IRENE DE SANTOS
Una estela de huellas atestiguaba su paso por un remoto paraje alojado en lo más profundo de su alma. Al adentrarse en él sintió miedo, pero se dejó envolver por la bruma de lo desconocido con el secreto anhelo de encontrar la luz.
Descendía por una caverna oscura de cuyas paredes pendían sus recuerdos como telas de araña. Al tocarlos se deshacían entre sus dedos dejando adherida a ellos una sensación de desconsuelo. Siempre había sido así, toda su vida, desde que adquirió el hábito de la memoria.
Seguía bajando, avanzando por un sendero de brasas ardientes que le quemaba la planta de los pies. Había llegado a un lugar tan profundo que pensó que el mismo Hades en cualquier momento la invitaría a entrar a su reino.
Escenas pasadas cargadas de juicios y reproches saltaban sobre ella duras, rotundas, definitivas. Negada ante la idea de que ese fuera el total de su inventario de vivencias continuó el viaje. Tenía que haber algo más, algún momento de goce efímero debía yacer relegado en el fondo de las esquinas gastadas de su memoria.
Encontró un barril de madera lleno de agua, poblado de nenúfares habitados por sapos pequeñitos, los mismos que alegraban la noche con su estruendo de pitidos. Uno de ellos saltó a la palma de su mano y la miró sin miedo. El aire estaba cargado de risa, las patitas del anfibio le hacían cosquillas. Tuvo una sensación de primavera eterna.
Tropezó con unos patines rojos, de esos que tienen dos ruedas a cada lado y un freno en la punta. Revivió la sensación de importancia, de sentirse mayor cuando logró aflojar las tuercas de su base para hacerlos crecer hasta alcanzar el tamaño de sus zapatos nuevos, dos tallas más grandes. Saboreó el principio de su autosuficiencia, la satisfacción de sentir que podía valerse por sí misma.
Luego llegó la bicicleta, roja también. La quería azul, pero ese color estaba reservado para los chicos. Le encantaba recorrer las calles sobre su unicornio de metal cada vez más rápido, no sentía miedo. Luego la bicicleta desapareció sin mayores explicaciones.
Del sabor agrio por la pérdida de la bicicleta pasó a la sensación amable del encuentro con una amiga. Aunque no recordaba su nombre, sabía que la había acompañado en el resto de sus momentos importantes. Siempre estaba ahí para ella, de día o de noche, hablaba con ella y le contaba sus cosas: sus más alocadas fantasías, qué quería ser de mayor. Eso, sobre todo eso, sus planes de futuro solo los compartía con ella.
Siguió su camino, el piso dejó de arder, vio un haz de luz blanca a lo lejos y hacia él se dirigió.
Cuando se acercaba al final de la cueva, antes de alcanzar la luz blanca, se vio enredada por otra telaraña disimulada entre sus recuerdos más brillantes. La envolvió por completo, la convirtió en un capullo. No podía respirar, se asfixiaba, intentó huir, escapar una vez más, pero la detuvo una voz amiga que había estado ahí para ella, a quien le había contado sus problemas, fantasías y proyectos.
Le recordó que era fuerte, que era la única persona capaz de cortar los hilos de esos recuerdos lacerantes y desterrarlos de su vida.
Después de deshacerse de los últimos restos de sus lamentos, y aún sentada frente al espejo, alzó su copa y brindo por ella con la cara amiga y sonriente que levantaba su copa desde el otro lado de la luz.