C.VELARDE

21. ASISTENTA PERSONAL

LIVIA ALDAMA

Tiempo indeterminado

Las voluntades pequeñas se vuelven indomables cuando de lujuria se trata. Las neuronas se consumen en el placer y los orgasmos te obnubilan el pensamiento y te hacen actuar como autómata. El fuego te arde por dentro esparciéndose por toda tu carne, y no hay ducha fría ni templada que sea capaz de mitigar las calenturas.

Durante los últimos días, después de la fiesta ofrecida por mi concuño, hice propio el hábito obsceno de masturbarme en la ducha o en mi propia cama mientras Jorge dormía. Lo hacía casi por instinto, en automático, irreflexivamente. Lo peor: pensando en el inmenso miembro de Valentino; aunque otras veces, en menor medida, el que venía a mi mente era el viejo asqueroso del bar llamado Felipe y su tremendo paquete refregándose en mis nalgas, que por cierto, en aquellos días ya no volvió a fastidiarme y no tuve que cambiar el número de mi teléfono (aunque las cosas cambiarían después).

Pero… de una forma inesperada, sorprendente, insospechable, y sin venir al caso… un día, cuando menos acordé, apareció en mis fantasías el fino rostro de Aníbal Abascal; la exquisita fragancia de su perfume, sus perturbadores ojos azules lamiéndome el rostro como el día de la fiesta y la electricidad de sus frías manos cuando me las recogió.

¿Qué había en Abascal que me impresionaba tanto? Incluso más que mi jefe.

¡Por Dios!

Cuando llegaba al clímax tras mi vehemente dedeada, pensaba en lo que estaba haciendo. Me refugiaba en el agua caliente de la regadera como intento para lavar mi mente cochambrosa y me ponía a reflexionar sobre lo que me ocurría.

Nada de eso era normal.

Lo peor era que después del placer llegaban los remordimientos, la frustración y la sensación de vacío, pues en mis fantasías nunca conseguía que el amor de mi vida fuera parte de ellas.

 ¿Por qué con todos y no con él? ¿Era porque a Jorge lo amaba y sabía que era mi hombre y que jamás me abandonaría?, ¿por el morbo que implicaba que el resto de hombres, conocidos o desconocidos, fueran prohibidos para mí, y porque sabía que, pasara lo que pasara, mi amor por mi novio era inalterable y entendía que nunca le sería infiel?

 “Jorge… perdóname… pero no puedo evitarlo” solía decirle en mi mente, retorciéndome en el agua o entre las sábanas, con la comezón en mis labios vaginales sacudiéndome mientras mis dedos chapoteaban dentro de mi vagina, para luego desbordarme en torrentes orgasmos que me dejaban exhausta y con gritos ahogados que sólo se le pueden atribuir a las putas de verdad.

JORGE SOTO

Jueves 15 de diciembre

02:10

En las penumbras de mi cuarto, asfixiante y solitario, sentado en el suelo solamente con los calzoncillos puestos, me entretuve mirando el reguero de ropa que había dejado Livia en el suelo mientras se vestía con un precioso atuendo de noche azul eléctrico que se untaba en su cuerpo como una segunda piel.

“Recoges mi tiradero, por favor, bebé, y me los doblas en el armario, que cuando regrese llegaré cansada y me estresará ver el desorden por ahí”, me había dicho antes de largarse por enésima vez a una cena nocturna con Valentino y unos futuros patrocinadores cuya firma de negociación se llevaría a cabo esa noche.

Y cabe recalcar que cenitas como estas se habían vuelto costumbre desde hacía casi más de dos meses y medio de que hubiera tomado su nuevo puesto.

“Cocteles fuera de La Sede”, “Cenas en la noche”, “horas extras en la oficina que requerían su innegable atención”… etcétera y mil etcéteras. Ya nomás faltaba que un día de plano no llegara a dormir.

Además, Livia ya no sólo era asistente de Valentino como jefe del departamento de prensa, sino que ahora también fungía como su asistenta en su rubro de “jefe de precampaña” de mi cuñado.

Esa madrugada, Bacteria estaba dormido encima de un puñado de tangas, bragas, medias y ligueros que Livia había comprado para su uso diario, dependiendo del tipo de falda o vestido que llevara en el día, y que ahora estaban esparcidos en el suelo como si fuese la habitación de una prostituta que deja todo desperdigado antes de salir a putear.

Tomándome mi cuarta cerveza de la noche me levanté finalmente y, quitando de un empujón al puto gato, levanté esas estúpidas prendas para amontonarlas en el armario.

“Tú las doblas si quieres, Livia, que yo no soy tu puto criado.”

Hice bolas sus bragas, cacheteros y tangas, y las introduje en el sitio donde guardaba su ropa interior. Los vestidos los metí desordenados y sin ganchos en el armario, por lo que estuve seguro que mi novia se enfadaría al encontrarlas arrugadas; lo mismo hice con sus blusas y faldas, en cuya cima situé las medias, pantimedias y ligueros. Los tacones de plataforma los guardé en el cesto de la ropa sucia, y los de aguja en la alacena de la cocina.

Me eché a reír como idiota por mi infantil pendejada mientras, mareado, me tumbaba sobre la cama, ahora desnudo, y me ponía a reflexionar sobre las serias repercusiones que habían acaecido en nuestra relación desde que Livia hubiera cogido su nuevo puesto como asistenta personal de Valentino.

Livia había evolucionado, había crecido laborar y mentalmente y ya no era tan dependiente de mí ni de la seguridad que le brindaba, aunque lo de la noche del bar me hubiera dejado como un cobarde ante ella. Todo lo anterior implicaba que fuese más mandona y renegada.

Que ya no empleara nuestros curis “Te Joli” al despedirse o llegar, fue un particular detalle que llamó mi atención. Ni siquiera me ponía los mensajitos matutinos en el espejo y eso sí que fue un cambio que, más que echar de menos, me alarmó. Livia había cambiado, claro que sí, y gracias a ello no había un solo día en que no dejáramos de pelear.

“Tú eres el que ha cambiado, no yo”, me reclamaba ella enfadada cada vez que le hacía énfasis sobre nuestras constantes discusiones, “eres tú y tu maldita educación machista de mierda la que no me deja progresar como se debe. ¡Me controlas! ¡Me subestimas! ¡A cada momento criticas mi ropa y la forma en la que actúo, sin importar si me hicieres! Te estás volviendo peor que mi madre y mis tías, y mira que eso ya es decir bastante, pues cada vez que las visito me tildan de… Por Dios, Jorge, déjame respirar, por favor, y mejor dame ánimos, que los necesito más que tus reproches.”

En cinco años de tener una relación estable, nunca la escuché maldecir ni emplear palabras como “mierda” en sus conversaciones, mucho menos para referirse a mí. Por eso me sentía intranquilo, agobiado… con migrañas más constantes y mi nuevo hábito de tomar, aunque no diario.

No obstante, el cambio de Livia no fue abrupto ni de un día para otro, sino más bien progresivo, lento, silencioso, pero como orquestado por una mente omnisciente y maquiavélica que la manejaba por detrás como si ella fuese una marioneta.

Valentino y Leila eran los responsables, sin lugar a dudas, cada cual actuando por separado, desde sus propias zonas estratégicas, aun si no lograba dilucidar perfectamente el fin.

Me quedó claro que Valentino quería algo más que una amistad, como follársela, por ejempo (y esperaba con toda mi alma que no lo hubiera hecho ya luego de tantas sospechas generadas en los últimos días), pero, ¿y Leila?, ¿por qué querérmela arrebatar si ella ya tenía una nueva relación?

Porque sí, esa Campamocha maldita no solamente tenía a mi novia absorbida y dominada, sino también a mi amigo Federico, que la idolatraba desde que ella se hubiera acostado con él después de la fiesta de Aníbal y mucho más ahora que ya la había hecho su novia.

“Esa zorra estúpida quiere destruir nuestra amistad” solía decirme Pato con preocupación “Leila me sigue acosando, por más que la mando a la mierda de la forma más decente posible. Ya incluso ahora hasta se me insinúa por mensajes (no sé cómo putas se hizo con mi número), lo peor es que cada vez que le sugiero a Fede algo sobre esto, él pega un grito en el cielo y se encabrona tanto que mejor me quedo callado.”

LIVIA

Cariño, ya ha terminado la reunión. En un rato llego a casa, a lo mejor Valentino me acerca al apartamento 02:21

Escucharla hablar de ese hijo de perra me sacaba de mis casillas: mi cabeza se llenaba de lava hirviendo y mis venas, por contraparte, se congelaban, anulándome la respiración y mi capacidad para pensar con elocuencia.

Confieso que al principio me tranquilizaba saber la dura opinión que mi prometida tenía respecto a su jefe, a quien no lo bajaba de presumido, pedante y guaperitas:

“¿Te ha ofendido, Livia? ¿Te ha irrespetado? Porque si es así ahora mismo voy con Aníbal y lo pongo al tanto de todo”, le solía decir los primeros días de que fuera su asistenta. 

“No, no, claro que no, a mí me trata bien. De hecho…me trata mejor de lo que pensaba, y hasta es condescendiente.”

“¿Entonces… por qué hablas de él con tanta… aversión, Livy?”

“Uno se da cuenta de cosas, Jorge… y la verdad es que no me termina de convencer, y eso me frustra y me hace sentir incómoda, porque siento que si no empatizo pronto con él, correré el riesgo de que me eche.”

En aquellos días hasta tuve pena por mi novia, y pedí a todas las deidades de cielos e infiernos que la relación con el imbécil del Bisonte ese mejorara. 

“Ya verás que con el tiempo te la llevarás mejor con él, Livia, te lo prometo” le dije.

Y vaya si mi puta premonición resultó terroríficamente cierta, al paso de las semanas.

LIVIA ALDAMA

Tiempo atrás

Martes 10 de octubre

9:05

El viernes anterior, como a eso de las cinco de la tarde, recibí en mi cubículo la visita de Ximena Cárdenas, jefa de Recursos Humanos, indicándome que Nadia Rosales, la asistente actual de Valentino, dejaría el puesto ese día. Al parecer, Aníbal Abascal la estaba requiriendo de forma urgente para que se integrara a su precampaña y ya no podría continuar con mi jefe. 

El primer día que tomé formalmente mi puesto, cambié los tonos infantiles, tenues y sonrosados de mi labial por un color más fuerte tipo mate, de tono carmesí. Leila aseveró que haría lucir mis labios mucho más gruesos e impotentes de lo que ya eran.

En días previos había comenzado a ponerme base de maquillaje para realzar mi belleza; rubor en las mejillas y tonos ahumados en los párpados que ofrecieran a mi mirada una expresión segura. Ya se me estaba haciendo costumbre arreglarme la ceja para que fuese más enarcada y me ayudase a demostrar seguridad. Incluso dejé de usar el cabello atado en trenzas para llevarlo suelto y moldeado repartido en mi espalda: días me iba con el pelo planchado, otros con elaborados rizos en las puntas que le daban volumen.

Todo esto lo aprendí mirando tutoriales de maquillaje en youtube y experimentando con mi rostro. Mi intención era verme más madura de lo que en realidad era a mis 24 años; manifestar invulnerabilidad y, de algún modo, sentirme segura para actuar con firmeza. Cada una de mis mejoras en mi aspecto personal fue previamente aprobada por Leila, quien fungió como mi “Beauty Coach” durante todo el proceso. Ella decía que había pasado de ser la cero a la izquierda de La Sede, a una de las mujeres más admiradas.

Por su parte, Jorge solía decirme que me veía preciosa, pero yo sabía que en el fondo se sentía inseguro por algo que no lograba entender.

Habíamos mejorado nuestras relaciones sexuales fantásticamente, y aunque no había vuelto a saltar sobre su pene como el día en que lo dejé incapacitado una semana; al momento del coito todo marchaba medianamente bien.

Ese martes, pues, me arriesgué a delinearme los ojos, a fin de que resaltara mi mirada el iris color chocolate.

Entré a la oficina de mi jefe con los hombros rectos, mi espalda erguida e hice todo lo posible para que no se notara que mis piernas estaban temblando de miedo y vergüenza.

“Respira, Livia, respira hondo y no te dejes intimidar. Es sólo un hombre… un poderoso hombre al que ya le has visto incluso su falo. Pero no te dejes intimidar.”

En aquella ocasión me puse una falda sastre de pitillo negra que me llegaba hasta más arriba de las rodillas; la falda se ceñía en mi vientre y estrecha cintura, definiendo perfectamente mis amplias caderas, mis nalgas y piernas. Llevé un par de diáfanas y elegantes pantimedias de seda color canela que se adhirieron a mis pies, pantorrillas, piernas y muslos como una segunda piel. Leila me decía que me veía brutal, pues me hacía lucir un cuerpo de sirena.

Valentino levantó la vista desde que oyó el paso rítmico que provocaban mis tacones de 12 centímetros y se quedó embobado observándome. Puesto que mi jefe era demasiado alto, me dije que a partir de entonces usaría tacones espigados, para evitar sentirme inferior a él. Por eso decreté que entre más altos fueran mis zapatos mejor. Relacioné mi altura a su posición, y pensé que entre más alta pareciera, con mayor respeto me trataría.

Y mira si llevaba razón. 

Al único que no le gustaba que usara tacones tan elevados era a Jorge, porque cuando me los ponía le sacaba un palmo, y solía decirme que un hombre jamás podía ser más pequeño que su novia.

—Este documento es un acuerdo de confidencialidad que nunca tendrá vigencia, señorita Aldama —me dijo mi jefe mirándome con atención. Su voz era grave, áspera y segura—. Este acuerdo de confidencialidad es inviolable, por lo que todo lo que lea, escuche o vea, quedará restringido exclusivamente para usted. 

—Entiendo, señor —respondí mientras leía cada una de las cláusulas y anexos que venían en el bonche de documentos que me había dado a firmar.

—El acuerdo de confidencialidad es, pues, una garantía de que yo, como su jefe y miembro fundamental de un área tan importante como esta, podré llevarla a todos los sitios que considere precisos, donde usted participará activamente de las conversaciones y/o de los acontecimientos que pudieran trascender durante esas reuniones sin que haya riesgos de que usted reproduzca tales circunstancias a nadie. Y cuando digo nadie es nadie. Tómelos como secretos profesionales, señorita Aldama, y estos secretos incluyen el no comentar absolutamente nada incluso con su novio.

Levanté la vista y la clavé en la suya. Valentino me observaba con seriedad, imperturbable, enseñándome esos ojos negros y fieros en medio de una corona de espesas pestañas negras que ofrecían a su mirada un toque bestial. A lo mejor fueron alucinaciones mías, pero casi puedo jurar que antes de levantar mi vista él me había estado mirando… los pechos.

Se notaban, claro, porque, aunque no iba escotada, supuse que ayudaba a que resaltaran sus formas esféricas el tipo de blusa ajustada de color coral que tenía puesta, que apretaba mis dos grandes senos logrando que se miraran mucho más redondos y grandes.

Tragué saliva.

—Con cinco años en el área de prensa creo que conoce perfectamente cuáles serán sus funciones.

—Sí, señor.

—En ese caso, seré más directo, señorita Aldama. En primer lugar deseo que usted tenga… bastante agudeza a la hora de interpretarme —dijo, enarcando por segunda vez una de sus cejas—. Yo no soy mucho de dar explicaciones. Aun así, le explicaré. Mi asistente personal no necesariamente tendrá que tenerme café o té en mi escritorio cuando se lo pida, ni mucho menos buscar en mi agenda los números de clientes para concertar una cita. Tengo una habilidad irreprochable para hacer el café más exquisito y caliente que nadie pudiera probar en la vida —comentó con soberbia, señalando con la mirada una taza media vacía que reposa junto a uno de sus musculosos antebrazos—, y una destreza casi envidiable para concertar mis propias citas desde mi móvil sin tener la necesidad de tener que depender de nadie para ello. Además, eso sería la función de una secretaria y usted será para mí mucho más que eso.

Comencé a resollar.

—Lo que busco en realidad, señorita Aldama, es a una mujer con capacidades hechiceras que resuelva mis problemas sin siquiera hacérselos saber. Necesito a una mujer que anticipe mis movimientos y pensamientos incluso antes de que yo mismo los piense. Necesito a una profesionista con un coeficiente intelectual sumamente alto. Necesito que tenga despierta su capacidad cognitiva. Que su masa encefálica verdaderamente amase sus pensamientos a la hora de hacerla expresar una sola palabra.

”Eso también deseo, palabras coherentes que me puedan llevar a resolver un problema o a proponer una estrategia cuando la necesite. Y, sobre todo, necesito seguridad, muchísima seguridad. Habrá días y noches en que tendrá que quedarse conmigo cuando el trabajo lo merite. Habrá días o hasta semanas en que tendremos que viajar a la capital, o a otras ciudades del país a convenciones, reuniones o eventos que nos asignen los de arriba. Así que vamos de nuevo, señorita Aldama: dígame, ¿está segura que desea tomar este puesto, firmar el contrato y nuestro cuerdo de confidencialidad?

Valentino Russo era mucho más soberbio y cansino de lo que yo habría esperado, y, desde luego, decirme todo aquél testamento no bajó la intimidación que me prodigaba ni un solo miligramo. Me pregunté si me estaba poniendo a prueba para saber si abandonaría el barco al conocer sus estrictas exigencias, o si en realidad estaba molesto conmigo porque, por alguna razón, él había esperado que este puesto lo tomara Catalina, su amante, y no yo.

—Estoy segura de que estoy preparada para este puesto, señor, y lo acepto —respondí con determinación.

Vi un deje de burla en la mirada de mi jefe que no pude interpretar. Acomodó su sacó en su musculoso tronco y me miró otra vez con seriedad:

—Y vuelvo ahora al tema de su novio, señorita Aldama.

—¿Qué pasa con él?

—Seré directo —Sí, sí, ya había notado que él era demasiado directo, lo que lo hacía sincero y problemático a  la vez—: usted, como mi asistente, tendrá bastantes responsabilidades. Como ya le he adelantado, por cuestiones de trabajo usted y yo iremos a reuniones, cocteles y cenas fuera de La Sede, en horarios diversos. Incluso de vez en cuando viajaremos al interior del país o a México Capital. Puesto que sé que usted tiene una relación sentimental, esperaría que ni usted ni él mostrasen inconvenientes que me crearan conflictos en mis itinerarios y pusieran en tela de juicio su capacidad para asumir este puesto con responsabilidad. Usted me entiende, ¿verdad?

Suspiré hondo y evité preocuparme. Esto, por supuesto, no le sentaría nada bien a mi novio, pero confié en su madurez y cordura para que no pusiera reparos en estos… detalles.

—Descuide, estoy completamente a su disposición —afirmé.

No pude descifrar la mirada que me dedicó cuando se lo dije. 

—Eso es lo que quería escuchar, señorita Adama, su entrega completa a mí. Quiero decir, a su puesto. Y bueno, el tema de su sueldo lo tendrá que hablar con recursos humanos, pero… por lo que tengo entendido, usted ganará mensualmente aproximadamente cinco veces más de lo que percibía como redactora de notas, además de otros beneficios sociales.

¡Dios santo! Eso era más… de lo que habría esperado. Por primera vez emití una sonrisa tendida y sincera.

—¿Algo más, señor? —dije cuando vi que ya no había más razones para estar en su despacho. La verdad es que estar cerca de él, conversando a solas, me ponía más nerviosa de lo que creía.

—Sí, algo más —me comentó adoptando un gesto jovial—, quiero que a partir de ahora me llame Valentino y no señor, y que me tutee, por favor, señorita Aldama, y que a mí me permita llamarla Livia y tutearla también: pues a mis 32 años me hace sentir un viejo decrépito. Y, por lo visto, usted también todavía es una chiquilla. 

Allí fue cuando le vi sonreír por primera vez, relajando toda la atmósfera tensa que él mismo había condensado desde comenzara nuestra conversación.

—De acuerdo, sí —me apresuré a responder esbozando una sonrisa—: faltaba más, Valentino. 

—En ese caso, ahora sí es todo, Livia. Puedes retirarte a tu nueva oficina.

—Con permiso.

No sé si sería impresión mía o no: el caso es que cuando me levanté y me dirigí a la puerta, pude sentir cómo sus ojos me quemaban las nalgas con la mirada. Como digo, no estoy segura, pero una sabe cuando alguien te mira por atrás.

Me asignaron la oficina que estaba al costado de la de mi jefe, y no pude estar más emocionada y feliz al saberme realizada, por fin, ¡cumpliendo un sueño que durante mucho tiempo vi lejano y casi imposible!

Por la noche le di a Jorge el mejor sexo de su vida, sobre todo cuando vi que se alegraba por mí. Su apoyo incondicional era lo que más me gustaba de él. Pese a todo lo que me dijera Leila, mi pecosín era perfecto para mí. Estábamos hechos el uno para el otro. Después de acostarnos me metí a bañar, y ahí terminé por desfogarme introduciendo mis dedos en mi vulva que, a medida que pasaban los días, me pedía más y más.

Tomándome en serio mi papel de asistenta, evité contarle a mi novio lo del acuerdo de confidencialidad y el temita ese de… que… habría días en que tendría que salir de viaje con mi jefe o comidas y cenas de negocios que podrían extenderse hasta más allá de los horarios en que solía llegar a casa: no quería preocuparlo tan pronto. Llegado el momento lo pondría al tanto de eso y vería cómo me las arreglaría.

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