ARCADIO M
Era parco en palabras. Peinaba una acentuada calva que intentaba disimular con aquellas largas y pobladas patillas que recorrían su cara hasta casi juntarse con el bigote. Un bigote canoso y denso que le imprimían a su gesto el carácter propio de su persona. Un hombre fuerte, de gran envergadura y que no admitía demasiadas bromas. Eso hacía que todo el mundo lo respetase, pero al tiempo, que lo viesen como un hombre distante, intratable y con el cartel de raro colgado al cuello.
Había sido un niño rebelde, castigado con leña dura, pero sin resultados aparentes. Bajo el yugo del trabajo del campo, tradición en su época, y sin pisar a penas la escuela en la que poco más había aprendido a escribir su nombre, creció a base de golpes y broncas. Bien merecidas en su mayoría, pero sin que ello le supusiera la menor intención de cambiar y controlar su impulso.
De una niñez indomable pasó a una juventud complicada. Ni en la mili habían conseguido enderezarlos. Se comentaba que la mayor parte del tiempo la había pasado en el calabozo o pelando patatas. A la vuelta, donde él aparecía, acababa habiendo reyerta tarde o temprano. Amparado en su envergadura, no temía a nadie ni a nada y no se amilanaba porque que sí. Hasta aquel día en que la cosa fue a más y las navajas salieron del bolsillo en la fiesta del pueblo. Hirió a varios jovenzuelos de su quinta, aunque gracias a Dios sin gravedad. Por su parte, resultó ileso de forma casi inexplicable.
Decían en el pueblo que aquello fue lo que lo empujó a irse a Buenos Aires. Desapareció en un barco que partía de Vigo en la madrugada de un martes de verano. Hablaban que su padre, tranquilo e impasible ante el muchacho, le había dado el ultimátum. Todos se preguntaban cuál, porque nunca, aparentemente, había conseguido doblegarlo. También decían que en Buenos Aires había hecho fortuna, que había casado con una hermosa jovenzuela y que había tenido varios hijos. Todo habladurías del pueblo, pues la verdad era que ni una carta había enviado a casa, al menos que se supiera.
Apareció a la puerta de las ruinas de la que había sido la casa de sus padres en vísperas de Semana Santa. Estaba viejo, desmejorado, y con las patillas y el bigote muy descuidados. No traía equipaje. Dijeron que había viajado con lo puesto. Lo recogió en casa su hermana, la pequeña, que todavía no había nacido cuando él se había ido. Era la que cuidaba a su madre. Su padre se había muerto hacía muchos años. No medió palabra con nadie fuera de aquella casa. No se dejó ver.
Hoy, apenas unas semanas después, han dicho que se ha ido al infierno a reunirse con su padre. Nadie tiene duda de que en el cielo no tienen lugar. Al menos no si es como predica el párroco. Nadie sabe lo que ha hecho ni dejado dónde quisiera que haya estado. Pero si tienen claro, al menos las pocas personas que lo han conocido que aún viven, que aquí no ha dejado amigos. ¡Amigos no! Y buenas obras tampoco. ¡Tantos años y todavía nadie lo ha olvidado! En una sola palabra: culpable. Juzgado y condenado por la sabiduría popular en base a su pasado, sin atenuantes ni defensa posible, que volvió a casa para entregar su alma.