JUAN LUIS HENARES
Aún conservo las fotos que me sacó papá en el parque cerrado junto a los autos de Turismo Carretera: gorro con orejeras forrado en piel, campera abrigada con cuello alto, bufanda, enterito de lona azul con parches en las rodillas y botas de gamuza. Recuerdo que esa mañana me compró en la cantina un vaso plástico con café bien caliente y me dijo que después de tomarlo corriera por la banquina de la ruta, así mi cuerpo tomaba temperatura. Corrí mientras fascinado miraba los autos. Un frío glaciar invadió la región ese veinticinco de mayo de mediados de los años sesenta.
Principio de los setenta, acto en la escuela primaria en conmemoración de la Revolución de Mayo. El salón estaba lleno de guardapolvos blancos, tanto de los pibes como de las maestras. La directora lucía su tez pálida y los labios azulados; en tono de broma nos preguntábamos si moriría helada. A pesar de la cantidad de gente presente estábamos congelados, y tratábamos de acercarnos a los escasos rayos de sol que entraban desde el ventanal en lo alto del salón.
Finales de los setenta; otro gélido día de mayo. El desfile fue en la avenida principal de la ciudad. El pantalón de vestir y el obligatorio pulóver azul escote en V —para que se viera la corbata— no alcanzaban a calentarnos el cuerpo. Con los compañeros nos amontonábamos, de este modo el viento sur que parecía llegar hasta los huesos no golpeaba tanto. Junto a nosotros, sobre el cordón de la vereda, un milico —fusil en mano— nos miraba con intimidante sonrisa a la vez que vigilaba los movimientos; es indudable que deseaba hacerlo también con nuestros sueños y pensamientos. Temblábamos, y no solo producto del bajo cero que marcaban los termómetros.
Frío, siempre mucho frío.
Hoy, en pleno siglo XXI, camino en esta fiesta de mayo entre las escasas personas que van hacia el desfile en la plaza. Resignado y casi sin fuerzas grito:
—¡Banderas y escarapelas!
Pero son muy pocos los que prestan atención, y menos todavía los que me las compran; para colmo estos guardapolvos modernos ya traen la escarapela pegada en su lateral. El frío es un bello recuerdo: treinta y tres grados de temperatura y cien por ciento de humedad. La tierra se pega en mi transpirada cara, la visera del gorro no puede ocultar mis ojos ante los rayos de sol que los lastiman, y la picazón asalta mi garganta debido al negro humo que sale de las chimeneas de las fábricas que —altivas desde la colina— someten la ciudad.