TANATOS 12

CAPÍTULO 2

Un ruido me sobresaltó, despertándome. Era el inconfundible sonido de una cerradura invadida por una llave. Revisé rápidamente mi reloj, a mí mismo y a mi entorno: era casi la una de la madrugada, y yo yacía en calzoncillos, recostado sobre nuestro sofá, en nuestro salón.

María apareció y algo me subió por el cuerpo, seguramente amor, y al descubrir cómo iba vestida, una tremenda carga erótica dejó aquel habitáculo sin aire. Sus tacones, su pantalón de cuero ocultamente agujereado y su camisa sedosa color marfil me indicaban que venía directamente de Edu. De Edu a mí.

Se acercó. Elegante. Seria. Impecable. Yo no podía respirar. Y susurró:

—¿Qué es eso?

Seguí la dirección de su mirada y vi una maleta. La mía. En una esquina del salón.

—Me iba a ir —esbocé en un hilillo de voz mientras me incorporaba un poco.

—¿Por qué? —preguntó, acercándose más, y entonces, rápidamente, como en un espasmo, se llevó una mano a su entrepierna, a su sexo.

Allí plantada, con sus tacones anclados al suelo, imponente, con la silueta de sus pechos marcando la delicada camisa, y con su mano tapando de extraña forma aquel coño que yo sabía estaba desnudo, exclamó en voz baja:

—Ven.

Me deslicé entonces hacia ella, como si un sexto sentido entendiera todo a más velocidad que yo mismo. Y, ya de rodillas ante ella, confesó:

—Me acaba de follar, aquí, en el rellano. No quiso entrar. Ven. Acércate. Que me cae.

El corazón me dio un vuelco. Me dolían un poco las rodillas pero no me importó. Ella levantó la parte baja de su camisa, por delante, llevó una de sus manos a mi cabeza, enredó sus dedos en mi pelo y me guió hasta su sexo.

Y susurró, con los ojos cerrados y echando la cabeza hacia atrás, un “cómetelo” que indicaba su ansia porque degustase lo que Edu acababa de depositar dentro de ella. Simultáneamente un olor fortísimo a sexo, a semen y a la propia María me golpeó hasta aturdirme… Cerré los ojos y llevé mi boca allí… y besé con dulzura unos labios blandos y ardientes, y un vello púbico encharcado, y saqué entonces la lengua y noté cómo se humedecía, cómo algo denso y caliente se posaba en ella. El semen de Edu caía espeso sobre mi lengua y María pareció ser consciente de que todo aquello caía justo en aquel momento, y jadeó, agradecida, y apretó con firmeza mi cabeza y volvió a susurrar… en una orden… que degustara aquello que Edu había enterrado en lo más profundo de su cuerpo.

María, con la camisa recogida desde abajo y su cabeza hacia atrás, sufría pequeños espasmos mientras yo le comía el coño. Las piernas le temblaban y se apoyaba en mí entre jadeos al tiempo que yo saboreaba el esperma de su amante en mi lengua. El sabor era desagradable a la vez que atrayente, y aquella espesura mezclada con mi saliva pronto desbordaba mis labios…

Yo tenía mil preguntas que hacerle, pero no podía apartar mi boca de allí, de su coño y del semen de Edu: me sentía un invitado, honrado de participar de aquella manera de la unión de sus cuerpos.

—Haz que me corra… —jadeó María — Haz que me corra… aquí… así… y te cuento todo… Te voy a contar cómo me follaron…

En ese momento no lamí, sino que devoré su coño. Se escuchó el sonido líquido del interior de su coño encharcado y ella jadeaba con voz muy tenue, como si ella misma quisiera escucharse… La espesura del semen de Edu se fundía con la propia humedad de María… Todo se precipitaba y yo sentía que mi polla explotaba, sin tocarme… Y es que no me tocaba… pero sentía roce en mi miembro… como si follara contra el aire irrespirable…

—Mmm… Eso es… qué bien me follaron… ¡Dios…! ¡Sigue…! ¡Sigue y me corro…! —gimió María, desvergonzada, apretándome con más fuerza, moviendo su pelvis hacia adelante, aplastando su sexo contra mi cara… y yo sentía que explotaba… Y María temblaba y me aplastaba, y el semen de Edu ya había pasado completamente a mi boca y lamía el maltrecho coño de María, destrozado y humillado por aquel animal… y exploté, jadeé, suspiré, gemí… eyaculaba… me corría sin remedio… me eché hacia atrás, cerré los ojos con fuerza… y escuché entonces unos gritos, de hombre y de mujer, en la distancia, pero cada vez más cerca… Y abrí los ojos, y no sabía donde estaba, y seguían los gritos, era una discusión, y descubrí donde me encontraba: en aquel apartamento, en aquella cama extraña, yo solo, con la polla dura, con mis calzoncillos empapados, con mi miembro encharcado, cerquísima de eyacular… como un adolescente.

Todo el peso de la realidad cayó sobre mi cuerpo. Y, tumbado boca arriba, fui testigo de cómo los gritos  de los desconocidos vecinos iban desapareciendo, al tiempo que yo me lamentaba de que aquel sueño no hubiera sido verdad.

Domingo. Lunes. Martes. Miércoles. Cada día sin saber nada de María era una punzada. Extremadamente dolorosa. Sobre todo por la incertidumbre. Todo era además más lúgubre por mi éxodo que aumentaba mi sensación de pesadilla.

La sombra de la duda de que sí pudiera tener algo con Edu se acrecentaba. Pensaba que quizás había estado equivocado y la herida de muerte para nuestra relación no era mi infidelidad con Begoña, sino la aparición de Edu como algo más que un encuentro sexual puntual.

Ese miércoles por la noche estuve tentado de llamar a María. Pero me contuve. Por algún motivo creí que ella era la que tenía que dar el primer paso al no saber siquiera adónde me había marchado.

Opté por escribirle a Begoña, la cual respondió con aparente normalidad. Habían pasado cinco días y a mí me parecía una vida entera. No le conté que no estaba viviendo con María, de hecho no hablé en absoluto de María, ni ella tampoco. Ni siquiera hicimos mención a lo sucedido entre nosotros. Tras un silencio en el que ambos estábamos en línea, le sugerí vernos algún día, sin saber yo mismo con qué fin, a lo que ella respondió con un “Sí, vale, claro, cuando quieras”, que me dejó una extraña sensación, neutra e incompleta.

No busqué refugio en amigos, no se lo dije a nadie. Iba a trabajar y volvía a mi apartamento como un alma en pena y nadie sospechó de mi estado, o al menos si lo hizo, no me dijo nada.

Y llegó el viernes por la noche y la visión de un fin de semana allí, sin María, sin mi antigua vida, empezó a maltratarme hasta el punto de creer estar sufriendo una pequeña crisis de ansiedad. Y paseaba por mi parco dormitorio, como en una extraña tiritona, con casi desconocidas ganas de llorar. Pero pronto descubrí que no era tanto la alarma por la soledad que se iba a cernir sobre mí el motivo de mi desazón máxima, sino el hecho de que era viernes, fin de semana, y por tanto Edu, que trabajaba en Madrid, pudiera visitar, entre comillas, a una María ansiosa por dicha visita.

Aquello me mataba, y, antes de que aquel terror desembocase en algo morbosamente enfermizo, mis manos fueron automáticas a mi teléfono.

Y la llamé. Llamé a María.

Uno. Dos. Tres. Cuatro tonos. Y rechazó mi llamada.

Y lo volví a intentar. Y otra vez. Y otra vez.

Deambulaba. Infartado. Con lágrimas en los ojos. Siendo consciente de que llevaba una semana con una falsa sensación de fortaleza. Y ella cada vez rechazaba mi llamada con más prontitud.

Hasta que desistí.

Me dejé caer sobre aquel catre, boca arriba, con mi teléfono en la mano, y una lágrima descendió de uno de mis ojos, en vertical, por mi sien hasta mi pelo… hasta que mi mano vibró, e, incorporándome, descubrí que María me había escrito, y leí rápidamente:

—¿Qué tal folla Begoña?

La frase. Siendo dura. Me habilitaba para entablar una conversación con ella, por lo que me alegré a pesar de su crudeza.

Escribí y borré, varias veces, sin saber bien qué contestar. Sabía que no podía responder a aquello que me decía, y escribí y borré hasta tres veces preguntas sobre si Edu estaba con ella en aquel momento. Finalmente opté por entregarme, y tecleé:

—Quiero verte. Necesito verte.

No respondió. Se desconectó. Y durante varios minutos le escribí insistiéndole… en verla, en vernos… Le pregunté cómo estaba… rellenando yo solo líneas de un monólogo propio de un loco.

Y la volví a llamar y los tonos se hicieron eternos. Y ya ni se molestaba en rechazar mi llamada.

Dos horas más tarde, habiendo llorado, ya acostado e ilusamente dispuesto a intentar dormir, mi teléfono vibró sobre la mesilla. Me apresuré a revisarlo, con tanta ilusión como temor, con unas manos que temblaban y un corazón que se me salía por la boca.

Y no entendí nada. Tardé unos instantes en descifrar qué pasaba. Hasta que finalmente exclamé, roto, desbordado, un “pero qué hijo de puta…”.Edu había creado un grupo, un chat, en el que había solo tres personas: Él, María y yo.

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