IRENE DE SANTOS

Gustaba de la música desde su más tierna infancia, vocación a la que no dudó en entregarse, dada su pasión, me lo dijo, bueno, no a mí, sino a una chica vestida de rojo que lo entrevistó ante las cámaras de televisión antes de salir al escenario a dirigir el concierto, yo solo lo oí de pasada.

Se escuchan tantas cosas en la parte de atrás de un escenario. Si estás cerca de una ventana los sonidos de la vida se acercan hasta ti. Frenazos, disparos, gritos, cánticos difusos de voces ahogadas por gases e injusticias que siegan futuros. Desde la platea no se oye nada. La acústica de la sala tan solo permite que reboten sobre las paredes del teatro notas musicales o voces proyectadas en declamaciones teatrales.

Dos mundos separados por las leyes de la física, entendidas en el caso de un recinto destinado a las representaciones artísticas como “la ciencia de la producción, control, transmisión, recepción y audición de los sonidos, ultrasonidos e infrasonidos” (RAE), y divididos, además, por las conciencias, por el deseo de escuchar lo que se quiere y omitir lo que se desea poner en off.

Voltea a ver al público que aguarda en sus butacas enfundado en sus mejores galas, cubierto de joyas, expectante. Gira de nuevo hacia los músicos, muñecos de madera articulados cuyos brazos yacen lánguidos sobre el regazo, que cobrarán vida bajo su dirección. Levanta la batuta, cierra los ojos, en su mente marca el ritmo, define el inicio, ha llegado el momento, abre los ojos y con movimientos firmes y expresión concentrada dirige la orquesta a través de un mar de notas musicales que emanan con ritmo desde sus instrumentos.

Con un último movimiento enérgico de los brazos ordena el final, extingue las voces de flautas, violines, bajos, oboes, de todos los instrumentos de viento y percusión. Su ejército le obedece. La sala queda en silencio.

Recorre el escenario confuso, “¿por qué no aplauden?”, se pregunta y luego escucha un extraño sonido a sus pies, un conjunto de chasquidos que le recuerda el lamento de una nuez en un cascanueces, un crujido. Son huesos, calaveras, tibias y peronés, costillas, vértebras, cientos de ellos.

El público se pone de pie, pero retrasa el aplauso. El maestro se detiene e investiga curioso cómo suena cada uno de ellos. Pisa aquí y allá y descubre musicalidad en las osamentas. Entusiasmado, danza sobre ellas y crea una música nueva, sonríe como el niño que encuentra un chocolate oculto en la despensa.

El público aplaude, le dedica una acalorada ovación que dura más de diez minutos. Él agradece, emocionado.

Mibitacoradigitalirenedesantos.com

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