso dejé de investigar cómo podría obtener los videos del aparcadero de la madrugada en que multaron a Valentino por “actos inmorales” en su Ferrari rojo.
LIVIA ALDAMA
Tiempo atrás
Viernes 25 de noviembre
17:23 hrs.
Por la mañana fui a llevar a la oficina de Valentino los bocetos que me había pedido. Los dejé sobre su escritorio y como una boba me puse a mirar unos cuadernos que tenían dibujos a mano cuyos trazos eran magistrales, realistas y atrayentes.
La mayoría eran mariposas, de muchos estilos, pero también había dragones, símbolos chinos, griegos y jeroglíficos mayas y aztecas. Hojeando el cuaderno me llamó la atención el dibujo de una mariposa monarca que desprendía pétalos de rosas siguiendo un camino ascendente. Me imaginé a un cuerpo esbelto como el de Leila luciéndolo, después de todo ya tenía una rosa tatuada. Visualicé perfectamente la mariposa justo en su espalda baja, un poco más arriba del preludio de las asentaderas, y los pequeños pétalos ascendiendo en una línea ondulante hasta la espalda alta.
—Esa mariposa te quedaría perfecta justo aquí —dijo Valentino que se apareció de imprevisto en el despacho, posicionándose detrás de mí.
Todo mi cuerpo se estremeció cuando sentí su tacto recorrerme desde la espalda baja hasta mi cuello, señalándome dónde es que quedaría perfecto ese tatuaje. Aunque su tacto fue por arriba de mi blusa sentí cómo su enorme dedo caliente me traspasaba la tela y me acariciaba mi tersa piel como un tizón al rojo vivo que se había trazado por toda mi carne, causándome una electricidad que me dejó sin aliento.
Me escalofrié de arriba abajo y estoy segura que él no pasó desapercibido el ligero gemido que escapó de mi garganta y las vistas de mis brazos desnudos cuya piel se me puso de gallina. Solté el cuaderno con dibujos para tatuajes sobre el escritorio y me giré abruptamente mirándolo a los ojos, los que irradiaban fuego y ferocidad mientras me contemplaban.
Valentino me sonrió, sin disculparse por esa caricia indiscreta que me había mojado las bragas. Como se me habían mojado todos los días por el simple hecho de acordarme de él, de escuchar su voz y de sentirlo tan cerca. Esas fotografías en mi nueva computadora (que no había tenido el valor de borrar) me seguían volviendo loca y eran las responsables de mis últimos desfogues en la cama con Jorge.
—Perdona, pensarás que soy una fisgona —me excusé con una voz casi inerte.
Por instinto apreté mis gordos muslos pues creí sentir que un fluido muy caliente resbalaba por mis piernas.
—Aunque también podría verse muy lindo por aquí —se acercó más a mí, acomodándome un mechón detrás de la oreja para después deslizar sus dedos medio y anular por el lateral derecho de mi cuello, el cual acarició con la punta de sus yemas haciéndome arder por dentro.
Sentí mis rodillas temblorosas y mi corazón latir frenético y desbocado.
—¿Te gustaría? —me preguntó con una voz hipnótica, dando un paso más hacia al frente, inclinando su cabeza hacia mis ojos.
Su exquisito aliento golpeó mi frente y yo lo aspiré completo. Mis pantorrillas chocaron contra el borde de su escritorio y estuve segura que si Valentino me empujaba un poco más hacia atrás yo terminaría sentada sobre el cristal, con mis piernas abiertas y él en medio de ellas.
Jadeé.
No obstante, continuamos así, demasiado juntos. Y juro por Dios que su entrepierna se aplastó contra mi vientre alto, y que un enorme bulto, duro y palpitante, se removió justo allí a través de mi blusa. La última vez que sentí ese pálpito y dureza fue la noche del bar, en que el tal Felipe se había restregado sobre mis nalgas. Y no lo podía olvidar.
El recuerdo de ese día aunado a la escena de esa mañana consiguió que mi corazón continuara retumbando, que mis pezones se pusieran duros debajo del sostén, y que mi vagina vibrara por dentro mientras potentes oleadas de fuego me quemaban.
“Livia” “Livia” me grité en mi fuero interno antes de perder el control y hacer… algo de lo que después me iba arrepentir. Pensando en ello lo empujé con suavidad hacia adelante y me desprendí de la muralla que me había mantenido acorralada contra su escritorio.
Caminé unos pasos hacia delante, dándole la espalda, y me quemé las neuronas pensando en decirle cualquier cosa, a fin de minimizar esa situación tan… bochornosa que acabábamos de tener. Encima la puerta estaba completamente cerrada, así que no tenía probabilidad de escapar tan pronto de allí.
—¿Y por qué tienes esos bocetos? —le pregunté.
—Me gusta tatuar.
Cuando me hube más tranquila me di la vuelta para mirarlo. Valentino tenía apoyadas sus nalgas en el mismo sitio donde yo había estado antes acorralada. Tenía sus largas y anchas piernas estiradas y sus pies cruzados.
Era un hombre monumental; pero, más que su cuerpo y su mismo falo, me atraía su seguridad.
En una mirada rápida bajé mis curiosos ojos hacia su entrepierna, sólo para descubrir que la dureza que había sentido en mi vientre era acorde con el tremendo paquete que se figuraba entre los pantalones. La verdad es que me dio tanta vergüenza que no supe si tenía que quedarme allí como estúpida, simulando que no pasaba nada, reclamarle por faltarme al respeto de esa manera y acusarlo de ¿acoso? (Si ni siquiera me había insinuado nada) o darme la media vuelta y echarme a correr oficina afuera.
Mi respuesta fue la obvia: quedarme para evitar parecer una cobarde. Lo cierto es que me sentía bastante incómoda e intimidada, porque sin ser una experta, por sentido común sabía que un hombre para que tenga una erección debe de estar cachondo, y dado que no había ninguna otra cosa que pudiera haberlo puesto así… concluí en que yo era la responsable.
—¿Te gustaría que te lo hiciera? —me preguntó de repente con una mirada impetuosa, dedicándome una sonrisa torcida.
—¿Perdona? —respondí con un vuelco en el corazón.
—El tatuaje de mariposa, en tu espalda —me aclaró con una risita demoniaca.
—Ah… —resoplé sintiéndome bastante ridícula.
“¡Por Dios guarra inmunda, ¿en qué estabas pensando?!”
Valentino volvió a sonreír, entreabriendo la boca y poniendo la punta de su lengua en la parte superior de sus perfectos y blancos dientes. Me quise morir de la vergüenza al creer que él se había dado cuenta de que yo había entendido sus palabras con una doble intención.
—Te digo que, en mi perfil bajo, juego carreras y hago tatuajes. Soy muy bueno en ello, tengo experiencia y por eso te digo que creo que… tú tienes una piel especialmente buena para mis rayones.
Tragué saliva.
—Todo un chico malo, ¿no? —dije para romper el hielo.
—La oveja negra de la familia —contestó.
—Al menos en algo somos iguales.
—¿Por qué?
—Porque ya también soy la oveja de la familia —reconocí.
—Únete a mi rebaño, entonces, te gustará.
Respiré hondo. Recé para que la distancia que había tomado entre mi jefe y yo, quedándome casi con mis glúteos rozando la puerta, no le resultara raro. No quería que se diera cuenta que me daba miedo estar tan cerca de él. Y ya no tanto por él… sino por lo que yo pudiera hacer.
Y, por otro lado, ¿qué sabía él sobre si mi piel era “especialmente buena” para sus rayones? Si nunca me había visto desnuda.
Él mismo me respondió, como si hubiera leído mi mente. ¿Tan predecible era?
—Verás, Livia: la piel femenina es el mejor lienzo para hacer arte. Especialmente las chicas que tienen una piel tan tersa como la tuya.
¿Le había valido con tocar mi cuello para determinar que mi piel era tersa?
—Ven —me pidió con peligrosa tonalidad, extendiéndome su mano—, te mostraré.
Una nueva oleada eléctrica me recorrió la espina dorsal. Aquella parecía la invitación de un lobo hambriento pidiendo a caperucita que se acercara a él antes de comérsela. Y como tal me sentía, temerosa.
—¿Para qué? —le pregunté directamente.
—Tú acércate y verás.
¿Qué quería? Barajé varios escenarios sobre sus intenciones y en todos acababa mal.
No sé por qué lo hice, pero mis piernas me obligaron a moverme. Fui lento, pero con mi espalda recta. Sólo se escuchaba el sonido de mis tacones y los resuellos de mi jefe que aguardaba impaciente tenerme enfrente. Me detuve medio metro delante de él, simulando valentía, y me dijo:
—Enséñame tu brazo.
Puesto que llevaba una blusa de mangas cortas, me pregunté si su intención era la de mostrarme en mi antebrazo desnudo las maravillas de tatuajes que podría hacerme justo allí.
Sintiendo que mi corazón se escapaba por la boca suspiré hondo y extendí mi brazo y él atrapó la muñeca con sus largas y cálidas manos. Observó mi piel con detenimiento y luego con sus yemas la frotó, dejándome una marca rojiza por donde quiera que se deslizara.
No pude evitar jadear y sacudirme de cuerpo entero. Mi cuero se volvió a erizar y, Valentino, maravillado, no pudo sino esbozar una sonrisa burlona al notar lo que me provocaba. ¡Por Dios!
—Tranquila —me susurró con su ronca voz cuando notó mis escalofríos—, eres bastante sensible, ¿verdad? —Como si hiciera falta preguntar.
—Sí, algo —respondí con obviedad.
—Perfecto —contestó casi con un gruñido.
—¿Perfecto? —No entendí por qué se alegraba.
—No me hagas caso —contestó sonriendo—; mira, aquí quedaría bien la mariposa. —Volvió a acariciar mi antebrazo y dibujó con sus dedos una mariposa invisible que iniciaba en mi muñeca. El contacto con su mano liberó un torrente de adrenalina que se esparció por todo mi cuerpo—. Y los pétalos de rosas podrían extenderse hasta por acá… así, más acá… hasta aquí… en la flexura del codo. —Sus yemas rosaron todo lo largo de mi antebrazo y me volví a estremecer.
Era imposible no tener una reacción impúdica ante los estímulos que me proporcionaban sus manos ásperas y abultadas producto del gimnasio. Eran tan diferentes a las palmas suaves de mi novio…
—Sí, supongo que ese tatuaje le quedaría bien a alguien que pudiera lucirlo —le dije, recogiendo mi brazo hacia mis costados.
—Tú lo lucirías perfectamente, Livia —Muy pocas veces pronunciaba mi nombre.
Sonreí con timidez sin darle una respuesta.
—Te juro que si yo pudiera tatuaría cada centímetro de tu piel.
—Ay, por Dios, qué dices —estallé en una risa nerviosa.
“A Valentino le gusta marcar a sus mujeres” me había dicho Leila el mismo día en que descubrimos que Catalina se había hecho un tatuaje en la parte cervical de la espalda. Era tan pequeño que apenas si lo pudimos notar un día que se quitó su saco. “Un tatuaje significa que ya se la folló y que le pertenece.”
“¿Tú cómo sabes?” le había preguntado a Leila asombrada, asqueándome de que, de ser verdad, Valentino fuera tan machista, posesivo y territorial.”
“No se te olvide que ahora que soy novia de mi Osito yo me entero de todo lo que pasa en La Sede. Fede tiene acceso a muchas cosas. Así que ya sabes, el día que me veas con una mariposa tatuada en el culo… es porque me he comido esa enorme polla.”
“Leila, por favor, que tienes novio.”
“Ya, ya bueno. Por cierto, Livy: dicen que Valentino nunca ha tenido novias, pero sí amigas con derechos. Y todas ellas llevan tatuada una mariposa en alguna parte de su cuerpo.”
“¿Y por qué les tatúa una mariposa y no otra cosa?” pregunté curiosa, “no sé, una rana o algo así.”
“Cuando atrapas una mariposa y la encierras, haciéndola de tu propiedad, ella ya no vuelve hacer la misma cuando la liberas.”
“¿Por qué ya no vuelve hacer la misma?”
“Porque pierden su voluntad y, al no saber a dónde ir, cuando las liberas se dejan morir.”
“Madre mía.”
Cuando escuché esa historia aborrecí a Valentino de verdad. Incluso me aterrorizó el hecho de que yo pudiera estar cerca de un tipo tan mezquino y frívolo como él. Lo vi como el peor de los hombres, el más rastrero y vil. No obstante… allí estaba yo esa mañana, aparentemente con inocencia, dejándome acariciar la espalda, el cuello y mi antebrazo por él, al tiempo que me proponía marcarme… como si fuera una de sus mujeres. Como si ya me hubiera poseído.
—Por cierto, Livia.
—¿Sí?
—¿Ya pensaste sobre mi propuesta para el 31 de diciembre?
—¿Tu propuesta de hacernos tus madrinas en las carreras de autos a Leila y a mí?
—En efecto —contestó—. Queda poco más de un mes, Livia, y me gustaría asegurar pronto sus nombres para la organización.
—Sí bueno…
—Mil dólares —me recordó con una sonrisa—, y mi compañía.
Me eché a reír por no saber de qué otra forma reaccionar.
—Bueno, sí, está bien. Aunque la verdad es que no sé cómo lo vaya a tomar Jorge.
La sonrisa de Valentino se hizo mucho más amplia y marcada.
—Claro, tu novio. Lo mismo no se lo dices y ya —me sugirió mordiéndose el labio inferior.
—No inventes, ¿cómo crees? Yo no soy de las que le oculta cosas.
—Le has tenido que ocultar muchas cosas de mis negocios y los de Aníbal, ¿no? —susurró malicioso.
—Pero lo hago porque me lo obliga el contrato de confidencialidad que firmé.
—Faltaba más —se echó a reír—. En tal caso te hago firmar un nuevo contrato que abarque ese día. Si bien no es trabajo, sí que estarás conmigo, lo que te obligaría a guardarme en secreto ese evento. Piénsalo, de esta manera no le estarías ocultando nada como novia, sino como mi asistenta.
Me quedé en silencio.
—Me lo pensaré.
—Claro, claro. Aún tenemos tiempo. Pero no te tardes, Livia, que las ansias me dominan.