C.VELARDE

18. EN LA CUEVA DE LOS LOBOS

Livia Aldama

Sábado 1 de octubre

20:55 hrs.

—¡Estás irremediablemente loca si tú te piensas que me voy a llevar puesto este vestido, Leila Velden! —exclamé horrorizada viendo a través del enorme espejo del cuarto de mi amiga cómo me quedaba—. ¡Parezco una auténtica zorra!

—Quedamos en que tenías que lucir espectacular esta noche, Livia, así que no empieces de amargosa, que te ves preciosa y muy sexy —me dijo.

Ya me había maquillado y moldeado el cabello de una forma fastuosamente magistral. Todo iba bien hasta que… bueno, me puse eso. Era un precioso mini vestido negro tipo sirena, sin mangas, corrugado de la parte inferior (eso sí, de tela finísima), cuyo único problema radicaba en que se describía demasiado corto, ceñido y escotado, lo que hacía que se me insinuaran a la perfección las curvas de mis prominentes caderas, mi vientre plano y mis grandes nalgas.

Lo tenía untado al cuerpo como mantequilla, cual si fuese una segunda piel. El corte del escote era tipo “V” bastante largo, cuyos tirantes se anudaban detrás del cuello, levantando mis colosales senos (que parecían querer derramarse por los lados) quedándome a la vista un  pronunciado canalillo al que Leila roseó maquillaje líquido iluminador, que le dio un toque brillante y bronceado a mi piel.

Encima no llevaba sostén, pues Leila me había entregado dos parches color piel para que me los pegara en los pezones a fin de evitar que se marcaran en la tela; “es la moda más sofisticada de las grandes metrópolis, querida” me había dicho.

 El minivestido me llegaba a la mitad de los muslos, y cuando me puse los tacones negros de plataforma, sentí que se me acortaba aún más. Ni siquiera podría sentarme sin que se me vieran las minúsculas braguitas.

—¡Se me ven la mitad de mis pechos y mis nalgas! —renegué.

—No exageres, mujer, que no es para tanto.

—¡Ni loca salgo así!

—Te queda precioso este vestido, Livy.

—A Jorge le dará un infarto si me lo ve puesto.

—De eso se trata, querida, de que causes impresión.

—¡Pero es que es cortísimo… Leila! ¿No ves?

Me volví a mirar en el espejo y noté, horrorizada, cómo sobresalían mis senos de la prenda por lo ajustadísima que me quedaba.

—¡Es una cena muy elegante de políticos, Leila, no una fiesta juvenil en un bar de mala muerte! Ya me parezco a las dos zorras de vestido rojo que nos topamos ayer en el bar.

—Por favor, Livy, que yo me llevaré uno parecido, pero en tinto. Ya verás cómo seremos la sensación.

—¡Leila, que hasta las teiboleras tiene vestidos más decentes que este!

—Livy, siempre confiaste en mí —me dijo Leila acariciando mis mejillas.

—Y lo sigo haciendo.

—Entonces hazme caso, te ves preciosa, te prometo que a Jorge le encantará. Anda, mira —sacó su tableta y me enseñó algunas fotos—, estas fotos me las pasó Fede de otras fiestas que han organizado en la mansión de Aníbal, ¿ves?, no será una fiesta de etiqueta, vestidos largos ni esas cosas, sino algo casual.

—¡Pero Leila!

—No me desaires, Livy, por favor —me hizo un puchero persuasivo como los que yo le ponía a Jorge cuando quería que me cumpliera un capricho.

Suspiré, tragué aire y la miré, cruzándome de brazos.

—Está bien, Leila, pero con la condición de que me pondré un abrigo encima, o en serio pensarán que me escapé de un prostíbulo.

—¿Un saco encima? —se echó a reír.

—¡Se me saldrán las tetas con este vestido!

—Tanto mejor.

—¿Quieres que toda esa bola de bordes me anden morboseando toda la noche, Leila?

—Si con ello consigues que esos cabrones se arrepientan por no haberte valorado todo este tiempo, pues sí, Livy, quiero que les enseñes las tetas.

—Pues no, con abrigo, o me quito el vestido.

—Está bien, está bien, llévate uno de mis abrigos.

Pensé que si me ponía el abrigo largo que le había visto a Leila usar en los inviernos, nadie notaría mi provocativo vestido, así que por fin pude respirar. Me senté de nuevo en la silla acolchada donde mi amiga me había arreglado, ensayando diversas posturas para evitar que se me viera algo de más en la fiesta.

Ella estaba buscando su propio vestido, pues también ya se había moldeado el pelo y se había maquillado.

—¿Le diste a Jorge el ungüento que te di, Livia? Para eso de su pene —se echó a reír—. Menuda rebotada le habrás dado que se lo desgarraste, cabrona.

—Sí, bueno, no te lo había agradecido —comenté avergonzada—. Ya se le quitó lo hinchado del prepucio y ayer casi estuvimos a punto de hacer el amor, pero… pues nos enfadamos un poco por algo que pasó en el bar y nos quedamos con las ganas. Y no, no, ni me preguntes, que es algo bastante bochornoso.

Leila extendió sobre la cama un minivestido tinto con pedrería brillante y me dijo:

—Mmm. Está bien, pero por favor, luego me cuentas, que a lo mejor te puedo ayudar. Lo que sí es que si lo dejaste con ganas, ten por seguro que se masturbará. Volverá a desgarrarse y te volverá a dejar con las ganas otra semana.  

—Jorge ya sabe que odio que se masturbe —dije un poco molesta, pensando que, a mi vez, yo no podía dejar de hacerlo durante las noches… sintiendo cada vez más una intensa necesitad de provocarme suaves orgasmos con mis propios dedos, fantaseando…

—Ya te dije, Livia, castígalo si se masturba. —Leila se dirigió a la cajonera del espejo y extrajo dos juegos de aretes de plata en forma de lluvias, unos para mí, y otros para ella—. Tienes que prohibírselo por el bien de ambos, que luego ya no rinden igual en el sexo. Encima, como ya te dije, si se vuelve a lastimar el prepucio por su puta cobardía de no hacerse la circuncisión, te dejará de nuevo en ayunas a saber cuántos días. 

—Me prometió que no lo haría más —le confesé, poniéndome los aretes y una gargantilla de brillantes que me extrajo de un cofrecito dorado. Al parecer, se la había regalado el último suggar daddy que había tenido—. Así que quiero confiar en su palabra.

No me apetecía estar más en abstinencia sexual. Necesitaba su miembro dentro de mí, rellenándome, calmándome mis continuos furores uterinos.   

—Y ya si de plano no confías en su palabra, Livia, no quedará más remedio que ponerle una caja de castidad —me comentó echándose a reír con malévola energía.

—¿Una qué?

—Esto —corrió al buró que estaba al costado de su cama, y de allí sacó un pequeño dispositivo anillado color plata que tenía una llave y un candado.

—¿Qué es eso?

—Una jaulita de castidad, Livia: lo compré para Mario, mi último suggar daddy. Le gustaba que lo sodomizara con esto.

Tragué saliva al ver esa cosa.

—Ya, bueno. Jorge no es de esos, ya te digo.

—Yo no digo que lo vayas a sodomizar, Livia. Pero un día que te enteres que se masturbó, podrías ponérselo en el pene como reprimenda.

—A ver… Leila… que no creo que sea para tanto, porque si así fuera, a mí también me tendría que poner un calzón de castidad.

—¿Y a ti por qué?

Suspiré. Me daba vergüenza decirle que yo también me masturbaba.

—No, nada, es un decir.

—Bueno, Livy. Si no te animas a ponérselo cuando esté dormido como forma de castigo, al menos un día se lo enseñas y lo amenazas con él. Verás que se lo piensa mejor la próxima vez que quiera pajearse.

Ambas nos echamos a reír por sus extravagantes ideas y meneé la cabeza.

—Eres una completa loca.

—Y tú una fiel admiradora de mis locuras. Si un día te vuelves bisexual como yo, a lo mejor podrías encontrar en mí al verdadero amor de tu vida.

—Adoro tus bromitas.

Ella me observó de una manera extraña y luego sonrió.

—Pues ya estás, querida, justo a tiempo. Me iré a cambiar al otro cuarto mientras tú te quedas aquí viendo tus redes.

Vi desaparecer a Leila del cuarto y yo me encaminé al último cajón de su buró de donde había sacado el “juguetito de castidad” para devolverlo a su lugar. Y cuál fue mi sorpresa al encontrar allí dentro un arsenal de juguetes sexuales de todos los colores y tamaños.

Miré hacia la puerta para evitar que Leila me descubriera husmeando y me incliné para remover entre esas cosas. Había varios consoladores y vibradores de todos los tamaños, pero había uno que me llamó la atención por la enormidad de su grosor y longitud. Debía de medir bastante, porque cuando lo empuñé apenas si mis manos pudieron rodearlo.

Juro por Dios que no sé por qué vino a la mente el nombre de Valentino. ¡Y juro por la misma Virgen de Monterrey que yo no tuve la culpa de mojarme cuando imaginé que era el trozo de carne de mi jefe el que estaba empuñando y no un pene de silicona!

“Fantasear no es pecado, Livia, no es pecado.”

El escalofrío que me trazó toda la médula espinal me hizo soltar esa cosa en seguida, experimentando un violento furor en las entrañas.

Me incorporé y aspiré todo el oxígeno que pude, pero las piernas me temblaban de adrenalina. Miré de nuevo hacia la puerta y continué fisgoneando entre los juguetitos de mi amiga. Me llamó la atención un diamante en forma de corazón de color rubí que brillaba con intensidad en el fondo del cajón. Al tomarlo con mis manos me di cuenta que no era un anillo como pensaba, sino la base de un cono ovalado de metal un poco pesadito. 

—Ese es un plug anal —me dijo Leila, cuando entró de improviso a su cuarto.

—¡Ay! —grité al girar hacia la puerta.

En realidad no supe si mi susto fue porque me hubiera descubierto con ese “plug” anal en mis manos o que mis ojos la estuvieran viendo completamente desnuda.

—¡Leila, tápate por Dios!

Mi amiga entró a su dormitorio saltando, enseñándome unos pechos medianos que se sacudían con cada saltito. A diferencia de mí, sus pezones eran un poco más oscuros y pequeños, y sus aureolas menos prominentes. Nunca me había dado cuenta que Leila tenía un piercing plateado en el ombligo y un tatuaje de rosa a la altura del nacimiento de sus redondas y rígidas nalgas. Con el vistazo rápido que le eché por delante descubrí que no tenía vellos en su pubis como yo, sino que lucía depilada, ofreciéndole a su pelvis una estética muy fina. Tuve que reconocer que tenía un cuerpo muy bonito y cuidado, pero no le pude perdonar que fuera tan descarada y sinvergüenza.

—Tampoco pongas esa cara, Livia, que somos mujeres y tenemos lo mismo —se carcajeó, acercándose a mí, haciéndome retroceder por la pena—. Bueno, no tanto, pues tus tetas sí que son señoriales, y qué decir de tus caderas y la cola que te cargas, misma con la que podrías matar a cualquier cristiano si te le sientas encima.

—¿Podrías cubrirte? —le dije de nuevo, mirando hacia otro lado.

Pero ella respondió con otro comentario:

—Mira que eres una chica mala, Livia, por andar fisgoneando mis juguetitos. Apuesto que más de alguno te llamó la atención, ¿verdad guarra? Anda, puedes llevarte ese plug, que yo no lo he estrenado.

—¿Qué? ¿Yo? ¡Por Dios, Leila!

—Anda, cabrona, no seas mustia, que quieres probar. No pasa nada.

Solté el “plug anal” en el cajón y Leila, riéndose a carcajadas, se acercó al buró y buscó entre su arsenal sexual una cosa de color rosa que sacó y puso en mis manos.

—Mira, este también es nuevo, sólo le quité la envoltura pero está sin usar.

—¿Qué… es? —miré a hurtadillas.

Por su figura fálica parecía un consolador de tamaño promedio; pero lo raro era que de la base sobresalían otras dos protuberancias, siendo una más grande que la otra. Es decir, eran como tres penes en el mismo aparato.

Mi cara de asombro lo decía todo, por lo que Leila me explicó:

—Es un consolador y vibrador triple funciones. El más grande va dentro de la vagina, el que le sigue en tamaño se inserta en el ano, y el más pequeño que está arqueada hacia arriba estimula el clítoris o el punto G. Los tres estimularán las partes más erógenas de tus genitales al mismo tiempo, y tendrás los mejores orgasmos de tu vida.

Sentí que se me secaba la boca. Todo esto era demasiado fuerte para mí. Mi agitada respiración me lo advirtió. Por alguna razón me humedecí y me obligué a controlarme pues no tenía la intención de arruinar mi ropa interior y que flujos vaginales chorrearan por mis piernas.

—Tampoco es tan complicado de usar, Livia. Cuando quieras yo te enseño.

—¿Cómo dices? —volví a mirar a mi desnuda amiga y la vi carcajearse al notar que su irreverente proposición me había dejado cuadriculada.

—Sí, mujer, así tal cual lo oyes. Cuando quieras yo te digo cómo se usa. Te recuestas en mi cama, te desnudas, abres las piernas para mí y yo me encargo de lo demás.

Sentí la cabeza caliente y las mejillas me ardieron tras escucharle decir despropósito semejante. Me quedé sin habla y ella sólo rió. De no ser porque era bastante bromista, habría pensado que me lo decía en serio.

—Te lo piensas, querida. Me voy a seguir con lo mío, que sólo vine por esta tanga que hace juego con mi vestido.

Sacó una minúscula tanga de su cajonera de ropa interior y se marchó sin pudor. Por mi parte cerré el cajón del buró y me volví al borde de la cama, donde permanecí sentada conservando aún en mis manos la cajita de castidad que Leila me había entregado.

Y seguramente habría permanecido serena de no ser porque recibí un mensaje de un nuevo número desconocido. ¡Por Dios! Era el tal Felipe otra vez. Y es que estuve segura que así lo bloqueara mil veces, él me seguiría buscando a través de otros números. Así que no me iba a quedar de otra que cambiar yo también de número. Ahora habría que encontrar una excusa para justificar el cambio a Jorge.

Número desconocido:

Ahora te haces la modosita pinche vieja doble moral? cuando en la barra hasta levantaste el puto culo para sentir y refregarte mejor en mi paquete, O piensas que soy pendejo? Sé que te gustó y que ahora mismo estás ardiendo por dentro como la zorra que eres. Bloquéame otra vez si quieres, Livia Aldama, pero de mí te acuerdas que tarde o temprano te tendré en el borde de mi cama culeándote rico. 21:22

Cabe destacar que por poco me da un infarto. ¿Cómo diablos se había enterado este imbécil cómo me llamaba? Ahora sí que tuve miedo de verdad.

Jorge Soto

Sábado 1 de octubre

22:05 hrs.

—¡Carajo, Livia! —exclamé cuando abrió la puerta del apartamento de Leila y se mostró ante mí.

El corazón por poco se me sale del pecho al descubrir a la diosa que tenía frente a mí.

Cuando se dio la vuelta noté que sus enormes nalgas se veían mucho más abombadas y paraditas de como las recordaba.

Era tan impresionante lo sexy que iba que no me habría importado levantarle el vestido, ponerla contra la puerta y cogérmela allí mismo. No obstante… me contuve. Me gustaba, claro que me gustaba, y la prueba yacía en lo dura que se me había puesto mi polla. El problema fue que esa clase de… ropa no era la adecuada para ir a una cena como esa. Lo que diría Aníbal, ¡lo que diría mi hermana Raquel, carajo!

—Joder, Livy… que me encanta como te miras: de hecho estás hecha toda una diosa. Estás tremenda pero… no pretenderás irte vestida así a la recepción, ¿verdad?

No me di cuenta que todo el furor y alegría que llevaba mi novia pintado en su rostro se había apagado hasta que noté que su gesto se descomponía.

—¿Cómo dices, Jorge?

—Pues eso… Livy… que es mira, Livia… ¿cómo te explico?

—¿Explicarme qué?

—Que pues… vamos a una fiesta decente… no a un carnaval.

Si tan sólo hubiera elegido otras palabras: si mejor me hubiera mordido la lengua y me hubiera quedado callado habría evitado herir terriblemente los sentimientos de Livia, quien comenzó a mirarme decepcionada.

Apenas iba a decirle algo para resarcir mis palabras cuando apareció Leila con un vestido semejante al de Livia, pero en tinto, también escotado y muy corto, preguntando con una sonrisa:

—Y bien, Zanahorio, ¿cómo te parece que dejé a tu diosa?

—No le ha gustado… Leila —contestó Livia con un hilo en la voz, ofendida, triste—; dice que me veo indecente y que parece que voy a un carnal.

—A ver… Livy —intenté defenderme, pero Leila me interrumpió, acogiendo a Livia por el brazo, encarándome con furia:

—¿Pero quién te has creído que eres tú para tratar a tu novia así?

—No tiene la culpa —volvió a responder una entristecida Livia—: A lo mejor tiene razón y tengo que cambiarme de ropa. Ya te había dicho yo que no era apropiado, Leila.

—¡Te mato si te la cambias, Livia Aldama! Tú no tienes la culpa de que tu princeso sea un machista de mierda.

—Leila, Jorge tiene razón. Parezco… una cualquiera.

—Ay, par favaaar, Livia; pero si estabas tan feliz —le dijo, limpiando sus lágrimas. Entonces soltó el brazo de mi novia y se plantó delante de mí—, ¿ya estarás contento, no, Jorge?

—Con todo respeto, Leila, yo soy un caballero, así que mejor tú no te metas, que no quiero salir mal contigo

Pero a ella no le importaron mis advertencias.

—Óyeme bien, cabrón: mejor que dejes de jugar a tu papel de macho mexicano y empieces a tratar a Livia con el respeto que se merece.

—Leila, déjalo ya, por favor —intervino Livia.

La sangre me hirvió cuando aquella ordinaria me retó.  

—¿Sabes con cuánta ilusión tu novia se arregló para ti? ¡Sí, princesito, para ti! Esperando que la encontraras hermosa, que le dijeras cosas lindas, que te sintieras orgullosa de ella, ¿y en cambio la tildas de… “indecente”? ¡Serás cabrón!

—¡Leila, basta! —insistió Livia, que no paraba de lagrimar.

Me sentía como el peor imbécil del mundo. Había destrozado el ánimo de mi novia y eso me sentaba fatal. No hallaba ni qué putas hacer para remediarlo todo. Encima la estúpida de Leila ahí echando más leña al fuego.

—¡No puedo creer, Jorge, que seas tan inconsciente para ofender a Livia de esta manera!

Por mucho que me ardiera el culo de coraje, sabía que Leila tenía razón esta vez, y eso me causaba demasiada ofuscación.

—¿No dices nada, Zanahorio indolente? Mírala cómo está, ¡menos mal le puse maquillaje a prueba de agua, de lo contrario ya te habría metido el labial por el culo si se lo hubiera arruinado!

—¡Suficiente! —dije por fin—. Yo aclararé las cosas con Livia, Leila, pero tú nos dejas en paz.

—¿Así que sigues en tu papel de machito?

—¡Leila! —terció de nuevo mi prometida.

—¡Te estoy defendiendo, Livia Aldama, ya que tú no eres capaz de increpar a este machista de mierda que lo único que sabe hacer es minimizarte, ofenderte y hacerte sentir mal incluso cuando haces cosas para agradarle!

—¿Así que esas son las ideas que le metes a mi novia en la cabeza? —la acusé—. ¿Que la minimizo? ¿Qué la ofendo? ¿Que no la quiero? ¿Que mi propósito en la vida es hacerla sentir mal? Tú no sabes nada de mí, ridícula entrometida, así que deja de joder. Y por favor, Livia, delante de esta loca te lo digo: perdóname por lo animal que fui. ¡Estás preciosa! ¡Estás bellísima! ¡Esta noche serás la mujer más espectacular de la fiesta y seré el hombre más orgulloso de la mansión por saber que una mujer tan hermosa como tú viene de mi brazo!

Livia entrecerró los ojos cuando hice a un lado a Leila para sujetar sus frías manos. Por Dios. Merecía que metieran mi cabeza en un retrete lleno de mierda por haber hecho sentir de esta manera a una mujer que, según decía Leila, lo único que quería era agradarme.

—Cielo, perdóname, por favor —insistí sinceramente—. Te juro que no quise ofenderte.

—Me iré a cambiar —me susurró, mientras Leila, teniendo un deje de prudencia, meneó la cabeza y se metió a su apartamento para dejarnos hablar a solas.  

—No, bonita, no —la abracé con fuerza, sintiéndome el peor pendejo del mundo—. Estás preciosa como vas ahora.

—Mentiroso —me dijo, rodeándome de la cintura. Me estaba abrazando, eso ya era un avance.

—Livia, perdóname… en serio, no quise ofenderte, en verdad, mi amor, perdóname —volví a apretarla contra mí, sintiendo cómo sus senos se aplastaban en mi pecho.

Encima olía delicioso.

—Te perdono —me dijo al fin.

Me separé de ella un poco para mirar una sonrisa que me llenó de vida otra vez.

—Entonces llévate ese vestido a la cena y no me guardes rencor. Soy un pendejo que dice pendejadas por pendejo.

—¿Estás seguro? —dudó un momento, acercándome sus carnosos labios a la boca.

—Sí, mi amor. Esta noche serás la mujer más hermosa que haya en esa fiesta.

Arreglado más o menos nuestro disgusto, Livia entró por su bolso al apartamento de Leila y le dijo que ya nos habíamos contentado.

La muy arpía esa me barrió de arriba abajo cuando me vio, y el resto del viaje hasta la fiesta evitó dirigirme la palabra. Porque sí, el auto de esa loca seguía en el taller y Livia me había pedido por la mañana que la lleváramos en nuestro coche. Encima mi amigo Fede acababa de informarme que al parecer esa noche Leila le daría “el sí” a una relación formal. Lo que me faltaba. Confié en que Pato podría intervenir para evitar que esa zorra evitara hacerle daño a nuestro amigo.

Nuestro pollito fue el único auto que desentonó con la cantidad de coches de lujo que estaban estacionados en el gran jardín delantero de la inmensa mansión de la familia Abascal Soto.  

Era una casona moderna y sofisticada de tres pisos, siendo el tercero una enorme terraza de cristal en la que se estaba llevando la cena.

Había setos y plantas por doquier, dos piscinas en la parte frontal y un complejo boscoso alrededor. Aquella era una zona donde vivía gente de alto poder adquisitivo.

Uno de los mayordomos recibió los pases de entrada y, sin poder evitarlo, le echó un repaso a las enormes tetas de mi novia. Al darse cuenta, susurró a Leila, que venía detrás de nosotros:

—Leila, dejé el abrigo en el auto.

—Adelántense, que ya voy por él —se ofreció.

Livia quería que nos esperáramos en el vestíbulo a que volviera Leila con el abrigo antes de subir hasta la terraza, no obstante, Lola se apareció en la entrada, como anfitriona, y nos llevó casi arrastras hasta el ascensor que nos llevó al tercer piso:

—Por cierto, Jorge, que guapa está tu novia —me dijo, haciéndome sentir orgulloso.

Livia asintió, nerviosa, y aterrorizados advertimos cómo el ascensor nos llevaba hasta la terraza.

—Todo estará bien, mi ángel —la animé, cuando la noté un tanto insegura, rodeándola por la cintura—, y olvida el abrigo, que así como estás luces preciosa.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, todas las miradas se volvieron hacia nosotros (mejor dicho, hacia Livia), sobre todo cuando arrastramos nuestros pies (con torpeza) hacia el gran salón.

Los muros eran completamente de cristal, y el piso y el techo de dos aguas habían sido forjados con madera de olivo. Colgaban de los maderos elegantísimas lámparas bruñidas de cristal, y todo el ambiente iluminado y adornado por detalles discretos daban un toque soberbio a la fiesta.  

De pronto Livia me trasmitió sus propios miedos, y mi corazón se aceleró sin saber cómo manejar una situación así. Parecíamos un par de peces de charco en medio de un océano de cristal. No sabía si sentirme orgulloso u ofendido por tener que soportar todas las miradas lascivas de los hombres de la sala, todos trajeados y algunos con las copas de vino, mientras las mujeres la observaban con desdén y envidia.

—Jorge… todos me están viendo —dijo mi novia aterrorizada en medio de la discreta música que sonaba en los alrededores, mientras atravesábamos lentamente el pasillo central.

Había mesas en las orillas, pequeños tablones con copas, frutas con chocolates y aperitivos finos de esos que come la gente rica y que sabe espantoso.  

—Te miran porque eres hermosa —dije con un débil soplido, intentando serenarla.

—Mis piernas no me responden —continuó con la voz temblorosa.

—Tranquila, Livy, todo saldrá bien. Mira, allá está Aníbal, vamos con él, te lo presento y nos vamos a buscar una mesa para sentarnos mientras llega Leila con tu abrigo y así te sientas más segura.

Livia asintió con la cabeza no muy bien convencida y me siguió. Rogué al cielo para que Raquel no viera a Livia vestida así antes de que ésta se pusiera su abrigo, así que avanzamos despaciosamente entre los comensales, cuyas miradas y rumores se enterraban detrás de nosotros.  

Aníbal estaba a la mitad del salón mirando a través del ventanal el complejo boscoso que daba hacia el sur, tomándose un tequila, conversando muy animado con un imponente afroamericano que debía medir casi dos metros y el bisonte de Valentino, cuya chulería me caía como una patada en los huevos. Los tres vestían trajes muy elegantes, zapatos de punta, relojes caros y fragancias exquisitas.

—Buenas noches, Aníbal —dije a mi cuñado en voz alta para que me oyera, pues la música en vivo que estaba al fondo de la terraza, aunque era discreta, superaba los decibeles establecidos para poder mantener una conversación en tono normal.  

Aníbal y los dos tipos que lo acompañaban dejaron de mirar el bosque y se giraron hacia nosotros, e inmediata y bruscamente sus ávidas miradas se concentraron en Livia, con asombro y verdadera expectación. Juro por Dios que el afroamericano y Valentino se la comieron viva, relamiéndose los labios como perros hambrientos, quedando como idiotas y con la boca semi abierta. Le repasaron sus potentes piernas, muslos, tetas y, especialmente, el canalillo de sus pechos, sin disimular, de forma salvaje, sin ningún respeto hacia mí.

Por el contrario, fue Aníbal el único que observó a los ojos a Livia, concentrado, serio y con especial esmero, mientras los otros dos cabrones se miraban entre sí y se sonreían con complicidad.  

Si hubiera sabido que esa rápida pero sencilla presentación iba a desencadenar algo peor que las siete plagas de Egipto, juro por Dios que habría preferido que me tragara la tierra antes que haberme presentado a esa chingada fiesta.  

  —Mira, ella es Livia Estefanía Aldama Cortines, mi prometida —se la presenté exclusivamente a mi cuñado, ignorando a esas dos montañas de músculos—; Livia, él es mi cuñado, Aníbal Augusto Abascal y Bárcenas.

Extendí mi brazo y dejé que Livia se pusiera delante de mí.

—Un placer conocerla, señorita Aldama —dijo Aníbal con adulación y galantería, recogiendo la tersa mano de mi novia para besarle el dorso, sin apartar en ningún momento sus astutos ojos azules de los de ella.

—El placer es mío, señor Abascal —contestó Livia con una voz suave, profética, casi musical.

 Sin soltarse de las manos, ambos se miraron profundamente, con intensidad,  como conectados por una fuerza magnética que desafiaba la gravedad.  

Y entonces Valentino Russo y Heinrich Miller se posicionaron a los costados de Aníbal, uno en cada lado, flanqueándolo, los tres de frente a Livia, examinándola con cínicas sonrisas, cual si fuesen parte de una manada de machos alfas que asechan a una presa.

Y yo no pude dejar de pensar en el brutal imagen que era ver a una inocente mujer siendo abordada por tres hijos de puta.

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